«Yo no he cambiado, han cambiado ellos». La tragedia del unamunismo político

La película Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar, 2019) ha abierto de nuevo la discusión sobre el papel y los compromisos de Miguel de Unamuno al comienzo de la Guerra Civil y el papel de los intelectuales en los conflictos sociales y políticos. En los momentos de excepción —de guerra, de crisis— se pide un compromiso a todas las personas en general, pero sobre ciertas figuras suele recaer una mayor presión. Es un tema que reflota cada cierto tiempo, y es algo que nos parece normal en la izquierda. Sin embargo, es algo que repele a los sectores «moderados» de la sociedad (y no sin motivo). Esto se debe, singularmente, a que la concepción de la «excepcionalidad histórica» tiende a lo perverso, a lo desordenado, a lo irracional, que tiene más que ver con el Caos. Y en medio del Caos todo compromiso es arriesgado, amenazante o, incluso, moralmente reprobable, porque se impide todo enjuiciamiento y reflexión pausada de lo que puede concebirse como «tiempo normal», y eso lleva a traicionarse a uno mismo, a los principios.

Mientras dure la guerra muestra a un Unamuno que ha decepcionado a muchos, como pasa cuando se estudia o se conoce a los personajes intelectuales fuera de su contexto; y ha generado polémicas ligeramente agrias en torno a lo sucedido en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre[1]. La representación de Unamuno es fiel en la superficialidad que permite una película que no trata sólo de Unamuno, y al final su retrato queda esbozado como un liberal ingenuo à la Sorkin pero en medio del desastre, en el cual no sabe reaccionar. El liberal es, efectivamente, una persona de orden, de orden de Estado, de orden regulado. El objetivo del liberalismo es garantizar las condiciones políticas para el ejercicio de la libertad individual; fuera de esas condiciones políticas lo que hay es caos, es decir, ausencia de libertad, opresión, arbitrariedad. Esa es la intuición que surge del título de la película de Amenábar y de la disposición de Franco en el poder: estuvo en la cota más alta del Estado «mientras duró la guerra», porque todo el periodo de su dictadura fue un tiempo de excepción marcial. Él lo concibió así e históricamente se concibe así.

El Unamuno de Karra Elejalde es un señor mayor, serio, con dudas, pero demasiado mayor tanto para deber nada a nadie como para tener que dar explicaciones. Es muy cierto eso que dice Unamuno de que él es «unamunista»: no se debe más fidelidad que a sí mismo. Pero esta es una fidelidad extorsionada, deudora de un contexto que no era capaz de proveerle del apoyo colectivo que buscó infaustamente en el socialismo y que no fue capaz de encontrar. A Unamuno, como a muchos otros de esos demócratas y republicanos que en un primer momento apoyaron a los sublevados y después callaron, les faltaba en España una democracia cristiana como la europea, como la italiana o la alemana, que también sucumbieron —y ayudaron— al horror fascista («fajista» en el neologismo unamuniano), pero que tenía una implantación social lo suficientemente amplia como para generar colectivo y recomponerse después de la guerra (e incluso colaborar en más de una ocasión con la resistencia). Aquí, ni siquiera la oposición interna a Franco (falangistas y carlistas) estuvo suficientemente organizada como para suponer una alternativa al poder de un solo hombre. La España que Unamuno se imaginaba representar, la fiel a sí misma, a su historia, a sus contradicciones, a sus particularidades, no la enloquecida por la supresión de esas contradicciones, vagamente existía.

La peculiaridad del liberalismo de Unamuno era la «religiosidad», lo cual le relaciona con ese esperpento que ha surgido ahora de «liberalismo ibérico» y que los necios líderes de Ciudadanos portan con sorna pero no entienden (y los resultados del 10N avalan su ignorancia). Sí que se puede hablar de un liberalismo ibérico como un liberalismo no-secular, no exactamente como el mismo conservador de la democracia cristiana, sino como un liberalismo con horizonte católico. Esta es una contradicción terrible, pero es una contradicción que se encuentra en el mismo origen del «liberalismo» como concepto en 1812: los liberales de las Cortes de Cádiz son fernandinos y católicos, y no pueden renunciar a ninguna de las dos cosas, y así lo reflejan en la Constitución, la primera liberal y, a pesar de todo, la más avanzada de su época. Por eso Unamuno no sólo es incapaz, como todo liberal, de comprender ese tiempo de excepción que se inserta en su propia tradición religiosa, sino que además es incapaz de representarse a sí mismo en medio de la vorágine, porque entiende que en el «Ser de España» no caben las «anti-españas» —ese invento de Ramiro de Maeztu que representaba las perversiones del Ser de España—. Para Unamuno, al final, ambas Españas, la roja y la «nacional», simplemente son resistencias patológicas que se oponen violentamente al decurso natural de la idea de España. De ahí que esperara de los militares una vuelta al «orden»: la República se había desatado y había roto con el orden esperado, generando un estado informal de guerra. Unamuno confiaba que se restableciera el marco de derechos donde se pudieran discutir los problemas desde la libertad. No me estoy inventado nada: Unamuno se afirmó liberal en diversas ocasiones, la última de ellas en un artículo de enero de 1936 publicado en el diario Ahora («Abolengo liberal»).

La distinción entre tiempo «normal» y «excepcional» (en términos vagos) es un invento primero judeo-cristiano, y segundo liberal-burgués. De la teología se pasó a la política: el tiempo normal es cuando las leyes de Dios están vigentes y Dios se manifiesta a través de la norma establecida. La excepción es el fin de los tiempos, que es la inversión de las leyes, y en el fin de los tiempos el reto del creyente es mantenerse fiel a la norma a pesar de su suspensión. Al liberal-burgués, incluso en tiempo de guerra, de excepción, desde su equidistancia, no le cuesta posicionarse al margen, mantenerse fiel a sí mismo. De esta forma escribe en Paz en la guerra, su primera novela, lo siguiente: «es la guerra a la paz lo que a la eternidad el tiempo: su forma pasajera»[2]. Unamuno politiza su equidistancia en busca de integrarse en la excepción como si fuera orden, porque a fin de cuenta lo que está en tela de juicio es la historia de España, que es la misma para todos, con los mismos ejes. Si existe un liberalismo ibérico, este tiene que ser fernandino —monárquico, borbónico— y católico (y si Unamuno no podía ser borbónico era porque conocía a los Borbones). Eso es lo que entiende Unamuno en el conflicto civil que se viene arrastrando desde el siglo XIX, no un conflicto en los fundamentos, sino un conflicto en la forma de concretar las ideas. Pero cuando llegan los sublevados estos representan, en conjunto, algo ligeramente nuevo, ligeramente diferente, y no lo entiende.

De esta forma se llega a El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas[3]. Es cierto que son escasamente un puñado de cuartillas garrapateadas con notas dispersas sobre un posible futuro libro (ya titulado, a pesar de todo), pero en esas notas hay una síntesis de su pensamiento y sus reflexiones en torno a la Guerra Civil que no había hecho más que comenzar. Unamuno representa a España como un pueblo de resentidos: «Un pueblo no de vividores, sino de moridores» (A4). El resentimiento es para Unamuno envidia, envidia de plata, o envidia de fe, dice. En sus últimos escritos hay críticas a todos: a los alzados, porque se regodean en creencias vacías, en la fe cristiana, no porque esté vacía para Unamuno, sino porque esa creencia está vaciada; a los rojos, porque no creen en nada. Pero dice que los fascistas al menos creen en algo. De hecho, comenta en más de una ocasión que esa es la división de España, una que «quiere creer» y otra «desesperada de no poder creer»: «No son unos españoles contra otros —no hay Anti España— sino toda España, una, contra sí misma. Suicidio colectivo» (B2). Unamuno, muy convenientemente en un discurso liberal que se ha repetido desde entonces hasta hoy, dice que «bolchevismo y fascismo son las dos formas —cóncava y convexa— de una misma y sola enfermedad mental colectiva» (E1). Las dos caras de una misma moneda, los extremos se tocan, donde bolchevismo acumula prácticamente todo a la izquierda del liberalismo. Unamuno se ve a sí mismo en un justo medio, lejos de comunistas y fascistas para los cuales el Estado lo tiene que abarcar todo sin libertad, y los anarquistas para los que lo principal es la libertad sin el orden y la seguridad que provee el Estado. Unamuno, una vez más aboga por la libertad dentro de las normas del Estado, sin establecer a qué Estado se refiere.

Al margen de todo esto, no se sabe muy bien en qué posición queda el intelectual Unamuno, porque Unamuno se ha separado de todo eso que considera perverso y patológico, pero no se ha situado claramente de parte de nadie. Digo que no se sabe muy bien dónde está el intelectual porque, precisamente, también el intelectual es constituyente de esa España como un todo, pero no aparece en la refriega. ¿Cuál es el papel del intelectual en un conflicto que le atañe de forma vital, porque es su cuerpo el que se destruye a sí mismo? En primer lugar, parece que todo intelectual merecedor de tal epítome no se encuentra en ninguno de los dos bandos, al menos no voluntariamente, o al menos no con el compromiso fuerte que supone Unamuno: «Los motejados de intelectuales les estorban tanto a los hunos como a los hotros. Si no les fusilan los fascistas les fusilarán los marxistas. ¿A quién se le ocurre ponerse de espectador entre dos bandas contendientes ni por una ni por otra? (sic)» (D1), se pregunta irónicamente. Unamuno, como la conciencia liberal, se quiere presentar como el sentido común de España, y a la intelectualidad (y la religiosidad, que está a la par de importancia) como la salvaguarda frente a la barbarie. Por eso se permite decir cosas como la siguiente: «El que una horda de locos energúmenos, de desesperados, mate a un número de ricos son razón ninguna, por bestialidad, no me parece tan grave como el que unos señoritos saquen a un profesor de su carta, con una orden militar, y le asesina por suponerle… masón! (sic)» (E2).

Como decía aquel profesor, «no hay mayor violencia que la que se ejerce contra el espíritu», pero esta defensa de la inteligencia o el conocimiento es una defensa, una vez más, extorsionada, porque parte de la necesidad de que su concepción del orden, de la libertad o de la conciencia social es la adecuada tanto para el momento que se vive como para la realidad social de España. Unamuno se pone a sí mismo como paladín de una idea difusa de praxis política donde la vejez hace mella en la toma de compromiso: «Resolverme en seguida. Contra el rey; luego contra Primo de Rivera; luego contra el rey de nuevo; luego entra la república y contra esta cuando se desvió y ponerme al lado del ejército; luego… Yo no he cambiado, han cambiado ellos» (D3). Los puntos suspensivos después de ese último «luego» son el silencio acusador del propio autor.

En fin, es el compromiso lo que está en juego. Hay otros casos similares al de Unamuno, como los de Adorno o Deleuze. Estos fueron directores informales y teóricos de los movimientos políticos radicales de su época, que estallaron en los años sesenta. Pero cuando los jóvenes fueron a pedirles cuentas, a solicitarles un compromiso político práctico, con los problemas concretos de la época (y no sólo en el plano teórico), ambos se echaron atrás. Adorno porque tenía miedo de sí mismo, de que una vida trabajando contra la tiranía desembocara inintencionalmente en una nueva tiranía revolucionaria; Deleuze porque, simplemente, decía que él era un teórico, no un revolucionario, y esas cosas no eran de su incumbencia. Tal vez, en su seno, ambos querían evitar terminar como Heidegger, cuya pasión le llevó a ver en los nazis la novedad práctica que teorizaba en sus escritos como necesaria para renovar la humanidad. En ese aspecto, Unamuno salió mejor parado que Heidegger, porque si Unamuno era un liberal que, por despecho o por las razones que fueran, apoyó en un primer momento el alzamiento y retractándose tímidamente más tarde, Heidegger nunca dejó de ser un nazi. De este modo, la figura de Unamuno, así como la de estos otros intelectuales, resulta desoladora. Desoladora no para la figura del intelectual, una escoria del romanticismo que presume la autonomía e independencia del conocimiento. Es desoladora para el general espíritu ilustrado que aboga por la emancipación a través del conocimiento. Unamuno se jactaba de haber hecho más que nadie para que llegara la República. Si eso es cierto, no hizo honor a su logro impidiendo que destruyeran la República, que había sido punta de lanza de la alfabetización, de la reforma agraria, de la cultura.

En una breve obra de teatro de 1932 titulada El otro, Unamuno juega con la idea de las contradicciones individuales a través de una doblez de la personalidad, el uno que se transforma en dos que son iguales pero diferentes. Es una reinterpretación del mito de Caín y Abel, donde ambos son el mismo, y lo que representan es el conflicto interno que se desata materialmente. Para Unamuno, si Caín no hubiera matado a Abel, Abel habría terminado asesinando a Caín, porque no representan cosas diferentes: son lo mismo, pero dividido. Hay vagamente una referencia a la contraposición entre «materialidad» y «espiritualidad», pero este es un contraste simplista.  Unamuno pone en boca de ese «otro»: «Verse es morirse, ama. O matarse. Y hay que vivir, aunque sea a oscuras. Mejor a oscuras»[4]. Para Unamuno, las dos Españas son la misma, pero que se han visto desde fuera, y han enloquecido. No pueden existir dos de uno mismo, y por eso tienen que aniquilarse. Y por eso Unamuno apostaba por un tipo de entendimiento no colérico, por una paz que, si bien no tranquila, sí que permitiera mantener las cancelas de las fieras cerradas, porque lo fundamental es vivir, y si para eso hay que renunciar a cierto conocimiento, mejor así. Su paz en la guerra, o su San Manuel Bueno, que predica cosas en las que no cree porque es mejor. Sin embargo, es un pobre análisis, que no tiene en cuenta política, economía o sociedad, sólo una metafísica y una teología, y quedó inerme e inútil en una situación que pedía política, economía y sociedad.

Esto es todavía más relevante cuando la clase trabajadora —la española en este caso, pero toda la clase trabajadora en todo momento— vivía de forma continuada en un estado de excepción. Y hoy igual. A pesar de lo que digan los maestros liberales, nunca ha existido eso del tiempo normal, el tiempo del orden. Es un invento para el sistema político que viene a sustituir a la eternidad teológica que sostenía a la nobleza y al clero en el poder, y que cuando fueron sustituidos por los burgueses en el siglo XIX en el ejercicio del poder, secularizaron y afianzaron para que los que venían detrás, la masa proletaria, no siguiera sus pasos. De repente el compromiso por la libertad y por la garantía de la libertad a través del Estado se retrae, se intimida, y los intelectuales liberales se aprestan a apuntalar el orden que habían ganado. Y, para mantenerlo, no dudaron en aliarse con quien fuera necesario.

Es algo que sigue ocurriendo hoy. Después llega el desastre, pero para entonces, probablemente, ya habrán hecho nuevos aliados. Unamuno, cuya ingenuidad política le llevó a defender antes el orden que la libertad, no es más que otro eslabón en la tragedia del liberalismo. Es cierto lo que dice: él no ha cambiado, han sido los demás, y eso significa que el liberalismo, su liberalismo, tampoco, y sigue escondiendo y apoyando a los mismos monstruos de siempre.

Antonio Flores Ledesma (@AchoElDiablo) es doctorando de filosofía en la UGR, con una investigación sobre las relaciones entre arte y política en Adorno.

Notas

[1] Ver por ejemplo: Luciano G. Egido, “Descafeinar a Unamuno”: CTXT (30 de octubre de 2019), disponible en: https://ctxt.es/es/20191030/Firmas/29218/Luciano-G-Egido-Mientras-dure-la-guerra-Amenabar-Unamuno.htm (noviembre de 2019); y la respuesta de Severiano Delgado Cruz, “Separemos la historia de la literatura. En respuesta a Luciano G. Egido”: CTXT (4 de noviembre de 2019), disponible en: https://ctxt.es/es/20191030/Firmas/29279/Severiano-Delgado-Cruz-Luciano-G-Egido-Mientras-dure-la-guerra-Unamuno-Millan-Astray.htm#.XcAse0LEdus.twitter (noviembre de 2019).

[2] Unamuno, Miguel (de), Paz en la guerra, Renacimiento, Madrid, 1991, p. 335.

[3] Unamuno, Miguel (de), El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas,  Alianza editorial, Madrid, 1991. La referencia de las citas se realiza a través de la numeración del pliego original.

[4] Unamuno, Miguel (de), El otro. Hermano Juan, Espasa-Calpe, Madrid, 1991, p. 20.

Fotografía de Álvaro Minguito.