La batalla por definir el trumpismo. ¿Por qué los progresistas no logramos explicar el fenómeno Trump?

Las terribles imágenes de la marcha sobre Washington liderada por Donald Trump nos han recordado los peores momentos del siglo XX. El asalto al Capitolio muestra hasta dónde pueden llegar los movimientos nacional-populistas del Siglo XXI. Lo ocurrido en EE. UU. podría pasar en tantos otros rincones del mundo en cualquier momento. Estamos ante una reacción conservadora que supone una amenaza para la mayoría de las sociedades del planeta; sin embargo, a la mayoría de las personas preocupadas por sucesos como el de Washington aún nos cuesta comprender este fenómeno. Y, por desgracia, entre aquellos que sí conocen –o creen conocer– lo que está ocurriendo, existe una opinión más o menos generalizada, extendida al gran público, que presenta a estos movimientos como grupos de descerebrados manipulados por un líder populista. Este artículo de Carlos Hernández-Echevarría[i] publicado en eldiario.es la ejemplifica de forma clara. En él, se acusa a los seguidores de Trump –no enumeraremos todo el arsenal desplegado– de tener valores racistas, machistas, etcétera. Desde este prisma, los trumpistas actúan como actúan por poseer estos valores. Así pues, para el autor estos estadounidenses votan a Trump por hablarles directamente a ellos y defender sus valores. Deja a un lado las razones estructurales –como la economía–, habituales en las explicaciones y opiniones lanzadas durante este período electoral, para centrar su mirada en la cultura política de los seguidores de Trump. Por tanto, la decisión de votar al magnate neoyorquino no estaría marcada por el interés racional –voto económico– sino por su representación de los valores de la ‘América profunda’.

El análisis de los progresistas se hace desde una perspectiva de la cultura anterior a los avances académicos de las últimas décadas. En el paradigma ‘weberiano’ anterior, los valores eran los que determinaban las acciones de la ciudadanía. Los progresistas “asumen que la cultura moldea la acción suministrando los fines o valores últimos hacia los que ésta se dirige”[ii] defendiendo una visión unidireccional de la cultura, definiendo los valores presentes en los ciudadanos pertenecientes a una cultura política determinada según el sentido de su voto. Esta perspectiva dificulta la comprensión de un fenómeno tan complejo como el despertar del nacional-populismo, más en una época de cambio social, con la ciudadanía sumergida en un proceso de ‘desnacionalización’. Un período de culturas no asentadas, donde la ideología ejerce entre sus practicantes un “fuerte control sobre la acción” a la par que “enseña nuevos modos de acción”[iii]. En este contexto, el trumpismo aparece como una ideología común a un grupo de individuos que comparten un “conjunto de significados compartidos de la vida política”[iv] cada vez más amplio. Para comprender a qué nos enfrentamos necesitamos superar el paradigma clásico de la cultura política[v].

Según el profesor de la Universidad de Brown Michael Kennedy[vi], el lema “Make America Great Again” está arraigado en la conciencia de los trumpistas de una forma que no comprendemos en el resto de Occidente. Un ideal de ciudadanía, cada vez más común entre millones de estadounidenses, surgido como respuesta defensiva a la globalización. “Donald Trump cuenta la historia de un pasado mítico, el de los Estados Unidos de los años 50, una nación pura, victoriosa, próspera y segura –y no menos jerárquica–”[vii], siguiendo un storytelling que, en definitiva, reubica a la ciudadanía de los Estados Unidos para afrontar el reto de recuperar la grandeza antaño poseída por “la mejor nación del mundo para multitud de conservadores[viii]”. A partir de este punto, Kennedy acusa a las élites liberales –en concreto el ticket presidencial Biden-Harris– de dejar atrás los valores e ideales progresistas. De nuevo, aparecen los valores en el centro de la cuestión, pero aquí se abordan desde la perspectiva abierta por el texto de García y Lukes. Los demócratas renuncian a la lucha por la justicia social para abrazar las políticas de identidad por medio de la vicepresidenta electa Kamala Harris. El cambio de la agenda socioeconómica a la políticocultural[ix] deja el mundo de la ‘apariencia’ para tornarse real, tal como denunciaba Mark Lilla[x].

Kennedy plantea la situación política de los EE. UU. como una batalla cultural entre el proyecto de ‘renacionalización’ basado en el MAGA liderado por Trump y un partido demócrata que ha abandonado la lucha social para centrar su proyecto en la identidad. Como veremos a continuación, parte de los seguidores de Trump se definen como ‘desfavorecidos’, una ciudadanía que cree adquirir presencia por medio de su voto a Trump, expresando su sentido de pertenencia a la comunidad nacional en base a dicho voto. El movimiento que llevó a Trump a la Casa Blanca, conformado a partir de un rechazo a la creciente desigualdad del llamado ‘poder material’, ofrece ahora revertir el proceso iniciado tras el “traslado de las sedes de las principales empresas [que] dejaron las ciudades vacías y a los más desfavorecidos en una situación de abandono”[xi]. El proyecto político de Trump se edifica a través de una cultura política que se escapa a nuestro entendimiento.

“Let’s take back control” fue el principal lema de la campaña a favor del Brexit. Unas palabras que evocan un marco de un control por recuperar, sin especificar cuál es el control por recuperar. ¿Puede ser el control de la ciudadanía, de la democracia o de la nación? Desde la visión de los trumpistas, todas. Estamos ante ciudadanos que perciben no tener un control efectivo sobre el destino de sus vidas. Frente a este descontrol, reclaman exigencias defensivas –¿recordamos el muro?–  con objeto de proteger unos derechos sociales cada vez más menoscabados[xii] desde su punto de vista a causa la inmigración, las mujeres o China. Así, el trumpismo se podría entender como un intento de parte de la ciudadanía estadounidense –sobre todo blanca– de reubicarse en una nueva geografía política, pero también como una ideología que compite contra otras por convertirse en la predominante dentro de la sociedad estadounidense.

El seguimiento a Trump surge como una estrategia de acción defensiva frente a un cambio social que atemoriza a sus seguidores. Es una derivada del proteccionismo. Podemos hablar de una reacción contra la globalización –la vuelta a la nación mitificada de los cincuenta–, unos ciudadanos que se autoperciben como autorizados, pero no reconocidos, motivados a apoyar a Trump como respuesta al proceso de deslocalización enunciado por Sassen[xiii]. Unos invitados a la ‘fiesta’ de la protesta política no prevista. Estamos ante un país dividido y enfrentado en torno a múltiples temas que convergen en la idea de ciudadanía –con sus correspondientes valores– pregonada por Trump. Una lucha entre dos colectividades que comparten espacio y tiempo, pero no cultura.

“Somos la basura blanca de América y estamos con Trump”, manifiestan algunos seguidores de Trump, un grito que expresa la defensa de una cultura que se siente amenazada por los movimientos sociales y los liberales. El nacionalismo prevalece sobre el racismo, como señala el autor. De nuevo, encontramos el discurso de la ‘renacionalización’, aunque en esta ocasión el grito del fanático Trump nos invita a pensar más en un peligroso ‘Make America White Again’, antes que en el ya mencionado ‘Make America Great Again’. Los trumpistas de Pensilvania expresan la defensa de la cultura nacional, tal y como ellos la entienden. Una cultura que, según su perspectiva, solo es defendida por Trump, algo expresado por el propio presentador de la FOX Carl Tucker. Su apoyo a Trump se fundamenta en que él representa y defiende una cultura política en peligro, quedando la cuestión racista –los valores expresados por sus seguidores– en el alero.

Las carencias de la definición que los progresistas hacen del trumpismo y los movimientos reaccionarios surgidos alrededor del mundo en los últimos años dificulta la construcción de una estrategia para frenarlos. De Lakoff a Guillermo Fernández, encontramos un abanico de ideas para comprender el origen y desarrollo de esta serie de fenómenos. Debemos empezar por aceptar que la cuestión va más allá de la presencia de determinados valores, como los racistas o machistas. Reducirlos a fascismo o nazismo no va a servir para derrotarlos, ya que ello solo espolea la rabia de unos individuos que entienden su apoyo a Le Pen, Trump o Abascal como una estrategia de acción para ‘recuperar’ su condición de ciudadanía, una condición que sienten perdida o, incluso, arrebatada por los cambios sociales producidos en las últimas décadas. Esta sensación se entremezcla con las condiciones propias de los Estados Unidos, con el racismo como preocupante foco de conflicto.

La problemática en torno al significado de la identidad, la ciudadanía y la justicia social es respondida por los trumpistas de una forma profundamente antidemocrática. Desde la visión de los seguidores de Trump la defensa de la identidad blanca va unida a la defensa de los derechos sociales. La ‘renacionalización’ de Trump se puede expresar por sus seguidores en la protección de la ciudad local frente a la ciudad global desarrollada por Sassen. Todo en un mundo en continuo movimiento donde las culturas políticas encuentran dificultad para asentarse. Como desarrolla el geógrafo francés Christophe Gilluy[xiv] en No Society, los deplorables –término empleado por Clinton en las elecciones de 2016– han encontrado en populistas como Trump su paladín para defender su lugar en el mundo. Según Gilluy, la secesión de los ricos en metrópolis –ciudades globales– ha tenido como respuesta la expresión del ‘soft power’ de las clases medias y populares en el voto a populistas. La visión de Gilluy es interesante porque él defiende que las clases populares intentan recuperar su lugar como eje vertebrador de las sociedades occidentales de las posiciones periféricas de ciudadanía a las que se ven relegadas en las sociedades postnacionales.

Antes de concluir, ¿qué pueden hacer los progresistas frente a este fenómeno? En primer lugar, abandonar un análisis limitado a presentar a los trumpistas como individuos “tribulados por cambios que no comprenden, agazapados en un rincón con sus armas listas para disparar contra la utopía cosmopolita que los oprime: la hipérbole que deforma a los votantes de Donald Trump”[xv]. Es necesario comprender que la caricaturización solo agrava el problema. En segundo lugar, avanzar en un programa social que garantice un mínimo de dignidad a todos, integrando la identidad en él como nuevo significado de la ciudadanía. Por último, comprender que los análisis de Sassen, Sennet y otros autores en los albores del siglo XXI siguen estando vigentes, solo que la indignación se ha redefinido por la intensa acción política y social desde la ‘alt right’. Como hemos visto en EE. UU. tras la marcha sobre Washington, todo el edificio democrático, desde los derechos de las minorías hasta las grandes instituciones, está en juego. La invasión del Capitolio ha sido solo la primera muestra de que el trumpismo y el resto de movimientos seguirán acechando pese a que por el momento las urnas les impidan tomar el poder.

Dani Valdivia (@danivaldivia15) es sociólogo, politólogo y analista.

Notas

[i] Hernández-Echevarría, Carlos. (7 de noviembre de 2020). El trumpismo después de Trump: el líder ha sido derrotado, pero el movimiento no. Eldiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/internacional/elecciones-eeuu-2020/trumpismo-despues-trump-lider-sido-derrotado-movimiento-no_129_6394054.html

[ii] Swidler, A. (1996). La cultura en acción: símbolos y estrategias. Zona Abierta, 77-78, pp. 127-162.

[iii] Ibid., p. 150.

[iv] Morán, M. (1997). Sociedad, cultura y política: continuidad y novedad en el análisis cultura. Zona abierta, 77-79, pp. 1-30.

[v] Ibíd., p. 3.

[vi] Kennedy, M. (9 de noviembre de 2020). The culture politics defining the 2020 election. The progressive post. Recuperado de: https://progressivepost.eu/elections-analysis/the-cultural-politics-defining-the-2020-election

[vii] Semán, E. (2017). Trumpismo: una minoría de masas. Revista Nueva Sociedad, 248, pp 1-10.

[viii] Lakoff, G. (2016). Moral Politics: How Liberals and Conservatives think. Madrid: Capitán Swing.

[ix] García, S. y Lukes, S. (1999). Ciudadanía: justicia social, identidad y participación. Madrid: Siglo XXI.

[x] Sainz, K. (11 de mayo de 2018). Mark Lilla: “La retórica de la identidad abrió paso a los demagogos”. Voz Pópuli. Recuperado de: https://la-u.org/estado-poder-y-hegemonia-en-la-casa-de-papel-y-en-la-investidura/

[xi] Sassen, S. (2003). Reubicar la ciudadanía. Posibilidades emergentes en la nueva geografía política. En Sassen, S. Contrageografías de la globalización. Género y ciudadanía en circuitos transforentrizos. Madrid: Traficantes de Sueños.

[xii] García, S. y Lukes, S. (1999). Ciudadanía: justicia social, identidad y participación. Madrid: Siglo XXI.

[xiii] Sassen, S. (2003). Reubicar la ciudadanía. Posibilidades emergentes en la nueva geografía política. En Sassen, S. Contrageografías de la globalización. Género y ciudadanía en circuitos transforentrizos. Madrid: Traficantes de Sueños.

[xiv] Gilluy, C. (2018). No society: el fin de la clase media occidental. Madrid: Taurus.

[xv] Semán, E. (2017). Trumpismo: una minoría de masas. Revista Nueva Sociedad, 248, pp 1-10.

Fotografía de Miki Jourdan (CC BY-NC-ND 2.0).