La cultura de los invisibles

En estos tiempos tan extraños, de calles vacías y hospitales llenos, la cultura ha sido una constante, tanto en su presencia como en su ausencia. Los primeros días de encierro, cuando todavía pensábamos que sería algo breve, quienes no estaban saturados por las condiciones impuestas por el teletrabajo se apresuraban a hacer todo aquello que la antigua normalidad no les permitía: leer a diario o ponerse al día con las series y las películas pendientes. Incluso se aventuraban a pasear, desde la distancia, por las salas de museos que quizás nunca se atrevieron siquiera a pensar que visitarían. La vida, en pausa, ha dejado espacio para la vida, para todo aquello que hemos pospuesto y que, en una parte, estaba relacionado con la cultura. Y todo ello en un tiempo en el que la propia cultura también se ha visto frenada, limitada, primero, por el encierro y, después, por las medidas de desescalada.

En un primer momento, ante la incertidumbre, fueron muchas las que consideraron que podían seguir desempeñando su trabajo a través de las redes. Se llenaron entonces nuestros dispositivos de directos, y nuestras casas de música y recitales. Vimos mensajes que establecían paralelismos entre la poesía y el desinfectante, escuchamos a gente reivindicar la importancia de la cultura al verla como refugio en tiempos de adversidad. Incluso vivimos un apagón cultural, y algún que otro mensaje con el que pretenden hacer pasar la tortura por cultura.

Todas estas ideas y confrontaciones pertenecen, no obstante, a la antigua normalidad. La normalidad en la que la cultura es un sector precario, con contratos extremadamente estacionales, si es que los hay. La cultura de la normalidad a la que se mira con añoranza es la de los invisibles. La que sigue ensalzando a un solo nombre, obviando a todas las personas que hacen posible la experiencia cultural. Hablamos del equipo técnico, de acomodadoras, de tramoyistas. De personas que diseñan, que programan, que imprimen, que traducen y revisan, que preservan y conservan.  Y esto se evidencia en la llamada al apagón. La #huelgacultural surgió como reacción a las palabras del ministro de Cultura y Deporte. Y se hizo efectiva negando toda imagen o expresión cultural. Pero solo quienes ya eran visibles podían sumarse a esta huelga.

Como comentábamos, otro de los efectos de la pandemia, colateral a la pérdida de empleo pero también a la imposibilidad de salir de casa, ha sido un aumento de consumo de cultura. Los términos en los que se hablaba de este fenómeno traían ecos de las críticas que Adorno y Horkheimer hacían a la industria cultural[1]. A estos autores les preocupaba el papel que jugaba (juega) la cultura entendida como industria en tanto que esta perpetúa la alienación de quien trabaja, esclavizándole también en su tiempo de ocio. Llevado al extremo en la figura del prosumidor[2], la romantización del encierro como un espacio para trabajar sin distracciones, para ser creativos, nos devuelve una vez más a las preocupaciones expuestas por este texto que pertenece a una realidad ajena a guantes y mascarillas. Nos remite, además, a la eterna confrontación entre entretenimiento y Cultura.

La vieja normalidad trabaja con esta confrontación como quien esgrime un arma de doble filo: para quienes ven en la cultura una forma de pensamiento, el compararla con un pasatiempo es casi un insulto, mientras que otras intentan defender que no hay nada malo en la diversión sin pretensión. Y aquí vuelven los fantasmas que pueblan el sentido común de la vieja normalidad: este careo no es natural, sino que se desprende de la propia concepción de cultura que manejamos y que, recordemos, no viene dada ni es una constante. Volveremos a esta idea más adelante, cuando desvelemos los etéreos de la normalidad de la que nos despedimos.

Existe un tercer factor que ha formado parte del debate en esta etapa de transición confinada. Muchas de las personas que se dedican al sector de la cultura han decidido compartir su trabajo. Lo han hecho de manera gratuita, como si fuese su responsabilidad, su pequeña gran contribución. Y esto ha despertado otro debate: ¿debe la cultura ser gratuita?

La respuesta es sencilla: no. La cultura no puede ser gratuita, porque las trabajadoras de este ámbito también necesitan que su actividad sea remunerada y, en este contexto, solo puede permitirse el distribuir contenido sin coste alguno quien lo plantea como una estrategia de marketing. Pero sí puede, y debe, ser libre. Libre en el sentido en el que se utiliza para el software: que sea accesible y se permita su uso y, además, que pueda modificarse y reutilizarse para democratizarla, expandirla y consolidarla.

Pero cuando hablo de la cultura de los invisibles no me refiero únicamente a aquellas personas cuyos nombres aparecen diminutos en los títulos de crédito, aunque está relacionado con ello. Nuestra normalidad antes del coronavirus seguía siendo la de la estética de la creación, aquella en la que se entiende la cultura en relación con el acto de creación de la misma. Esta teoría, que pasa por sentido común en el sentido gramsciano[3], es en realidad un reflejo directo de la huella que el idealismo y el romanticismo han dejado en nuestra forma de relacionarnos con lo estético. Lo mismo ocurre con otros fenómenos que determinan, por ejemplo, nuestro rechazo a interpretar el entretenimiento como parte de esa parte de la cultura que identificamos con el Arte (división que viene, dicho sea de paso, de la misma época), y que tiene mucho que ver con la obra como finalidad sin fin y con la idea de desinterés estético[4]. Hemos sido, sin saberlo, profundamente kantianos.

Con esto quiero decir que nuestra manera de relacionarnos con la cultura no es la única posible, aunque así lo parezca. También en lo estético hay una correlación entre base y superestructura, de la que se deriva nuestra manera de relacionarnos con la vivencia estética y con cada uno de los elementos que participan de ella. El estado de alarma ha pegado un pequeño tirón del velo, mostrándonos las costuras en lo que tiene de disruptivo.

Y, de pronto, empezamos a ver todos los invisibles de la experiencia estética. O podemos llegar a hacerlo, si fijamos bien la vista y analizamos con detenimiento. Nos damos cuenta de que, como plantea Paolo Pedercini[5], la nueva realidad ha hecho que dispongamos de los medios de producción: hoy se trata de tomar los medios de distribución[6]. Cada vez más personas tienen acceso a herramientas de creación. Se puede hacer música sin apenas recursos, se pueden crear juegos de la misma manera, se puede hacer poesía online. Pero la forma de distribuir dicho contenido no se ha democratizado de la misma manera, y seguimos dependiendo de plataformas cerradas donde la posibilidad de compartir nuestro trabajo sigue atendiendo a los requerimientos del mercado.

Nos hacemos conscientes, también, de que los espacios han cambiado. De pronto, las artes escénicas empiezan a ofrecer espectáculos online, trasladando su decorado a salas de Zoom[7]. Miramos al pasado, buscando otros espacios seguros: los que ofrece nuestro vehículo en las salas de autocine, reconvertidas en espacios para disfrutar también de la música sin poner en riesgo nuestra salud, o el espacio abierto que ofrece la calle y que no entiende de porcentajes pero sí de distancia social. Miramos al futuro que ya es presente, en el que Travis Scott da un concierto en Fortnite que reúne a 12,3 millones de espectadores, dinamitando tanto el espacio como la concepción del propio intérprete, al mismo tiempo que la idea de la audiencia –que se transforma en personas que no solo miran, sino que juegan[8].

Así, abruptamente, empezamos a preguntarnos cómo vamos a sobrevivir a la cultura sin su audiencia, cuando hasta hace bien poco la audiencia tenía un papel pasivo en la interpretación de la cultura. Empezamos no ya a pensar en una estética de la recepción –algo que se consideraba en las reflexiones sobre la cultura, pero que no había conseguido integrarse en el sentido común– sino en una estética de la participación, muy cercana a lo que planteaba Sánchez Vázquez en sus escritos de finales de los 90[9].

La crisis de la COVID-19 ha dado lugar a muchas preguntas: ¿cómo se hace un concierto sin público? ¿Cómo se hace teatro si no hay un espacio compartido, personas que actúan? Pero estas preguntas solo son aplicables a la vieja normalidad, solo se formulan mirando hacia ella mientras buscan la respuesta en los tiempos pasados, como si la respuesta fuese una constante en lugar de una variable. Por eso, la pregunta adecuada nunca empieza con un cómo volver. La nueva normalidad nos da la posibilidad de ir más allá de lo evidente y empezar a cuestionarnos elementos que, imbuidos en el ritmo vertiginoso de la vieja normalidad, eran incuestionables. Y no porque nadie se hubiese parado a replantearlos, sino porque los ritmos, los tiempos y, sobre todo, las necesidades de las gentes de la cultura no admitían grandes espacios para la experimentación.

Pero ahora podemos hacernos esas preguntas. La cultura siempre se ha caracterizado por su manera de mostrar, de representar, de desvelar. Permitamos que, en esta nueva normalidad, la cultura se desvele a sí misma, a sus invisibles.

Paula Velasco (@PaluVelasco) es doctora en Filosofía y profesora en la Universidad de Sevilla.

Notas

[1] Horkheimer, M., & Adorno, T. (1988). La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas. Se puede encontrar una versión de este texto en el siguiente enlace: https://www.infoamerica.org/documentos_pdf/adorno_horkheimer.pdf

[2] Carmona, J. O. I. (2008). El prosumidor. El actor comunicativo de la sociedad de la ubicuidad. Palabra clave11(1).

[3] Gramsci, Antonio; Sacristán, Manuel. Antonio Gramsci. Antología. Siglo XXI, 1978.

[4] Kant, I., & García Morente, M. (2009). Critica del juicio (Decimotercera edición, segunda en esta presentación). Madrid: Espasa Calpe.

[5] Paolo Pedercini es profesor en la Carnegie Mellon University y, además, diseña juegos que él mismo define como juegos de guerrilla. Más información en su web personal: http://paolo.molleindustria.org/

[6] Barad, Matthew. (12 de Agosto de 2019). Seize of Means of Distribution. Medium. Recuperado de:  https://medium.com/@m.boop127/seize-the-means-of-distribution-ab931b41168e

[7] Véase, por ejemplo, la iniciativa #AbadíaConfinada del Teatro de la Abadía, que cuenta con obras pensadas específicamente para este formato, tales como Estación espacial, de Álex Peña, Alberto Cortés y Rosa Romero.

[8] No es la primera vez que se da una experiencia así y, por lo tanto, no podemos asumir que la práctica deriva de estos tiempos: el año pasado Marshmello tuvo una audiencia de 10,3 millones.

[9] Sánchez Vázquez, A. (2005). De la estética de la recepción a una estética de la participación. México: FFyLetras/UNAM.

Fotografía de Álvaro Minguito.