Imaginar otros mundos posibles a través de la cultura popular

En su ensayo sobre la utopía, Layla Martínez[1] nos invita a reflexionar sobre diversos ejemplos históricos –teóricos y prácticos– en los que se proponía transformar la realidad hacia modelos de sociedad más justos, pero, sobre todo, es una invitación a imaginar otros futuros posibles. Como bien afirma la autora, nuestros consumos culturales determinan fuertemente el límite de lo pensable no solo en el presente, sino también en nuestras proyecciones de lo que estaría por venir o de lo que podríamos imaginar como alternativas futuras. Que toda la cultura popular –novelas, series, películas, cómics, videojuegos– haya sucumbido al género distópico como la principal presentación de un hipotético porvenir (o de una realidad alternativa), no solo refleja una ansiedad posmoderna, sino que tiene un carácter performativo que condiciona nuestra capacidad para imaginar un mundo diferente, mejor. En este sentido, Martínez lleva a cabo un ejercicio genealógico condensado, una historia efectiva que, como planteaba Foucault[2], no busque fundamentar el presente o una determinada realidad, sino agitar lo que se percibe inmóvil y mostrar “la heterogeneidad de lo que imaginábamos conforme a sí mismo”. La realidad que habitamos no ha sido inevitable, el resultado de una cadena imparable de causas y efectos; podría haberse imaginado/conformado de otras maneras. Los productos culturales que producimos y consumimos tienen mucho que decir al respecto.

En su obra The Playstation Dreamworld, Alfie Bown[3] considera que la obsesión de la industria del videojuego por representar futuros distópicos está promocionando la peligrosa idea de que, según han argumentado otros autores como Jameson o Zizek, “solo el capitalismo nos separa del yermo”. Fuera de las coordenadas del “progreso” capitalista, el videojuego, como muchos otros artefactos culturales, parecen únicamente proponernos el caos, la catástrofe climática y social, el hipercapitalismo liberal inmisericorde, el fascismo, la miseria o, en el mejor de los casos, una armonía precapitalista y preindustrial, el pasado pastoral. Nos movemos entre los futuros postapocalípticos de Fallout y The Walking Dead, las distopías sociales de Bioshock y el Cuento de la criada, o la vuelta a la arcadia feliz de Stardew Valley y El Bosque. Esta producción cultural crea entonces un condicionamiento en los límites de lo pensable que dificulta imaginar alternativas a los sistemas de dominación hegemónicos (capitalistas, neoliberales, heteropatriarcales) que no sea una catástrofe o una regresión.

La creación cinematográfica, televisiva, literaria y videolúdica nos interpela a ocupar determinadas posiciones sujeto ideológicas; unas que, a menudo incluso en contra de las pretensiones de sus creadores y promotores, refuerzan el statu quo. Quienes somos críticos con las racionalidades políticas neoliberales, sin pretenderlo, al insistir en la denuncia de sus mecanismos de explotación y  violentación sobre la mayoría subalternizada, también estamos contribuyendo a oscurecer el horizonte de lo posible, a cerrar la imaginación sobre alternativas al modelo imperante. Debemos ser capaces de realizar un esfuerzo por pensar, especular y proponer, dentro de los mismos límites materiales y culturales en los que nos movemos, futuros posibles que dibujen los contornos de un orden social más justo, menos mezquino y mejor redistribuido.

En este sentido no podemos ignorar o abandonar toda expresión de cultura popular, desdeñando su papel como mera cortina ideológica consumista o minusvalorando su jerarquía en la construcción de imaginarios pasados, presentes y futuros. Pedro Vallín[4] defiende en su libro, cuyo título es una interjección escatológica que implica a un prominente representante del cine de autor, la preponderancia del mensaje progresista que encierra la mayoría del cine hollywoodiense. El ensayo parte de la premisa de que existe una crítica institucionalizada que entiende el cine estadounidense como ultraliberal y conservador. En realidad es una posición que podría extenderse a toda forma de cultura popular masiva, automáticamente desdeñada y catalogada como producto al servicio del capital y las formas liberales –cuando no conservadoras o directamente reaccionarias–  de nuestro presente. Un desprecio por el escapismo, el mero entretenimiento, como si no nos pudiéramos permitir (ideológicamente) el disfrute ocioso y hedonista; como si todo sistema de entretenimiento no formara parte del sustrato cultural de una sociedad. Opio del pueblo, pantalla ideológica de las clases dominantes.

Al igual que toda producción en un contexto de capitalismo avanzado, siempre va a estar ligada a sus mecanismos de dominación hegemónicos, tanto en su producción como en su consumo, pero eso no desactiva su potencial para alimentar imaginarios alternativos. Como bien señala Vallín, una parte importante del cine que proviene de Hollywood aborda las problemáticas sociales desde el colectivo, a diferencia de la mirada egoísta y autocomplaciente –muchas veces burguesa,  acomodada y onanista– del cine de autor, y lo hace siguiendo una máxima: “el plutócrata es el malo”. O el bully, o el policía corrupto, o la democracia moralmente arruinada, o el político irresponsable. Cuando no disponemos de los medios para alimentar imaginarios críticos y alternativos a los sustratos ideológicos dominantes, hacer uso sin rubor de lo que nos proporciona el propio sistema  y apropiarse de sus significantes y significados, nos permite empezar a dibujar otros mundos posibles. Incluso aunque sea desde un modesto e insuficiente reformismo, se puede ir limando los barrotes de nuestra imaginación, abriendo así, con la paciencia del presidiario injustamente encarcelado, una ventana a un futuro menos oscuro. Esto es posible porque los espacios de dominación y resistencia son compartidos. No hay afuera del sistema desde el que antagonizarlo. Actuamos y somos sometidos dentro de sus estructuras, que nos condicionan y que reproducimos, pero que también podemos llegar a cambiar, a agrietar.  El cambio ocurrirá desde las propias líneas de subjetivación –que también son de ruptura– que anidan en los dispositivos que sostienen el orden social actual[5]. Desde la cultura popular es posible sembrar el germen de un futuro otro.

Vallín achaca esta desconfianza hacia el cine americano (que aquí podría extenderse de forma generalizada a todos los productos de la cultura popular de masas) a un exceso de celo marxista en los análisis que se vierten desde los círculos que componen la crítica cultural mayoritaria. Siendo quizás una simplificación –el propio Vallín admite abiertamente que su obra busca la generalización y, como tal, conlleva inevitablemente sus dosis simplificadoras–, no le faltan razones para sostener su argumentación. La ortodoxia marxista, tradicionalmente, ha desarrollado una relación problemática con lo simbólico y cultural, centrando en exceso su mirada en los aspectos materiales de la reproducción social. Deudor, como el propio pensamiento liberal, de los axiomas ilustrados que gobiernan la modernidad (incluyendo su dañina visión teleológica del acontecer histórico), ha caído habitualmente en análisis estructuralistas que tendían a priorizar uno de los pares de los términos en oposición.

Lo cultural como una lucha menor, casi estética en ocasiones, algo que, a lo sumo, afecta a lo superestructural, a lo ideológico, eso que habría que quitarse de encima pero que no es motor de cambio real. A día de hoy aún abundan análisis (que han tenido una notable difusión)[6] que, sorprendentemente, marcan un frontera prácticamente inconmensurable entre lo material y lo simbólico, en la que lo segundo depende y es determinado principalmente por lo primero; como si no se hubiese aprendido nada del pensamiento posmoderno, de la aplicación de la crítica a la crítica, y lo simbólico y cultural existieran independientemente de sus soportes materiales, o lo material tuviera un sentido último que no dependiera de su significación simbólica y cultural. Si esto ya de por sí es problemático, la cultura popular estaría en el vagón de cola de muchos análisis marxistas, progresistas, y anticapitalistas. Puro entretenimiento ideológico que nos desvía de la emancipación y revolución finales, como si no hubiésemos entendido que la ideología no es una pantalla o unas gafas que distorsionan la realidad –en esto creo que se confunde Vallín en un, por otro lado, magnífico artículo sobre The Last of Us 2[7]– sino nuestra forma por defecto de observarla. Necesitamos de esas gafas, de esas trabajadas formas de ver, como bien afirma Slavoj Zizek[8] en su análisis de They Live (Carpenter, 1988), para empezar a diluir los efectos que las ideologías dominantes nos imponen. Necesitamos una producción cultural que nos ayude a vislumbrar la realidad de otras maneras, facilitando la visualización de nuevas realidades sociales.

En este sentido, sería importante leer a Stuart Hall[9] y entender por qué la cultura popular importa, ya que es precisamente uno de lo espacios donde tiene lugar la lucha “por y contra la cultura del poderoso”. Es en la cultura popular donde “la hegemonía emerge parcialmente y donde se afianza”. Al fin y al cabo, uno de los lugares “donde el socialismo puede ser constituido”. Por ello hay que recuperar que el pensamiento progresista, marxista y anticapitalista entienda que no hay lucha material sin cultural, que lo que no es pensable no es realizable. Otros movimientos –el feminismo, el ecologismo, el antirracismo, los transactivismos– han entendido mejor la naturaleza fundamental de lo cultural como un campo de lucha central y no periférico. Que la supervivencia material no es independiente de la cultural. Que la diversidad, los potenciales otros futuros, no son enemigos de la redistribución material, sino una de sus claves.

Jamie Woodcock[10], en su lectura marxista del videojuego, argumenta que los juegos pueden ser tanto una forma de escapismo como un modo “potencial de experimentar y explorar una alternativa a la sociedad que tenemos ahora”. Woodcock añade que, y esto es algo que podemos decir de toda la cultura popular, los videojuegos “intervienen en el mundo”. Resulta de vital importancia  orientar esa intervención que la cultura popular opera sobre el mundo hacia sustratos ideológicos que contesten las fuerzas hegemónicas y nos permita proyectar una sociedad otra: más justa, sin discriminaciones, donde los todas las necesidades fundamentales (simbólico-materiales) estén cubiertas. Parafraseando a Bown[11], si pensamos que la cultura popular refuerza valores liberales, conservadores y capitalistas, ¿por qué no intentar utilizarla para fomentar una agenda subversiva? Hay mucha producción cultural que ya lo hace (o lo intenta al menos), por lo que habría que ponerla en valor en lugar de, como denunciaría Vallín, meterlo sin mucho cuidado en el saco del mal-capital.

No obstante, como propone Bown, podemos ir más allá, no solo deconstruyendo las asunciones ideológicas existentes, sino creando nuevas, manipulando de forma efectiva las emociones de los otros. Se trataría de construir nuevos tipos subjetivos que faciliten nuestra transición de los dispositivos que nos gobiernan actualmente a otros en los que podamos reconfigurar las diferentes subalternidades.

La noción de ontopolítica[12] asume que la realidad en la que vivimos no es algo dado, estaría siempre abierta y en discusión. Esto significa que deberíamos poder dibujar políticamente diferentes versiones de la realidad o, al menos, empujar su deriva hacia aquellas que mejor se ajusten a un mundo que supere el marco dominante del neoliberalismo y su lesivo accionar contra la gran mayoría. Que nuestra participación en la producción, consumo, uso e interpretación de la cultura popular y sus productos, nos permita soñar con futuros que sí deseemos habitar.

Daniel Muriel (@danimuriel) es Doctor en Sociología, coautor de Video Games as Culture (Routledge) y autor de Identidad Gamer (AnaitGames).

Notas

[1] Martínez, Layla. (2020). Utopía no es una isla. Catálogo de mundos mejores. Madrid: Episkaia.

[2] Foucault, Michel. (2004). Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos.

[3] Bown, Alfie. (2018). The Playstation Dreamworld. Cambridge: Polity Press.

[4] Vallín, Pedro. (2019). ¡Me cago en Godard! Por qué deberías adorar el cine americano (y desconfiar del cine de autor) si eres culto y progre. Arpa Editores.

[5] Deleuze, Gilles. (1990). “What is a dispositif?” en Armstrong, Timothy J. (ed.). Michel Foucault Philosopher. New York: Routledge, 159-168.

[6] Bernabé, Daniel. (2018). La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora. Madrid: Akal.

[7]   Vallín, Pedro (2020). ‘GTA’ fue Estados Unidos y ‘The Last of Us’ es Corea del Norte, La Vanguardia.

[8] En documental The Pervert’s Guide to Ideology (2012, Fiennes).

[9] Hall, Stuart. (2016). «Notes on Deconstructing the ‘Popular'», en Samuel, Raphael (ed.). People’s History and Socialist Theory. Abingdon, Oxfordshire: Routledge, pp. 227-241.

[10] Woodcock, Jamie (2019). Marx at the Arcade. Consoles, Controllers, and Cass Struggle. Chicago: Haymarket Books.

[11] Ibid.

[12] Mol, Annemarie. «Ontological politics. A word and some questions», en Law, John y Hassard, John. Actor-Network Theory and After. Oxford: Blackwell, pp. 74-89.

Fotografía de Álvaro Minguito.