Luz en el sótano

Los hermanos Lumière presentaron el cinematógrafo el 28 de diciembre de 1895 en el Salón Indio del Grand Café de París. Entre las diez películas proyectadas, L’Arrivée d’un Train parece ser que provocó una impresión mayor que las demás. Cuenta la leyenda que al ver aparecer en la pantalla un tren acercándose desde el fondo hasta un primer término, la gente que asistía atónita al espectáculo sintió miedo de ser embestida y salió huyendo. Mito o verdad, la anécdota relata una experiencia fundacional. A través de esa imagen luminiscente que parpadea ante nosotros en la oscuridad de la sala, la realidad física resucita desafiando el paso inexorable del tiempo. Sin embargo, se trata de una ilusión. Una sucesión de imágenes fijas reproducen la apariencia del movimiento y nos hacen creer que algún elemento de la realidad, un espectro, una reminiscencia, un destello extinto, se ha rescatado del olvido.

Esa emoción original perdura desde entonces en una suerte de contrato entre el cineasta y su público. Un contrato sobre el que se basa toda la producción posterior a la proyección de las primeras y primitivas películas de los Lumière. El público se compromete a sumergirse en la ilusión del cine, sabe que el tren no está ahí, que nada va a salir de la pantalla poniendo en riesgo su integridad, y aun así, está dispuesto a vivir esa experiencia como si el tren existiera o hubiera existido en algún momento. El cineasta por su parte, desarrollará toda una serie de recursos narrativos, visuales y tecnológicos para asegurarse que esa sensación de realidad no se rompa, de forma que la impresión del posible atropello se reproduzca en la seguridad de la butaca. Como decía Mark Twain, la diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción está obligada a parecer real.

El cine es un arte de la ficción, pero es también el arte realista por excelencia. El tren, al fin y al cabo, era real. No está ahí, pero no es una creación, es una imagen captada de la realidad y luego elaborada como discurso sobre la realidad. Esa es la fuerza del cine, y su peligro. Peligro u oportunidad. Así lo entendieron los regímenes totalitarios a principios del siglo XX. Tanto Hitler como Stalin otorgaron una enorme importancia al cine como herramienta de propaganda, y se preocuparon de fomentar y financiar una producción propia que cumpliera sus intereses políticos.

Desde entonces, el arte popular de mayor alcance del siglo XX ha sido a su vez uno de los principales canales de transmisión de ideas y valores, hasta que llegó la televisión y, posteriormente, un crisol de nuevos soportes y formatos que podemos llamar audiovisual. Un arte alrededor del cual se desarrolló una gran industria debido a la complejidad técnica que requiere la producción de películas. Que el país donde más y mejor se ha implantado la industria del cine, hoy industria audiovisual, sea Estados Unidos, poco tiene que ver con el talento artístico o con su política cultural. Tiene que ver con el papel hegemónico que este país ha jugado en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial.

Es difícil hablar de cine desde una perspectiva política sin tener en cuenta esta dimensión. Una película cuesta millones, moviliza equipos de entre 40, 80 o más personas que están sujetas a una disciplina laboral regulada por un convenio, campo de batalla entre patronal y sindicatos. Así, la aseveración del cineasta francés J.L. Godard, «no basta con hacer películas políticas, hay que hacerlas políticamente», abre una nueva dimensión de reflexión y análisis sobre el sentido de la ficción y la narrativa cinematográficas, encuadradas hoy en una multitud de nuevos géneros y fórmulas, canales de distribución y exhibición, procesos de producción y financiación de diferente índole. Y en el centro, una cuestión fundamental, la del realismo.

Juan Goytisolo dijo una vez, en referencia a la literatura de la generación de los 50, que en un país en el que no existía una prensa libre que informara a la gente de lo que ocurría y de cómo eran las cosas, los escritores tenían la responsabilidad de contar esa realidad. Hoy en día, nos conectamos a la red y en diez minutos hemos visto mujeres maltratadas, trabajadores y trabajadoras en huelga, personas refugiadas tiroteadas por la policía de fronteras, evasores fiscales y políticos corruptos. ¿Qué papel deben jugar los narradores, y especialmente los creadores audiovisuales, en un contexto aparentemente opuesto al evocado por Goytisolo?

Otro escritor, James Ellroy, afirma que su literatura, que pertenece en su mayor parte al género de la novela negra, es como encender una luz en el sótano donde la sociedad guarda todo lo viejo, roto y sucio. Tal vez hoy en día, asumiendo que aún hay muchas cosas sumidas en la oscuridad, la forma de ocultar la realidad, o de desactivar su efecto, la forma de evitar que el público salga huyendo o se esconda bajo la silla por miedo a ser arrollado por el tren en marcha del capitalismo global, sea mediante un bombardeo incesante de información diversa, desestructurada, desvinculada de cualquier narrativa que le dé un sentido que podamos comprender.

La responsabilidad de la ficción tal vez sea buscar ese sentido, construir narrativas, relatos que nos guíen por un entramado de realidades díscolas para revelar los vínculos estructurales que ocultan, las relaciones causa-efecto, su origen y el fin a que nos abocan. Iluminar lo oculto, como la luz en el sótano, como el parpadeo incesante que el 28 de diciembre de 1895 llevó un pedazo de realidad al atónito público de París. Ninguna imagen volvería a ser igual.

Ilustración: Jorge Tabanera

Vídeo de presentación de Manel Barriere