Kintsugi revolucionario para después de una pandemia

Hay muertes que se dan por seguras demasiado apresuradamente; vidas que parecieran desahuciadas sin remedio que sin embargo, de pronto, recobran el color y la lozanía. Con las muertes de eras, de órdenes, de sistemas, ocurre lo mismo con mucha frecuencia: las profecías sobre su final, y aun las científicas, tienden a fallar más que una escopeta de feria. El problema suele estribar en lo que los angloparlantes denominan wishful thinking: pensamiento desiderativo; creer lo que queremos creer, seguro lo que anhelamos e insostenible aquello que detestamos. Los comunistas españoles —es un ejemplo— se pasaron las cuatro décadas de dictadura de Franco proclamando que la caída del tirano, y la huelga general revolucionaria que la acompañaría indefectiblemente, se hallaban a la vuelta de la esquina. Pero semejante optimismo no tenía nada de particular: formaba parte de una antiquísima tradición que atraviesa toda la historia de la lucha por la transformación social. En 1907, V. Kroemer, delegado australiano en un congreso de la Segunda Internacional celebrado en Stuttgart, anunciaba así, por ejemplo, la fecha y el lugar precisos en que se iniciaría con toda seguridad la revolución anticapitalista: «La revolución social está a la mano. No habrán pasado tres años antes de que las clases tiránicas, en todo el mundo, hayan sido expulsadas de sus altos sitiales y el pueblo se haya hecho dueño de sí, cada hombre sentado debajo de su propia higuera y su propia vid, en una tierra en la que fluyan la leche y la miel»[1].

Nunca hemos dejado de incurrir en este pecado, y en estos días pandémicos, caemos en él con renovada alegría, prestos a dar pábulo a profecías de un futuro luminoso desencadenado por el virus. Aquí y allá se proclama la defunción del capitalismo neoliberal y se llega a adivinar —lo adivina Žižek— el arribo posible de un «comunismo reinventado». Un siglo después, los mismos ensueños lácteos y melosos, herméticos a la sensatez de concederle un margen de supervivencia y reinvención a un régimen extraordinariamente resiliente, que ha sobrevivido a otras pestes, a guerras tremebundas y a sus propias crisis; y que, de hecho, siempre ha salido de ellas revigorizado: lo que mata hace más fuerte cuando no mata. A veces, esa reinvención de sí mismo la ha abordado el capital abduciendo —señalan Luc Boltanski y Eve Chiapello— las ideas de aquellos que eran sus enemigos en la fase anterior: la burguesía, tal como señalara Marshall Berman, se siente cómoda en la contradicción, aparentemente insostenible, de «ponerse al servicio del partido del orden al tiempo que descompone sin descanso y sin escrúpulos las condiciones concretas de existencia, de tal manera que asegura la supervivencia del proceso de acumulación, llegando incluso a reapropiarse de las críticas más radicales, transformándolas en algunos casos en productos mercantiles»[2].

Nos conviene, pues, ser cautelosos. Pero eso no debiera conducirnos al exceso contrario de resignarse a un capitalismo indestructible, eternamente dúctil, inexorable devorador de toda alternativa. Pese a todo, hay indicios tenues pero ciertos que nos hablan de que algo se ha quebrado en esta crisis; de que con algo ha terminado esta epidemia. Uno de ellos es una aseveración del primer ministro británico Boris Johnson cuyo poderosísimo simbolismo no se ha recalcado suficientemente. Fue a finales de marzo, en un mensaje grabado a la nación. Durante el mismo, Johnson alentó de este modo al optimismo a los ciudadanos del Reino Unido: «Vamos a conseguirlo, vamos a conseguirlo juntos. Una cosa que pienso que la crisis del coronavirus ha probado ya es que realmente existe tal cosa como la sociedad». Todo espectador atento advirtió rápidamente la trascendencia de este «there really is such a thing as society» que pudiera parecer una verdad de perogrullo: se trata de una enmienda explícita, evidente, a la más famosa boutade de Margaret Thatcher. En concreto, de esta reflexión suya, enunciada durante una entrevista en 1987, en pleno apogeo de su largo mandato:

Creo que estamos en un periodo en el que muchas personas parecen pensar que cuando tienen un problema, es el Gobierno el que tiene que solucionarlo. «Tengo un problema. Recibiré una subvención. No tengo casa, el Gobierno tiene que darme una casa». Trasladan sus problemas a la sociedad. Y no existe eso que llamamos sociedad. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es mediante las personas, y las personas tienen que preocuparse de ellas mismas en primer lugar[3].

Que, treinta años después, un primer ministro tory rebata en un discurso preparado y ensayado la creencia nuclear del ideario de Maggie, venerada santa patrona del partido que refundó y al que convirtió en una máquina de triturar adversarios (y, sobre todo, de transformarlos: recuérdese que Thatcher también afirmó que el mayor logro de su mandato era el nuevo laborismo de Tony Blair), no puede considerarse un asunto baladí, y sí expresión de una mutación radical de esa contextura subliminal de valores no cuestionados, quicios de la famosa ventana de Overton de lo que es aceptable decir y defender en la contienda política, que llamamos sentido común y Gramsci definía como la «filosofía de los “no filósofos”, o sea la concepción del mundo absorbida acríticamente de los varios ambientes culturales en medio de los cuales se desarrolla la individualidad moral del hombre medio»[4].

Johnson, como Thatcher, es, ha demostrado serlo, un político sagaz, de agudo olfato mercadotécnico, y no es ningún disparate buscar en sus discursos una veleta del signo de los tiempos. Si Johnson enmienda a Thatcher, es que los tiempos la están enmendando de algún modo; que el sentido común que ella logró volver individualista y competitivo se resquebraja, carcomido por este virus que nos ha hecho redescubrir la colectividad y aplaudirla cada día a las ocho de la tarde desde nuestros balcones. Que, en España, las autoridades neoliberales de la Comunidad de Madrid presuman a su vez de una gestión que «no deja a nadie atrás»[5] es elocuente del mismo cambio del viento y también una mentira clamorosa, pero como toda hipocresía, un homenaje rendido a la virtud que revela que esta ha dejado de ser el egoísmo laudable de la teoría liberal. En el reñidero político de estos días, la derecha se esfuerza en demostrarse más social que la izquierda, y más gastiza: también en nuestro país, el thatcherista Pablo Casado, que hizo del bajar impuestos un mantra electoral en los dos últimos comicios, demanda al Gobierno una paga extra para los sanitarios, benditos superhéroes del momento[6].

Nada de esto indica, ni muchísimo menos, que el capitalismo neoliberal esté herido de muerte: a veces se derrumba el sentido común sin que lo haga inmediatamente el orden del que era savia, que a falta de alternativas verosímiles puede perpetuarse en una existencia zombi, inerte, que dure décadas. Una prueba de ello es la larga supervivencia del antiguo socialismo real a su propia pérdida de legitimidad cara a la sociedad. A partir de cierto momento, nadie creía ya en las altisonantes proclamas y promesas de justicia social y deslumbrante prosperidad que la propaganda enunciaba; descrédito del que era expresión toda una famosa industria del chiste mordaz sobre el contraste entre aquellas proclamas y la mucho más prosaica realidad de la vida cotidiana en los países del Este[7]. El sistema, en cambio, pervivía, sostenido por la incapacidad general para imaginar su final. De Angela Merkel se ha contado alguna vez que, en su juventud en la República Democrática Alemana, simpatizó con movimientos que abogaban por un socialismo democrático[8]. La imaginación disidente llegaba con frecuencia solo hasta allá, capaz de fabular una transformación ambiciosa del sistema pero no de figurarse su reemplazo por uno completamente distinto, como el desafuero neoliberal que, sin embargo, acabaría alzándose sobre los escombros del Imperio soviético, apoyado con entusiasmo por aquellos antiguos opositores de izquierda.

Existe, desde luego, la posibilidad de que este recobramiento de la fe colectiva no sea duradero y remita en cuanto la pandemia lo haga, efímero como todas las modas espumosas de esta sociedad destellar. Pero se abren en cualquier caso oportunidades jugosas para una izquierda que sepa orientar sus velas hacia este viento, sea cual sea su fuerza y su duración; y también para la que entienda, de modo general, que lo vivido estos días, esta cuarentena que ha simplificado y homogeneizado nuestras existencias individuales, haciéndonos vivir a todos las mismas cosas, va a fijarse poderosamente en la memoria colectiva como hito generacional. En un tiempo de explosión individualista que multiplica las separaciones y nos atomiza en un babel de solipsismos dispares; de biografías ininteligibles las unas para las otras, carentes de referencias comunes porque cada cual se las busca que sean suyas e intransferibles, el virus, siquiera de manera provisional, las ha eliminado todas, alumbrando una multitud paradójica de aislados, espectadores de la misma película en lugar de consumidores de las infinitas opciones de unos multicines gigantescos. Como escribe Serge Halimi en un editorial de Le Monde Diplomatique en español —cita sobre cuya pista agradecemos a Juan Ponte habernos puesto—,

La mayoría de nosotros no hemos conocido de manera directa ni la guerra, ni golpes militares, ni toques de queda. Ahora bien, a finales de marzo, cerca de tres mil millones de habitantes estaban ya en cuarentena, muchos de ellos en condiciones extremadamente difíciles —no son escritores que se dedican a observar las camelias en flor en sus casas de campo—. Pase lo que pase en las próximas semanas, la crisis del coronavirus habrá constituido la primera angustia global de nuestras vidas: eso no se olvida[9].

No se olvidarán, no, estos meses; y por ello, podrán convertirse en el futuro en un venero de imágenes, de parábolas, al que acudir para armar discursos catequéticos o didácticos; dramaturgias sencillas de los sueños de justicia de la izquierda. Recordaremos o podremos recordar las calles sin coches, tomadas por peatones relajados, como aperitivo o expresión premonitoria de la revolución ecologista que necesitamos; a los viles mercachifles que especularon con stocks de mascarillas como ilustración de las aberraciones a que dan lugar los mercados desembridados; a los horrores sin cuento que hemos conocido que acontecen en las residencias de ancianos como a pinturas negras de una sociedad deshumanizada, despiadada con el débil y el dependiente; a la esperpéntica indignidad de los cayetanos de Núñez de Balboa atentando contra la salud pública como un botón de muestra de lo que Antonio Ariño y Juan Romero bautizaran como La secesión de los ricos. Habremos aprendido, y podremos explicarlo, el asunto complejo, irreductible a fórmulas simplonas, que es la libertad; cómo el nada en exceso que prescribían los filósofos griegos aplica también a este bien preciado que se marchita cuando se desregula, pues termina desembocándose en que la libertad individual conculque la social y la libertad del fuerte la del débil; en una competición entre libertades rivales por la que unos individuos expanden el perímetro de la suya a costa de la de otros. Que, en una pandemia, la libertad de unos de salir a hacer running o desplazarse a su segunda residencia pueda significar que otros pierdan no ya la libertad, sino la salud y hasta la vida, no es mala alegoría de cómo bajo la pandemia de avaricia que es el capitalismo la libertad de unos de amasar fortunas millonarias reduce la libertad de otros a la elección del color de sus cadenas, o ni a eso.

Podremos impartir lecciones, y las podremos impartir porque también las habremos recibido. Hay una entre ellas que no es ya una lección para una década, sino para un siglo: la justicia social no es un abracadabra. Existe una tendencia, entre las distintas familias de la izquierda, a creerlo así; a la devoción de las soluciones únicas resumibles en una palabra mágica: dependiendo de la cofradía, el Estado, la sociedad civil, la libertad… Cada cual alza su tótem y lo reverencia como a un bálsamo de Fierabrás, remediador de los males todos. Que tales panaceas son los padres es otra de las cosas que nos está mostrando esta pandemia que ha sido enfrentada en todas partes de la única manera posible: complejamente; con mixturas cambiantes de jarabes distintos que van desde la utilización de la capacidad logística del Ejército hasta la rebelión social contra medidas erradas del Gobierno, reconducidas después merced a esa presión. Aleccionados así, deberíamos salir de esta crisis desprendidos de viejas etiquetas limitadoras; socialistas de un socialismo nuevo que las refunda o, por mejor decir, las articule, de tal manera que nos disponga para ser a la vez, y según para qué, comunistas, socialdemócratas o anarquistas; ágiles anfibios de las distintas corrientes del socialismo que revigorizando la pata olvidada del trilema de 1789, la fraternidad vindicada por el inolvidable Antoni Domènech, afronten el desafío de reunir lo disgregado en la Primera Internacional. Que lo reúnan sin refundirlo, haciendo con aquellos pedazos lo que los japoneses con los de un jarrón resquebrajado mediante la técnica Kintsugi, que utilizando oro fundido reconstruye lo roto sin borrar sus fracturas, antes bien resaltándolas, volviéndolas hermosas y valiosas; áureo fulgor de un socialismo creativo y heterodoxo que disienta en primer lugar de sí mismo, que ensaye y que yerre, yerre y ensaye; y que, como propone Honneth, rescate de Dewey la idea de un end in view; de un fin siempre visible que exprese «que los fines no deberían ser entendidos como objetivos fijos, sino como magnitudes que deben adecuarse a las experiencias realizadas hasta cada momento» en lugar de constituirse como «un punto terminal, externo a las condiciones que llevaron hasta él»[10].

Kintsugi revolucionario para un siglo de desastres que va a exigir lo mejor de nosotros mismos: que el virus sirva, al menos, para eso.

Pablo Batalla Cueto (@pbcueto) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca. Dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de El Cuaderno. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

Notas

[1] De León, Daniel. (10 de noviembre de 1907). Notes on the Stuttgart Congress, VI: «The delegate from Australia», Daily People (Nueva York), vol. 8, núm. 133, pp. 2-3. Recuperado de: https://www.marxists.org/archive/deleon/pdf/1907/nov10_1907.pdf

[2] Boltanski, Luc, y Chiapello, Eve. (2002). El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid: Akal, p. 296.

[3] Cit. en Argandoña, Antonio. (25 de abril de 2013). Un error de la señora Thatcher, Economía, Ética y RSE. Recuperado de: https://blog.iese.edu/antonioargandona/2013/04/25/un-error-de-la-senora-thatcher/

[4] Gramsci, Antonio. (1971). El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Buenos Aires: Nueva Visión, p. 125.

[5] Caballero, Fátima. (2 de mayo de 2020). Ayuso insiste en que Madrid “despertó a España” y no dejó “a nadie atrás” en su primer discurso del Dos de mayo, ElDiario. Recuperado de: https://www.eldiario.es/madrid/Ayuso-Madrid-desperto-Espana-discurso_0_1022947808.html

[6] Esteban, Esteban. (2 de abril de 2020). Casado pide una paga extra para sanitarios y sueldo bruto para los trabajadores esenciales. El Confidencial. Recuperado de: https://www.elconfidencial.com/espana/2020-04-02/casado-paga-extra-sanitarios-servicios-esenciales-coronavirus_2530503/

[7] He aquí tres ejemplos rumanos: «¿Qué hay más frío que el agua fría en Rumanía? El agua caliente»; «Desde la primavera el nivel de vida se ha duplicado: antes teníamos hambre y frío y ahora sólo tenemos hambre»; «Un hombre va caminando por la calle en pleno invierno y se encuentra con la ventana abierta de un apartamento. Entonces grita: “¿Puede cerrar la ventana? Está usted enfriando la calle”», etcétera. Altares, Guillermo. (2018). Una lección olvidada: viajes por la historia de Europa, Barcelona: Tusquets, pp. 374-375.

[8] Gómez, Juan. (12 de mayo de 2013). Angela Merkel fue más afín al régimen comunista de lo que admite, dice un libro. El País. Recuperado de: https://elpais.com/internacional/2013/05/12/actualidad/1368374403_260254.html

[9] Halimi, Serge. (Abril de 2020). ¡Ahora mismo! Le Monde Diplomatique. Recuperado de: https://mondiplo.com/ahora-mismo

[10] Honneth, Axel. (2019). La idea del socialismo: una tentativa de actualización, Buenos Aires: Katz, p. 140. Una reseña de este libro escrita por este mismo autor en: https://elcuadernodigital.com/2020/01/03/de-nuevo-los-naranjos-del-lago-balaton/

Fotografía de Álvaro Minguito.