La insolencia del delfín

Es casi un axioma politológico, y en la izquierda, parece verificarse con singular pertinacia: las sucesiones nunca son fáciles. Lo son todavía menos cuando el jefe saliente dimite sin querer dimitir, obligado por las circunstancias, pero espera controlar estrechamente, entre bambalinas, a un sucesor que termina por hacer valer su autonomía y su voz propia. Lo que podríamos llamar la insolencia del delfín ha ocurrido muchas veces y en muchos partidos. Pero tal vez sea, en España, el ejemplo más claro el choque entre Gerardo Iglesias y Santiago Carrillo que, en los años ochenta, enturbió la fundación de Izquierda Unida.

«Hacer de un partido comunista un partido progresista, en connivencia con la Banca y el capital privado, es hacer un partido socialista, y para eso que se vayan al PSOE»[1]. Corren el año 1986 y una campaña electoral y habla Carrillo, a la sazón secretario general del Partido de los Trabajadores de España-Unidad Comunista, escisión del PCE. Se refiere a la recién nacida IU: una plataforma de partidos progresistas que concretaba la política de convergencia que, desde 1984, impulsaba Gerardo Iglesias, secretario general del PCE desde diciembre de 1982. Año electoral también aquel, que se había saldado con una dolorosa debacle para el partido, que había obligado a Carrillo a dimitir: apenas un cuatro por ciento de los votos y una caída de 19 escaños desde los 23 de 1979, hasta los solo cuatro. Se hacía imperioso reinventar un partido agotado, que fuera capaz de nuevo, como lo había sido durante el franquismo, de unir todo lo que de izquierda verdadera hay en la sociedad» en un momento en que esta se había «complejizado enormemente»[2]. Ello pasaba por tejer alianzas y también por lo que la revista Nuestra Bandera razonaba de este modo en su número 122, el primero del año 1984: «La naturaleza de un partido comunista de masas en la España actual presenta nuevas exigencias y desafíos: no hay posibilidad de conectar, a partir de viejas fórmulas ritualistas, con todo lo que bulle de nuevo –y de aparentemente inaprensible– en las nuevas generaciones y las nuevas subjetividades» desde «la obcecación en el retorno a lenguajes y fórmulas de la vieja imaginería revolucionaria»[3].

Durante los dos años siguientes, fueron desarrollándose negociaciones que tenían en Iglesias a su más ambicioso valedor; uno cuyas aspiraciones llegaban, tal vez, más lejos de lo que una militancia abierta a la renovación, pero celosa de su identidad partidaria, era capaz de digerir. La IU de 1986 será una coalición de varios partidos, todos cuyos símbolos aparecerán en un cartel que, en Asturias, será motejado de caxa ferramientes, «caja de herramientas», por la impresión de revoltijo logotípico que transmitirá. Y ello, un cierto parto de los montes en comparación con la aspiración máxima del minero de La Cerezal, frustrada por una suerte de resistencia de los materiales: armar, no una confederación de siglas, sino «una práctica política de masas, más allá de la mera coalición de partidos políticos», con «formas más propias de un movimiento sociopolítico que de un partido clásico»[4]. Iglesias se vería obligado a insistir regularmente en que la permanencia de los símbolos comunistas y la mera existencia del PCE no estaban en peligro. Pero Carrillo no dejaría de instrumentalizar con desenvoltura el desasosiego simbólico que aquel agazapamiento del PCE en una coalición mayor no dejaba de generar en una porción de las bases comunistas, renuentes a presentarse en sociedad sin los viejos estandartes de la hoz y el martillo y La Internacional.

Las relaciones entre Iglesias y Carrillo se habían envenenado rápidamente de resultas de la negativa temprana del primero a lo que así relataba al Comité Ejecutivo tras la ruptura definitiva de las hostilidades: «En la primera reunión o encuentro que yo tengo con Santiago después de ser elegido Secretario General, tras haber pasado la gripe en Asturias, Santiago me plantea ya con toda claridad que las cosas irán bien entre él y yo si yo entiendo que aquí habrá una dirección bicéfala»[5]. Tras negarse Iglesias a aceptarla, y como malicia el historiador Fernando Hernández Sánchez en El torbellino rojo: auge y caída del Partido Comunista de España, un libro de reciente publicación,

El dirigente que había hecho del pragmatismo su vitola se lanzó por una pendiente de radicalización que culminó en el mitin celebrado en el cine Europa de Madrid el 2 de octubre de 1983. Convocado como un homenaje a Marx en el centenario de su muerte, Carrillo pronunció un discurso plagado de retornos ideológicos. El hombre que había pretendido enterrar la momia de Lenin parecía dispuesto ahora a excavar con sus propias manos en la tumba del cementerio de Highgate para exhumar al inquilino[6].

En aquel mitin, un Carrillo sobrevenidamente ortodoxo justifica la dictadura del proletariado para países subdesarrollados; augura una ola revolucionaria procedente del Tercer Mundo y que anegaría una Europa en la que el reformismo perdía posiciones a ojos vistas; impugna al Partido Comunista Italiano en su sentencia del agotamiento del impulso de la Revolución de Octubre, reivindicando a Lenin. Desatado, acabará haciendo esta amenaza a los órganos de dirección durante una reunión en la que recibió reproches por estos contenidos extemporáneos:

Camaradas, si la ola revolucionaria no va a retornar a Europa y si el reformismo no ha fracasado, decidme, pues marchemos todos, y el secretario general el primero, al Partido Socialista Obrero Español […] No voy a ser candidato a la Secretaría General del Partido en ningún momento, vivir tranquilos. Ahora, yo no soy candidato a desaparecer como un líder de este partido, de este Partido marxista revolucionario y el que quiera hacerme desaparecer va a tener la vida dura[7].

Cumpliría su amenaza: serían ciertamente duros los ataques de Carrillo y los suyos a Iglesias y su proyecto en los años siguientes, y sobre todo durante la campaña de 1986. IU suponía –afirmaba el primero– «enterrar el comunismo» español; armar «una especie de mini-PSOE». El voto dirigido a la coalición era «un voto perdido»; aquel magma «caótico, heterogéneo», auspiciado por los «buenos submarinos» que el PSOE tenía –aseguraba el exsecretario general–en el PCE era, «al no declararse netamente comunista», no distinta cosa del CDS de Suárez, que había adoptado un discurso izquierdista que podía «deslumbrar» a «un sector de la clase trabajadora y de la juventud»[8]. IU era el «PCE reconvertido al estilo de lo que Solchaga ha aplicado en Astano, en Euskalduna o en Sagunto. Y probablemente con el mismo resultado, es decir, la destrucción del partido», bramaba ya un año antes el carrillista Adolfo Piñedo desde El País[9], diario afín al Gobierno de Felipe González, que al igual que Televisión Española prestaría con solicitud, durante la campaña del ochenta y seis, todas sus tribunas y altavoces a la nueva formación, en aras de un divide ut vinces contra la unidad soñada de las fuerzas a la izquierda del PSOE, que se habían sacudido el desánimo del ochenta y dos a la vista del éxito de las movilizaciones contra la OTAN, la reconversión industrial y los decretazos neoliberalizadores del felipismo. Carrillo invertiría unos cien millones de pesetas en su campaña en Madrid, cifra de la que, según reconocía Adolfo Pastor, número cuatro de la candidatura y teniente de alcalde, el PCE nunca había dispuesto en el pasado para sus campañas en la región[10].

Muchos militantes no dejaban de apreciar una broma pesada en que Carrillo se erigiera ahora en un abanderado de los símbolos tradicionales. Mundo Obrero fue recogiendo las cartas de varios de ellos y por ejemplo la de Diego Martínez Purriños, militante gallego del partido, que señalaba la paradoja de que «los que discrepan de la propuesta de convergencia dicen que el Partido va a abandonar nuestros símbolos, y son esos mismos los que en las legislativas del 77 optaron por la prudencia en su utilización: bandera roja, preferiblemente sin hoz ni martillo; bandera dinástica cuando aun no había sido declarada por la Constitución la bandera nacional, y esto todavía está en la memoria de todos»[11]. Resultaba obvio que todo era una prosaica pugna de poder que se servía de los afectos simbólicos y otros espantajos –como la connivencia con el PSOE– sin creer en realidad en ellos; el arma arrojadiza de un exlíder despechado que disparaba contra su sucesor con lo que encontraba a mano. Carrillo –denunciaba en 1985 Vicente Montoto, miembro del Comité Central del Partido Comunista de Galicia– manipulaba «con recursos primarios una serie de sentimientos respetables» y promovía a su beneficio el «regreso a viejas fórmulas cabalísticas, al ritualismo acrítico, a las verdades inmutables, a los dogmas de fe, a la iglesia roja»[12].

El partido de Carrillo no obtendría, finalmente, representación parlamentaria en 1986, aunque sus 229.695 votos seríandurante mucho tiempo –hasta que los superara el PACMA– el resultado más abultado sin representación parlamentaria en unas elecciones generales en España. Sí la obtendría IU, pero solo siete escaños que supieron a poco en comparación con encuestas que otorgaban hasta dieciséis y al sondeo de TVE justo anterior al recuento, que le atribuía doce. A Iglesias lo sustituiría Julio Anguita, que sí había obtenido un éxito notable a la cabeza de Convocatoria por Andalucía, un proyecto de mayores vuelos y mejor cumplidor de las altas esperanzas de la política de convergencia que aquella primera IU, que el alcalde de Córdoba replicaría más tarde a la escala de toda España, llevando a la coalición por encima de los veinte escaños. En cuanto al partido de Carrillo, tendrá una vida corta que concluirá en 1991, año en que se fusionó con el PSOE.

Pablo Batalla Cueto (@gerclouds) es director desde 2013 de A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de El Cuaderno. En 2021 publicó Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea).

Notas

[1] (2 de junio de 1986). El País.

[2] (Noviembre de 1984 y marzo de 1985). Mundo Obrero.

[3] (Enero de 1985). «Editorial». Nuestra Bandera, núm. 122, pp. 4-5.

[4] (8 de enero de 1987). El País.

[5] Hernández Sánchez, Fernando. (2022). El torbellino rojo: auge y caída del Partido Comunista de España, Barcelona: Pasado&Presente.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

[8] (2, 9, 13 y 14 de junio de 1986). El País.

[9] (3 de agosto de 1985). El País.

[10] (10 de mayo de 1986). El País.

[11] Martínez Purriños, Diego. (7 a 13 de marzo de 1985). «El PCG ante un reto trascendental», Mundo Obrero, núm. 323, p. 49.

[12] Montoto, Vicente. (24 al 30 de enero de 1985). «Galicia: un espacio de convergencia para que la izquierda pese», Mundo Obrero, núm. 317, p. 46.

Ministerio de la Presidencia, 1987.