La tormenta diplomática desatada por el presidente Sánchez y el ministro Albares con su carta del 14 de marzo al Rey Mohamed VI está poniendo en jaque las relaciones de España con uno de nuestros principales vecinos, que, además, ha sido un aliado estratégico. Argelia es el país más grande del continente africano y cuenta con importantes recursos naturales. La república gobernada por Abdelmajid Tebboune produce 1,4 millones de barriles de petróleo diarios, tiene reservas de gas estimadas en 198.000 millones de metros cúbicos, y cuenta con algunas de las principales reservas mundiales de recursos como el helio o el mercurio. El carácter estratégico de la alianza también se mide en los importantes acuerdos de colaboración con España y otros países de la Unión Europea en áreas tan sensibles como la migración o la seguridad e inteligencia. Por ello, y observando los diferentes acontecimientos y movimientos de los últimos años, particularmente la ruptura del alto el fuego entre Marruecos y el Frente Polisario en noviembre de 2020, parecía claro que habría consecuencias para España al tomar una decisión de este calibre sin tan siquiera haber informado a Argel.
Frente a los intentos de la parte del Gobierno del PSOE de acallar las críticas de propios y extraños, asimilando este cambio de posición a lo manifestado por otros Estados europeos, la realidad es otra. Ni siquiera Estados Unidos manifiesta su preferencia por el proyecto de autonomía del Sáhara Occidental dentro del Reino de Marruecos, y mucho menos los países europeos a los que repetidamente han aludido los ministros del PSOE. Se ha señalado este plan marroquí como una opción posible, al igual que la independencia del territorio saharaui, pero hasta la carta de Sánchez ningún actor internacional había manifestado esta predilección por una de las propuestas. Teniendo en cuenta el contexto regional, cabía esperar que este movimiento tendría consecuencias en las relaciones con Argelia, principal aliado del Frente Polisario y que se siente directamente interpelado ante una –nueva– traición al pueblo saharaui. Una respuesta gradual y pausada, en línea con la tradición diplomática argelina, pero cuyo final parece que aún no hemos visto.
Marruecos y Argelia, aunque vecinos, tienen sistemas que se ven a sí mismos como opuestos, y se sustentan sobre narrativas completamente diferentes. El poder de la monarquía marroquí, que se mantuvo durante el protectorado francés, se construye en base a un liderazgo de la nación de origen divino. Mientras, Argelia es una república cuyos gobernantes se legitiman a sí mismos como los herederos directos de la heroica lucha popular contra el colonialismo. La realidad es que la tensión entre ambos países lleva años creciendo, y aunque las fronteras entre ambos llevan 28 años cerradas, en los últimos años se ha dado un importante rearme militar en ambas partes, ligado a sus propias políticas de alianzas internacionales, que también marcan rumbos opuestos. Uno de los grandes puntos de inflexión fue precisamente la normalización de relaciones entre Marruecos e Israel a finales de 2020, que Argelia percibe como una amenaza que rompe con el balance de fuerzas regional y Marruecos aprovecha para dar un barniz de aceptabilidad a su cooperación con Israel para mantener la ocupación del Sáhara Occidental.
Con este incremento de las tensiones, Argelia decidió el pasado noviembre cortar el flujo gasístico hacia Marruecos cerrando el gasoducto Magreb-Europa, que atraviesa este país antes de llegar a España. No olvidemos el carácter pausado y progresivo de las acciones de Argelia. El Gobierno de Tebboune dijo, y hasta hoy ha cumplido, que ese corte no afectaría a nuestro país y que cumplirían con sus compromisos. El gas que Marruecos recibía de Argelia suponía entre un 10% y un 17% de su consumo eléctrico, cifra que se ha mantenido dado que ahora España ha puesto a funcionar el Magreb-Europa en sentido inverso, haciendo llegar a Marruecos una parte del gas que importamos desde Argelia. Una operación arriesgada en el marco de nuestras relaciones con nuestros vecinos del norte de África que no parece beneficiar particularmente a nuestro país, sino situarnos nuevamente en un bando. Quienes sí se beneficiarían de esto sería el oligopolio de las eléctricas españolas, que tiene importantes intereses en la monarquía alauí.
Esta apuesta decidida en la disputa que, no olvidemos, incluye un conflicto militar de baja intensidad, contradice claramente la voluntad mayoritaria de una población española, cuya amplia mayoría es solidaria con el pueblo saharaui. Sin embargo, lo que se disfraza de realpolitik está profundamente atravesado por una mirada colonial. España observa el Magreb como un yacimiento de recursos naturales que además tiene la potencialidad de taponar nuestras fronteras cuando sea conveniente, y para ello no hay nada más conveniente que un gobierno represivo y dispuesto a ofrecer los recursos naturales de su país o reprimir en nuestras fronteras a cambio de conseguir sus objetivos políticos. No son casuales las facilidades que se les da a las grandes multinacionales extranjeras para explotar los recursos del pueblo saharaui como mecanismo para perpetuar la ocupación. Esta alianza exclusiva con un socio inestable como Marruecos nos aleja del resto de actores. Pero un cambio en la correlación de fuerzas en la región, que pasa necesariamente por un Sáhara Occidental independiente, tendría una enorme potencialidad para nuestro país, para construir una verdadera política de vecindad entre iguales.
No podemos seguir mirando a nuestra frontera sur solo cuando aparecen imágenes estremecedoras. Las amenazas que tenemos no son unos centenares de personas de Sudán del Sur que llegan huyendo de la guerra, sino la amenaza de una crisis ecosocial sin precedentes que no podemos abordar en solitario. El clima no entiende de fronteras, y compartimos una región del mundo que ya se ve enormemente afectada por los fenómenos extremos y la desertificación. Podemos imaginar los problemas para la sostenibilidad de la vida que se van a derivar de esto si no empezamos a tomar medidas ya. Ante una situación internacional crítica como la que vivimos, parece que la Unión Europea sigue empeñada en repetir sus errores. El acuerdo para la importación de gas con Israel y Egipto así lo demuestran, repitiendo la fórmula de importar recursos desde países autoritarios en lugar de apostar por la soberanía energética. España debe elegir si sigue siendo un apoyo de los poderes reaccionarios en la región para mantener el statu quo o apuesta por una política de cooperación con nuestros vecinos construida desde una perspectiva de derechos para dar respuesta a los verdaderos problemas a los que nos enfrentamos.
Jon Rodríguez Forrest (@JonSForrest) es responsable de relaciones internacionales de IU y coordinador de su delegación en el Parlamento Europeo.
Fotografía de Álvaro Minguito.