Lucha de clases sin clase en el antropoceno

En las últimas tres décadas el capitalismo ha conquistado hasta el último rincón del planeta. Los partidos, sindicatos o Estados que en principio se oponían a ese avance ya no existen, están en sus horas más bajas o se han integrado completamente en la lógica capitalista. El fascismo asoma de nuevo la cabeza, esta vez sin ser la respuesta a una amenaza revolucionaria. Los límites internos del capitalismo no llevaron a su derrumbe, sí a hacer de la crisis y la precariedad la nueva normalidad. El cambio climático nos acerca a los límites externos, absolutos, del capitalismo: nuestro presente son las extinciones incontroladas, los efectos meteorológicos extremos, pérdidas de cosechas, la subida del nivel del mar, las migraciones masivas. Nuestro futuro cercano, si no lo evitamos, puede ser la desaparición de la civilización humana compleja en la Tierra.

Un relato socorrido a la hora de explicar esta victoria total del capitalismo es el de la ausencia de la clase. Los éxitos del siglo XX estaban basados en una visión, un programa, una organización de clase. Su declive coincide con nuestra derrota, y con la victoria de nuestro enemigo. Las explicaciones pueden ser más o menos afortunadas (normalmente menos: traiciones, conspiraciones, el socorrido comodín del posmodernismo…), pero la coincidencia temporal tiende a sugerir a muchos una conexión causal.

Este me parece un problema real, importante, pero la explicación funcional que acabo de caricaturizar es insuficiente. Que un proceso haya beneficiado a las clases dominantes no significa que haya sido causado conscientemente por ellas, o como mínimo no únicamente. Ante este tipo de situaciones intento aplicar un punto de vista que me parece fundamental: el fracaso de un único grupo de personas puede explicarse por sus características personales; el fracaso de muchos grupos diferentes, en situaciones y lugares diferentes, no puede explicarse así. Es poco probable que el colapso del bloque socialista, los partidos comunistas históricos, los sindicatos de masas y en general de la vigencia del marxismo como teoría revolucionaria hegemónica se pueda explicar principalmente por quién tomó qué decisión en qué reunión, o qué agencia de espionaje financió a qué autor posestructuralista para dinamitar el marxismo desde dentro. No es que estas cuestiones sean del todo irrelevantes, pero está claro que aquí opera una tendencia de época que va más allá de la voluntad personal de cada uno. Las famosas circunstancias con las que nos encontramos directamente, fuera de nuestro arbitrio, en las que hacemos nuestra propia historia. La ausencia aparente de la clase en el siglo XXI es una tendencia de ese tipo, y así tenemos que intentar comprenderla.

Como preludio voy a recordar un pasaje de Marx en su Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte que debería ser más conocido. Quizás está, como decía Sacristán sobre los pasos de la fractura metabólica en El Capital, escondido a simple vista, esperando la época en la que pueda ser leído más productivamente. Al referirse a la base social de Bonaparte, los campesinos franceses de mediados del siglo XIX, Marx dice que «los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones (…). La parcela, el campesino y su familia; y al lado otra parcela, otro campesino y otra familia. (…) Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas»[1]. Sigue un poco más adelante: «En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases (…) forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase»[2].

La contraposición, superficialmente contradictoria, es clara: existe una dimensión de la clase social, relacionada con la forma en la que un grupo de personas viven, sobreviven, y en general reproducen su existencia, que les define como clase. En ese sentido son una clase. Pero si no pasan de ahí, si no se organizan como tal, si no defienden sus intereses de forma colectiva, entonces no son una clase. Esto puede verse como una pequeña elaboración de los conceptos de clase en sí y clase para sí, algo más comprensible por ilustrarse con campesinos y sacos de patatas y no con jerga hegeliana. Aquí los campesinos serían una clase en sí, porque objetivamente comparten una forma de vida, una relación con los medios de producción, unos intereses. Pero no serían una clase para sí, porque no han tomado conciencia de ser esa clase, no la han formado como tal, no se han organizado para enfrentarse a la clase o clases con intereses opuestos a los suyos.

Me aventuro a decir que históricamente se ha pecado por exceso a la hora de presuponer que la existencia de la clase en sí, de la categorización de clase, debía llevar más o menos automáticamente a la existencia de la clase para sí, de la formación de clase. Hay al menos dos factores, en principio opuestos, que han convergido para fortalecer este prejuicio. El primero es la idea de que la naturaleza de la clase trabajadora de hecho alentaba ese proceso. A diferencia de los campesinos los trabajadores se concentraban en grandes números en las fábricas, en las ciudades. Un campesino parcelario trabajaba solo en su terruño, pero el trabajo capitalista era en esencia social, colectivo. El propio desarrollo capitalista no podía evitar crear la clase de sus enterradores, porque no podía evitar la centralización y concentración de las fuerzas productivas, la socialización, encuentro y explosión de los obreros. Cuestión de tiempo y presión, la historia estaba de nuestra parte. Sería pues una forma de determinismo económico. No sin su base, claro, no una alucinación sin sentido; había de hecho cierta tendencia objetiva en ese sentido.

El segundo factor es una división demasiado limpia entre la clase como realidad material y la clase como conciencia. Por una parte estaría la clase como realidad social, empírica, cuantificable. Es obrero quien no tiene medios de producción y patrón el que sí. Evidente, quién podría negarlo. Por otra parte estaría la conciencia de esa situación, de su dimensión histórica, de sus implicaciones, de las causas últimas de las penalidades que provoca. Este conocimiento puede adquirirse, no sin esfuerzo, para luego llevarlo al resto de interesados. Aquí, otra vez, creo que hay un poso de realidad: es cierto que la sociedad de clases y su división del trabajo suele hacer que el razonamiento teórico sobre la situación propia o ajena, el razonamiento teórico en general, sea parcela de una minoría relativa. No todo el mundo tiene los medios o el tiempo para estudiar durante años, para publicar lo que escribe, para participar en un debate prolongado sobre su trabajo. Esto es terrible, parte de la situación contra la que luchamos. Quizás hoy menos cierto que nunca, pero cierto como tendencia durante toda la historia.

El problema, sin embargo, no es la naturaleza del trabajo teórico en la sociedad de clases, sino ver la conciencia de clase como algo que existe de manera externa y sincrónica a la propia clase. Esto alimentaría la tendencia a ver el resultado como algo dado, la tarea pendiente como la unión de dos partes ya existentes. No niego que la teoría tenga su autonomía, que el estudio y el razonamiento sobre un fenómeno social pueda aclarar problemas sin que estos tengan que resolverse única y exclusivamente por la actividad espontánea y no mediada de la clase (en sí). Esto es solo el reverso espontáneo del fetiche teórico. Lo que planteo es que esta división nos desarma cuando la clase se queda como saco de patatas, cuando el avance consciente no ocurre. ¿Por qué nadie toma conciencia de su situación? ¿Se han vuelto todos imbéciles? Éste es terreno fértil para el recurso a las teorías de la conspiración, a la debilidad del sujeto como explicación que no explica nada.

La perspectiva de autores como E. P. Thompson o Ellen Meiksins Wood puede ayudarnos a la hora de salir de este atolladero. La relación con los medios de producción y las categorías de clase a las que lleva son importantes porque «establecen antagonismos y generan conflictos y luchas (…) que moldean la experiencia social»[3]. Esta lucha de clases es determinante no porque «la clase sea la única forma de opresión o siquiera la fuente más frecuente, sino más bien a que su terreno es la organización social de la producción que crea las condiciones materiales de la existencia misma. (…) La clase entra en escena cuando el acceso a las condiciones de la existencia y a los medios de apropiación se organizan como clase, es decir, cuando algunas personas se ven obligadas sistemáticamente a transferir la fuerza de trabajo excedente a otros»[4]. Esta separación de clase es fácil de observar. Es también fundamental, como explica brillantemente Meiksins Wood. El problema es que esto no lleva por sí mismo a la formación de clase, a la clase para sí. Repetir insistentemente que las clases existen o que son importantes no ayuda demasiado, y de hecho Marx repitió en varias ocasiones que el concepto de clase no era invención suya. Lo complejo es iluminar el tránsito entre la categoría social y la organización, el proceso estructurado que forma la clase, y ahí y no en otro sitio se podrá medir el valor de un análisis o propuesta estratégica.

Propondré ahora una hipótesis de trabajo sin ofrecer demasiadas pruebas de su coherencia. Por motivos de espacio, sobre todo, pero también porque al hacer esto se suele parecer más inteligente de lo que en realidad se es.

Nuestra situación actual se parece más a la del siglo XIX que a la del siglo XX, al periodo de formación histórico de la clase trabajadora. La clase trabajadora, en el sentido de categoría primaria, existe, claro. Y es determinante. Pero desde hace ya tiempo no existe como formación, como «unión nacional, organización política». Esto no se debe a un error, a la estupidez, a ninguna conspiración. Se debe en primer lugar a los cambios gigantescos en la realidad económico-política que han ocurrido en los últimos cuarenta o cincuenta años. La deslocalización de la producción, el fin del fordismo, el perfeccionamiento del dominio neocolonial mediante procesos en apariencia puramente económicos, los nuevos modos de socialización, la destrucción del tejido asociativo, el colapso de los referentes políticos anticapitalistas (socialistas, comunistas) hegemónicos vigentes durante varias generaciones. Todo esto ha sido más que suficiente para dar un golpe durísimo a esa organización política que define a una formación de clase. No desaparecen las luchas, la conflictividad, los intereses contrapuestos más que evidentes (por usar una frase de E. P. Thompson, «la lucha de clases sin clase»), pero viniendo de las cumbres del siglo XX y con los retos gigantescos y terribles que tenemos delante, es fácil notar un vacío, una carencia.

Sin embargo todavía quedan algunas fuerzas de resistencia en el ser humano. En los últimos años hemos visto el auge del movimiento contra el cambio climático, el de la lucha por la vivienda, los primeros pasos de un nuevo sindicalismo para nuevas formas de explotación, el ascenso meteórico —casi improbable— del movimiento feminista. La organización, en fin, de las luchas fuera de las instituciones, pero también las convulsiones en el terreno de los partidos institucionales por parte de aquellos que buscan una nueva representación. Si damos por buena la hipótesis novecentista esto sería, literalmente, parte del proceso de formación de una clase. No una copia exacta de la clase obrera anterior, claro, sino una clase formada en nuestra situación. No una clase que se tenga que formar necesariamente, sino una clase que puede formarse. No una clase que esté esperando a recibir su conciencia ya formada, sino una clase en proceso de formarla. No una clase que tenga que comenzar todas sus luchas de cero, sino una clase que pueda tener memoria de sus luchas pasadas y vuelva para vengar a sus muertos.

¿Qué elementos podrían ser esenciales para continuar la crítica de la economía política en este siglo?

Las mujeres del mundo se han levantado. Ya no volverán a sentarse. Su perspectiva, lo específico de su opresión, ya no podrá ser nunca más un apéndice, una tarea pendiente para después de la revolución. De hecho parece cada vez más claro que serán ellas las que lleguen antes que el resto a esa revolución.

El capitalismo amenaza con destruir «los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador»[5]. Por fin está tocando la hora solitaria de los límites externos a la acumulación de capital, las barreras absolutas. No hay capitalismo en un mundo devastado, pero tampoco podría haber comunismo. La historia ha enfrentado a muchos grupos humanos a crisis existenciales, de las que algunas veces no han salido. Ahora hemos llegado, quizás, a la última crisis existencial, que nos afectará a todos aunque lo haga de forma asimétrica.

La vida más o menos asegurada del trabajo fijo, casa en propiedad y jubilación tranquila se muestra poco a poco como el brevísimo paréntesis histórico que fue —un tenue pacto social— fruto de las luchas en el primer mundo y el terror a la amenaza socialista, financiado con la generosidad de espíritu del que tiene que reconstruir después de la guerra para evitar un mal mayor. Un enclave temporal de bonanza relativa en el polo de acumulación capitalista mundial, levantado sobre el trabajo de miles de millones. Ahora las barreras, que antes eran límites, ya no se pueden superar. No hay a dónde ir, a quién conquistar, y aquí nos vamos cociendo poco a poco. La nueva normalidad es la precariedad, los sueldos de miseria, el hacinamiento en pisos propiedad de los fondos buitre, el aterrizaje de emergencia en el reino de la plusvalía absoluta desde los cielos de la plusvalía relativa. Unos pocos, cada vez menos, engordarán cada vez más gracias a las rentas del resto. Pero el capitalismo parasitario yo no asciende, se pudre; Adam Smith se revuelve en su tumba.

Esto puede que valga para empezar. Lo importante es no conformarse con la crítica superficial, el cinismo lleno de sí mismo. Hay que ir al fondo de nuestros problemas, ser radicalmente contemporáneos. Habrá, como siempre tiene que haber, limitaciones, errores y vueltas a empezar. Señalémoslos, superémoslos, pero solo a través de la participación y la investigación en profundidad. Quizás esa actitud sea una de las más valiosas de la tradición marxista: Marx se consideraba discípulo de aquellos a los que criticó más productivamente, no es contradictorio. Puede que la clase todavía no esté, pero la lucha de clases ya está. Siempre está. Debemos ganarla, porque en cierto sentido nos lo jugamos todo. Los elementos para conseguirlo y para fundar una sociedad mejor están ahí, están aquí. Nuestra esperanza por tanto no es vana, es una esperanza informada. Podemos demostrar que es posible ganar, pero la victoria no está predeterminada. Es necesario, entonces, tomar partido.

X. López (@SeoirseThomais) es miembro de Contra el diluvio.

Notas

[1]    Marx, K., (1974), El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Moscú, Progreso, p. 99.

[2]    Ibíd., p. 100.

[3]    Meiksins Wood, E., (2016), Democracy Against Capitalism. Londres, Verso, p. 82.

[4]    Ibíd., p. 108.

[5]    Marx, K., (2017), El Capital, libro primero. Madrid, Siglo XXI, p. 585.

Fotografía de Álvaro Minguito.