La identidad de género y el demos

A principios de este mes podíamos leer cómo el gobierno de Argentina declaraba un cupo laboral para garantizar la inclusión de las personas trans en el mercado laboral. La propia subsecretaria de Políticas de Diversidad del Ministerio de las Mujeres reconocía cómo las personas trans son un sector de la población terriblemente marginado y estigmatizado[1]. Esta exclusión tiene sus raíces en un modelo social que solo acepta las identidades que se adecúan al binomio hombre-mujer. Ahora bien, ¿las reformas legales son suficientes para evolucionar hacia una sociedad no-binaria? Podemos estar seguros de que estas van a favorecer la inclusión de las personas no-binarias, pero ni mucho menos podemos afirmar categóricamente que la estrategia política de la representación deba ser el centro de las reivindicaciones feministas. En este artículo analizaremos las claves de las relaciones entre identidad y representación, viendo cómo es incompatible que en nuestras democracias se consiga una total inclusión de las identidades sexuales y de género que se salen de los modelos cisheteronormativos.

Lo primero que tenemos que preguntarnos si queremos investigar las relaciones entre las diferentes identidades y la representación política es lo siguiente: ¿qué es la identidad y qué sentidos de “identidad” nos interesan? En filosofía, este concepto se suele definir a partir del principio de identidad, que es aquel según el cual toda cosa es igual a ella misma[2]. No obstante, a nosotros nos interesa el sentido de identidad que tiene que ver con la persona, y John Locke fue el primero en dar una definición del mismo en el siglo XVII enunciando que lo fundamental de la persona reside en que “cada quien es para sí mismo aquello que llama sí mismo, sin que se considere en este caso si el mismo sí mismo continúa en la misma o en diversas sustancias”[3]. Esta frase que puede parecer un tanto oscura, simplemente quiere decir que la identidad personal reside en la capacidad que cada uno tiene de reconocer lo que siente, desea, hace o piensa como algo propio (esto es la llamada mismidad). Por tanto, la identidad de la persona no dependería de lo biológico; el pelo se cae, puedo perder o ganar peso, puedo estar o no estar enfermo, y aun así yo seguiría siendo la misma persona porque aquella capacidad permanecería intacta. En cierta manera esta formulación puede recordar al principio de identidad que definíamos a comienzos de párrafo, y esa es la crítica que Paul Ricoeur, filósofo francés del siglo XX, le hace a Locke. Para él, la definición de la identidad personal de Locke no llega al núcleo fundamental de la persona, que para él es la ipseidad (Ricoeur la opone a la mismidad lockeana). Ricoeur sostiene que la mismidad es una característica de los objetos inanimados o de los sucesos que no pueden auto-atribuirse una narración (como, por ejemplo, un zapato o la guerra de Corea), mientras que la ipseidad tendría que ver con la reflexión que una persona hace sobre sí misma. Además, y aquí viene una de las  claves de este artículo, Ricoeur señala cómo una de las características principales de la ipseidad es que el sí mismo no se conoce de un modo inmediato sino indirectamente, mediante el rodeo de toda clase de signos culturales que nos llevan a sostener que nuestros actos se encuentran mediatizados por las demás personas[4]. ¿Esto qué quiere decir? Que lo crucial de la identidad personal no recae en que tengamos una conciencia todopoderosa que haga que reconozcamos nuestros estados mentales como propios, sino que a través de la interacción con el mundo y con el resto de personas nosotros construimos nuestra identidad apropiándonos de símbolos culturales que nosotros elegimos. En otras palabras, nosotros construimos nuestra identidad condicionados por el medio cultural y social en el que nos movemos.

Ahora bien, ¿y la identidad de género? ¿tiene que ver con la identidad personal? ¿qué es y cuándo surge este término? Pues bien, no será hasta 1972 cuando Ann Oakley postule el concepto de identidad de género, definiéndolo como una construcción social a partir de un sexo dado por naturaleza. Esta es una definición del género constructivista que alejó a las ciencias sociales de posturas que afirmaban que el género era el efecto de una causa natural o de una esencia masculina/femenina[5]. No obstante, esta postura no nos dice nada acerca de las notas constitutivas del género, puesto que reducir el mismo a un conjunto de notas socioculturales es algo imposible (mirando a la realidad nos damos cuenta de cómo hay muchas formas de vivir en un cuerpo y de cómo no hay notas distintivas de lo que es “ser hombre” o “ser mujer”).

A partir de Oakley los roles de género han sido percibidos cada vez más arbitrarios, hasta llegar a Judith Butler, la autora que terminó de deshacer el género. Para ella hay muchas formas de ser hombre y de ser mujer, y este hecho hace que el binarismo se muestre insuficiente a la hora de dar respuesta a las múltiples identidades que existen en el mundo. El género, para ella, se construiría a partir de una vivencia que una persona experimenta y que hace que interprete su cuerpo de una forma que ni mucho menos está predeterminada. La identidad de género sería performativa, algo meramente teatral y lingüístico que se somete a constante interpretación por los demás. Además, sí que podemos decir que la construcción de nuestra identidad personal va ligada a la construcción de nuestro género puesto que, siguiendo con Butler, las personas “solo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género”[6]. Esto quiere decir que, bajo el binarismo, solo podemos comprender la identidad de una persona cuando se adapta a las categorías de “hombre” o “mujer”. Enlazando con Ricoeur, esta construcción del género está también condicionada por la figura de los otros, y si los otros no toleran a las personas que no se ajustan a los cánones del binarismo, evidentemente estaríamos frente a un caso donde el medio sociocultural cercenaría la libertad que una persona posee para construir su género, un hecho más que frecuente que perpetúa día a día graves problemas mentales como la disforia.

Entonces, una vez hemos aclarado los principales aspectos de la identidad personal y del género, lo que tenemos es que el género se constituye como un constante hacer expresivo respecto a las demás personas, y ese hacer a la vez configura paradójicamente el género de uno mismo. Este, consecuentemente, no sería un hecho ni una esencia, sino que lo configurarían las diferentes expresiones de género sin las cuales no existiría género alguno. Asimismo, los cambios biológicos que sufra una persona tampoco determinarían su identidad de género puesto que, enlazando con las reflexiones de Locke, el género se caracteriza por su fenomenología, es decir, el género se vive, y esto va ligado a la capacidad de la que hablaba el filósofo inglés de que cada uno podemos reconocer como propio lo que sentimos en todo momento de nuestra vida. Con todo eso, ¿las reivindicaciones políticas en la democracia representativa son suficientes para terminar con el binarismo? ¿Hacer presentes las voces de las personas trans a través del cupo laboral argentino u otras leyes es el camino para acabar con el binarismo? Prima facie puede parecer algo absurdo.

Cada uno de nosotros pertenecemos a ciertos colectivos, y estos están relacionados con determinados intereses, valores y expresiones (el colectivo de jubilados, el de las personas no-binarias, el de los ciclistas, el de los animalistas…); y, a su vez, estos colectivos están en constante búsqueda de representación política. Las naciones se originaron para integrar a diferentes personas de diferentes colectivos pero con características en común, y ellas pasarían a compartir el título de ciudadanos. Es cierto que, actualmente, el sistema político de la mayoría de las comunidades modernas es la democracia, el gobierno del pueblo, del demos. Sin embargo, la democracia esconde un problema: el demos tiene que estar definido inicialmente bajo un esquema selectivo que establezca quiénes pertenecen y quiénes no forman parte del mismo con el objetivo de delimitar el espacio político. Para ello, hay que definir quiénes caben dentro de un Estado determinado y quiénes no, por lo que se conforman ciertos referentes culturales y normativos que sirven de criba para configurar el demos de un gobierno: tener un lenguaje común, unas leyes compartidas, una jerarquía de valores[7]… De esta forma, la identidad de un individuo queda definida, además, por las estructuras formales del Estado que delimitan qué sujetos se verán afectados por las resoluciones políticas de un gobierno. Y una de estas estructuras formales es el binarismo, que hace que el colectivo de las personas no-binarias no se vea representado puesto que no se vuelve inteligible bajo los parámetros culturales hegemónicos de nuestra sociedad contemporánea binaria.

Por ende, debemos poner sobre la mesa un nuevo modelo de democracia radical como el que proponen Laclau o Mouffe, un modelo donde toda identidad juegue un papel crucial en la toma de decisiones políticas. Esto implica que poco a poco se fuera fraguando una nueva noción de demos que abrace las diferencias y la diversidad, y que ni mucho menos sea excluyente. No se buscaría la “tolerancia” o la “aceptación social”, sino el reconocimiento de las diversas identidades, orientaciones sexuales y expresiones de género. De esta forma, paulatinamente se iría construyendo un nuevo orden simbólico que fuera dando forma a un demos libre de las opresiones y exclusiones propias de la democracia representativa[8]. Por tanto, el objetivo principal no sería una ampliación de los derechos, puesto que son los propios derechos los que perpetúan las categorías relacionales cisheterosexuales. El cupo laboral argentino como medida para paliar el sufrimiento a corto plazo de las personas trans tiene todo el sentido del mundo, pero a largo plazo sería inefectivo puesto que lo que subyace a esa ley es la asunción de la diferencia y la jerarquía social de género, donde las personas cis se sitúan en un escalafón social superior al de las trans. Y es que para avanzar hacia una sociedad donde “la construcción variable de la identidad sea un requisito metodológico y normativo”[9] no bastaría con desarrollar leyes, dado que por muchas leyes que haya para aumentar la representación de un colectivo, si la identidad del mismo no es bien acogida por los esquemas formales de la sociedad en cuestión (esquemas nacionalistas, binarios, neoliberales…) este colectivo se quedará fuera del demos y nunca conseguirá ningún cambio sustancial en su situación cotidiana.

A modo de conclusión, podemos decir que el ser humano no forja su identidad a partir de una libertad omnipotente, sino que los grupos sociales en los que nos movemos influyen en la construcción libre pero condicionada de nuestra persona. Existe una dialéctica entre el otro y la conciencia propia, y esa es la clave de la formación de nuestra identidad. Es evidente que una política de representación que asegure leyes como el cupo laboral para las personas trans es una buena medida transitoria, pero este tipo de políticas no son suficientes mientras, por ejemplo, la sociedad siga pensando que los roles de género no son azarosos y que hay una definición clara y unificada de lo que es “ser mujer” o “ser hombre”. Necesitamos una educación y un modelo de democracia radical que nos aleje de los fantasmas del binarismo y que forme a las futuras generaciones bajo la premisa de que la manera de vivir un cuerpo no tiene por qué ser binaria, sino variable y diversa, tal y como la cultura humana y los individuos que la componen lo son.

Alejandro Vizcaíno es graduado en Filosofía por la Universidad de Murcia. Actualmente estudia el máster de Estudios Avanzados en Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y este año empezará a colaborar con el grupo de investigación Cuerpo, lenguaje y poder.

Notas

[1] Gobierno de Argentina. (4 de  septiembre de 2020). El presidente de la Nación decretó el Cupo Laboral Travesti Trans en el Sector Público Nacional. Recuperado de: https://www.argentina.gob.ar/noticias/el-presidente-de-la-nacion-decreto-el-cupo-laboral-travesti-trans-en-el-sector-publico

[2] Ferrater Mora, J. (1964). Diccionario de filosofía, Tomo I. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, p.903.

[3] Locke, J. (1690). Ensayo sobre el entendimiento humano. México: Fondo de Cultura Económica, p.318.

[4] Ricoeur, P. (1999). Historia y narratividad. Barcelona: Paidós, p. 227.

[5] Dorlin, E. (2008). Sexe, genre et sexualités. Paris: Puf, p. 38.

[6] Butler, J. (1990). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós, p. 70.

[7] Cardona, E. Roberto & Bárcena, S. Arturo. (2013). “Identidad y representación política. Reflexiones contemporáneas”, En-Claves del pensamiento, núm. 17, pp. 73-74.

[8] Duque Acosta, C. Andrés. (2010). “Judith Butler: performatividad de género y política democrática radical”, La manzana de la discordia, Vol. 5, p. 31.

[9] Butler, J. (1990). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós, p. 53.

Fotografía de Álvaro Minguito.