Cuando uno ve la película de Manolito Gafotas, observa un barrio decadente pero muy vivo. Los acordes de Campanera suenan entre las calles que rodean el entorno donde una vez estuvo la icónica cárcel de Carabanchel. Cuatro niños manchados de tierra se tumban en el suelo, mientras alguien desde su celda les saluda con un paño blanco. Son imágenes de madres con delantal, edificios ruinosos y abuelos bebiendo mosto en los bares. Es el reflejo de una nación oculta: la España de las periferias, los descampados y los sueños en la playa. Esta España todavía existe, pero convive con otra más pudiente. Una que habita en la periferia, sí, pero en urbanizaciones con piscina y garaje; sus hijos ya no sueñan con playas, pues las conocen de sobra, sino que aspiran a vivir una experiencia Erasmus en Bélgica o Polonia. Y a veces, lo que separa una realidad de otra es una simple calle. Lo saben quienes han visto cómo en sus barrios se levantaban nuevas avenidas y enormes edificaciones, aisladas del centro de la ciudad, pero pintadas en cierta riqueza impostada que chocaba con el abandono de las antiguas barriadas.
La convivencia de estas dos realidades es una de las muchas contradicciones de la sociedad de clases. Pero es, sobre todo, el reflejo de la fragmentación del proletariado. El sistema capitalista está en plena revolución digital, la brecha entre el trabajo manual e intelectual se acentúa, la precariedad se convierte en la característica habitual de la búsqueda de empleo; y en medio de este caos económico, la sociedad de consumo se fortalece mientras la agonía del Estado del bienestar continúa. Todas estas transformaciones económicas obligan a la izquierda a prestar atención a las contradicciones que afectan al proletariado, su desmovilización y la evidente complejidad de la sociedad de clases[1].
Se ha escrito mucho sobre la clase trabajadora. Desde que Marx y Engels publicaron el Manifiesto Comunista en 1848, uno de los grandes debates del movimiento obrero fue, precisamente, la delimitación de su propia identidad. La revolución industrial, el crecimiento de las nuevas clases medias y la progresiva desaparición del campesinado obligaron a los partidos socialdemócratas de principios del siglo XX a plantear nuevas estrategias. Sin embargo, de aquella guía científica del marxismo apenas quedan ciertos ecos históricos que convierten a los autores del movimiento obrero en meras influencias difusas. Y es en momentos de crisis cuando sus obras resucitan y comienza un nuevo ciclo de debate en torno a las estrategias políticas del proletariado. Aunque no siempre con el resultado deseado.
Desde hace unos años, han empezado a surgir nuevas voces que se reivindican como los legítimos sucesores del materialismo histórico. Apelando a la obra de Marx, Engels y sus sucesores —como Lenin, Luxemburgo y Gramsci— se convierten en el nuevo azote del neoliberalismo, pero también, y muy especialmente, de la izquierda progresista. A través de sus publicaciones, reivindican una especie de nueva conciencia obrera —el neomaterialismo[2]— que, sin salirse de la clásica reforma social, daría lugar a una izquierda más economicista y supuestamente centrada en las reivindicaciones del proletariado. El enemigo de la emancipación obrera ya no solo se escondía en la derecha liberal, sino también en la izquierda posmoderna, que habría abandonado las demandas de la clase trabajadora en favor de otros programas políticos como el feminismo o las libertades sexuales.
Si bien creo que hay ciertas premisas interesantes dentro de esta izquierda neomaterialista —en especial, en lo que respecta a la deriva liberal de la izquierda socialdemócrata desde la Tercera Vía de Tony Blair[3]—, las conclusiones a las que llega son, cuanto menos, una aberración política. No solo porque, en su idea de denunciar la fragmentación del proletariado, construyen una especie de esencialismo obrero —obrerismo— incompatible con el análisis materialista del socialismo; también porque, en su intento de desenmascarar la ideología neoliberal, terminan por articular discursos propios de la ultraderecha en torno a la familia, los derechos de la mujer o las políticas migratorias.
Desde el progresismo, se ha hecho bien en señalar las contradicciones del discurso neomaterialista. Sin embargo, asusta pensar que en ciertas formaciones izquierdistas —ya sean comunistas o socialdemócratas— haya conseguido arraigar semejante relato. No solo por el riesgo que implica asumir como cierto un discurso que vierte odio sobre minorías y otros colectivos sociales, sino por repetir los mismos errores que provocaron la ruptura de numerosas organizaciones obreras a principios del siglo XX. Porque este no es un problema nuevo, ni mucho menos, sino que forma parte de la historia del movimiento obrero. Una de las muchas razones que motivaron la ruptura de la Segunda Internacional entre comunistas y socialdemócratas fue, precisamente, el debate sobre la inclinación economicista de ciertos partidos europeos. Eric Hobsbawm —uno de los grandes historiadores marxistas del siglo XX— advirtió una deriva similar dentro del movimiento obrero inglés en los años 70. Según argumentó, la corriente economicista del sindicalismo británico sirvió de excusa para el triunfo del neoliberalismo de Margaret Tatcher. El identitarismo proletario —que solo parecía preocuparse por la presión económica de los trabajadores manuales— aisló al movimiento obrero, borrando toda capacidad de transformación social y enfrentando a los trabajadores entre sí[4].
Es fácil hablar de la clase asalariada. Sirve como una especie de comodín con el que fingir cierta profundidad en los relatos políticos y académicos. Algunas veces, se apela a ella para llenar de folclore una idea progresista; otras, se convierte en un saco de boxeo sobre el que verter las frustraciones electorales de una parte de la izquierda. Pero uno no puede evitar preguntarse de qué manera puede la clase trabajadora participar en su propia emancipación, si la desmovilización y la heterogeneidad de su experiencia personal —es decir, la manera en que el capital económico, social y cultural se manifiesta en las distintas capas del proletariado— parecen, a primera vista, un impedimento para su toma de conciencia.
Uno de los grandes triunfos del movimiento progresista —especialmente del feminismo— es la idea de la representatividad[5]: hacer de nuestros líderes un espejo de la sociedad, donde la experiencia refuerce las políticas públicas y permita que la brecha entre el pueblo y las instituciones se reduzca. Pero se hace difícil la representación cuando hablamos de un proletariado cuya riqueza se manifiesta de manera desigual entre sus distintas capas sociales. Uno puede pensar en una idea trágica de la clase trabajadora; la clásica imagen de Carabanchel, con ropa tendida en los balcones y niños que visten ropa heredada de sus primos y hermanos mayores. La infancia castiza de Manolito Gafotas, de la que muchos sentirán apego y nostalgia. Pero si uno se da una vuelta por su barrio, descubrirá que allí donde Manolito y sus amigos solían jugar —el parque del ahorcado—, ahora se levantan algunas de las calles más caras de la ciudad. El delirio económico de la burbuja inmobiliaria transformó la imagen colectiva del proletariado. Ya no había obreros de fábrica, sino familias de clase media con piscina y terraza. La época de las grandes movilizaciones sindicales eran cosa del pasado. Sus hijos podían ir a la universidad, soñar con una vida mejor. Pero aquello no era más que una simple ilusión. Seguían siendo clase trabajadora, no por la cantidad de riqueza que acumulaban mediante el salario, sino por el salario en sí. En palabras de Karl Kautsky —uno de los grandes teóricos de la Segunda Internacional, pese al escepticismo de buena parte del leninismo—, la clase trabajadora no se define por su posición económica, sino por la incertidumbre de su medio de vida: el trabajo[6].
Pero desde la izquierda neomaterialista —o reaccionaria, si se prefiere— se suele limitar la identidad obrera a un relato de precariedad y pobreza, ignorando los antagonismos que atraviesan al proletariado, no solo en cuanto a su riqueza, sino también en otros aspectos como el género, la nacionalidad, la raza o la identidad sexual. Incluso, hacen uso de ese relato para justificar su —mediocre— discurso a través de libros, artículos o comentarios en redes, que buscan atacar las presuntas incoherencias de la izquierda progresista. Y es ahí donde el concepto de la representatividad se vuelve contra la nueva ola de jóvenes académicos que escriben sobre la clase trabajadora; como ellos mismos argumentan, de qué manera puede alguien discutir sobre la precariedad si ni siquiera es conocedor de ella. Personalmente, entiendo que la gente pueda mostrar desconfianza ante el enésimo doctorando en ciencias sociales que escribe sobre las tareas del proletariado desde una prestigiosa universidad europea. Pero creo necesario advertir de los peligros que esconde el relato trágico de la izquierda reaccionaria, como es la negación de la heterogeneidad y las contradicciones del proletariado, convirtiendo al obrero en una identidad esencialista que no busca su abolición como clase, sino la simple convivencia entre este y la burguesía en un nuevo capitalismo social.
Como ya he remarcado al principio, el problema de la fragmentación del proletariado surge de las contradicciones de la producción capitalista. Mientras una parte de la clase trabajadora todavía puede disfrutar de las migajas del Estado del bienestar, la otra apenas sobrevive a la precariedad, sintiéndose ajena a toda acción política. Y esta brecha económica supone un verdadero obstáculo para construir una mayoría social que haga del socialismo una realidad política y económica. Desde la izquierda progresista se empieza a debatir un nuevo programa obrero que, irónicamente, también recoge ciertas premisas del obrerismo antes mencionado: la construcción de un nuevo Estado del bienestar que cumpla con la movilidad social. De nuevo, se parte de una simplificación de la sociedad de clases, y la lucha del proletariado se reduce a un programa economicista. Cuando la izquierda progresista reivindica el ascensor social como proyecto económico, en realidad, está asumiendo la reproducción política del sistema de clases[7]. Es entonces cuando el nuevo Estado social se convierte en un sálvese quien pueda que mantiene las diferencias socioeconómicas dentro del proletariado e impide la construcción de un sujeto político activo.
Por supuesto que la reforma social es una política fundamental para la conciencia obrera, pues actúa directamente en sus condiciones laborales y su bienestar económico. Pero no puede sustituir la transformación social, ya que la reforma, al actuar dentro de los márgenes del capitalismo, no es capaz de superarlo[8]. Con cada ciclo económico, la desigualdad se acentúa, y no solamente entre la burguesía y el proletariado, sino también dentro del mismo proletariado. Las capas sociales más altas soñarán con la riqueza y el bienestar de los más ricos, a costa de mantener a los grupos sociales más desfavorecidos alejados de toda acción política y posibilidad de emancipación. Por ello, es importante hacer de la clase trabajadora un sujeto activo que dialogue consigo misma y supere las contradicciones de su movimiento; construir una identidad obrera que se reconozca a sí misma y, a la vez, que aspire a su propia abolición con el fin de la sociedad de clases y la producción capitalista; hacer un nuevo programa social que hable con la clase trabajadora y no sobre ella. Así, y solo mediante la reconciliación entre la reforma y la revolución, se puede apostar por un proyecto político que aspire a la plena libertad de toda la humanidad.
Javier Verdejo (@Javier_VR99) es estudiante de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid.
Notas
[1] Aja Valle, J., & Sánchez Iglesias, E. (2020). El análisis de clase marxista en la era de la precariedad y la flexibilidad. Cuadernos de Relaciones Laborales, 38, pp. 145-165
[2] Duval, Elizabeth. (2021). Después de lo trans: Sexo y género entre la izquierda y lo identitario. Madrid: La Caja Books.
[3] Przeworski, Adam. (2001). ¿Cuántas terceras vías puede haber? Nueva York: Network, Oxford University.
[4] Hobsbawm, Eric. (2000). La izquierda y la política de la identidad. New left review, pp. 114-125
[5] Pitkin, Hanna F. (1985). El concepto de representación. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
[6] Kautsky, Karl (2000). El Programa de Erfurt. Recuperado de: https://www.marxists.org/archive/kautsky/1892/erfurt/
[7] Sandel, Michael J. (2020). La tiranía del mérito. Editorial Debate.
[8] Luxemburgo, Rosa. (2016). Reforma o Revolución. Madrid: Ediciones Akal.
Fotografía de Álvaro Minguito