Otra vuelta de tuerca. El juego perverso de las «nuevas» formas de organización del trabajo

Los últimos datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) siguen mostrando importantes problemas en el mercado laboral. A pesar de la gravedad pareciera que como sociedad nos hemos acostumbrado a esta pésima situación o, por lo menos, ya no nos alarmamos y en parte asumimos la precariedad como un mal inevitable. No sólo siguen persistiendo elevadas tasas de desempleo sino que, además, la calidad del empleo brilla por su ausencia. El 90% de los trabajos que se crean son temporales, la duración de los mismos es cada vez menor, las horas extraordinarias superan los 5 millones semanales -de los cuales la mitad no son remuneradas-, y además asistimos a nuevas formas contractuales que parecen esquivar, con gran astucia, los derechos laborales básicos que tanto esfuerzo ha costado alcanzar.

No son pocos los estudios que tratan de abordar la problemática. Quizá, eclipsados por la situación actual, éstos se han centrado en conocer los efectos de la crisis y, más en concreto, el impacto de la Reforma Laboral de 2012. Un enfoque en parte acertado por la propia actualidad que nos acompaña, aunque insuficiente para explicar las características y la evolución de las condiciones laborales de los y las trabajadoras en nuestro país.

Afrontar un análisis de estas características nos empuja a preguntarnos: ¿cómo es posible estar en una situación laboral tan precarizada e inestable como la actual?, ¿cómo podemos explicar el punto donde nos encontramos?, y finalmente, ¿qué margen de maniobra existe para revertir esta situación?

La complejidad de las relaciones laborales es tal que resulta difícil explicarlo únicamente a través de la legislación y los efectos derivados de la crisis. Resulta necesario ampliar el campo de visión e incorporar otras variables tales como las estrategias empresariales, los factores tecnológicos y organizativos, así como la posición de los agentes sociales. Una forma de agregar todas ellas es a través del análisis de los modelos productivos y de organización del trabajo, ya que nos permiten analizar la lógica y dinámica de funcionamiento de un proceso de producción concreto integrando elementos estructurales. De esta forma, podemos obtener una visión más completa de cómo se configuran las relaciones laborales y sus implicaciones sobre la clase trabajadora.

A lo largo de la historia hemos conocido distintos estándares organizativos con elementos diferenciadores. Lejos de hacer un análisis histórico exhaustivo para dar explicación a la problemática actual, nos parece importante conocer algunas de las características de estos modelos, con el objetivo de ver cuáles son los elementos de ruptura y continuidad que pueden reproducirse en la actualidad.

Ya en la primera mitad del siglo XX las formas de producir en cadena bajo el modelo fordista fueron cobrando importancia en los países industrializados y, a medida que se fueron normalizando, fuimos conociendo las características intrínsecas del mismo. De hecho, una de las imágenes de la época que mejor lo resumían -con gran audacia, humor y profunda crítica- fue la obra cinematográfica protagonizada y dirigida por Charles Chaplin, Tiempos modernos. Una película de cine mudo que reflejaba las condiciones a las que estaba expuesto un obrero de la cadena de montaje en los años treinta. Una situación desesperante, incluso a veces delirante, que rompía con la idea y el pensamiento de la eficiencia de la producción en cadena en la industria.

Los métodos fordistas, marcaron un antes y un después en la división del trabajo. La cadena de montaje incrementó la duración efectiva de las horas de trabajo, parceló las funciones, fue segmentando a los trabajadores y transformando así las relaciones laborales. Se establecieron nuevas normas de producción marcadas por la estandarización de los productos con el objetivo de buscar fuertes incrementos del rendimiento del trabajo, reduciendo tiempos improductivos y manteniendo el capital en continuo movimiento.

Esta intensificación de los ritmos de trabajo ocasionaba el desgaste físico y psíquico de los trabajadores, lo que dio lugar a abandonos, bajas laborales y una fuerte oposición hacia este modelo organizativo. Ante esta situación, se fueron creando nuevos mecanismos de vigilancia exhaustiva para aumentar la disciplina laboral a través del control dentro y fuera de las fábricas.

Si bien el fordismo comenzó a desarrollarse a principios del siglo XX, no fue hasta después de la II Guerra Mundial cuando llegó a su máximo esplendor. Durante estos años se fue forjando un modelo de organización basado en el proceso de separación de ocupaciones, construido sobre tareas repetitivas y parceladas, donde ya era posible distinguir claramente entre los trabajadores cualificados y los que no requerían de cualificación, principalmente ocupados por trabajadores de “segunda” procedentes del campo, mujeres e inmigrantes. Así pues, desde mediados de la década de los sesenta comenzaron a normalizarse las manifestaciones de rechazo y repulsa a este método. La intensificación de la carga de trabajo –no solo físico sino también mental–, la segregación ocupacional, la parcelación y monotonía de tareas, así como la desposesión de la cualificación y conocimiento, derivaron en una oleada de confrontación directa entre la clase trabajadora y los empresarios. En las principales metrópolis industriales, como Turín, Detroit o incluso Madrid, se produjo una creciente oposición del movimiento obrero frente a la intensificación de tareas y ritmos de trabajo al aumento de los mecanismos de control y, en definitiva, en contra de la degradación del trabajo. Un escenario de incertidumbre que comenzó a vislumbrar en la década de los setenta síntomas de agotamiento -no solo del modelo organizativo sino del Estado de bienestar que se había consolidado en los países industrializados europeos durante los gloriosos treinta años-, mientras que la pugna distributiva entre capital y trabajo comenzó a intensificarse.

A partir de finales de los setenta y la década de los ochenta, no sólo el pensamiento y las políticas neoliberales fueron teniendo un especial protagonismo, también aparecieron nuevas formas de organización del trabajo. Mientras los distritos industriales parecían triunfar en algunas regiones europeas –Emilia Romagna y Baden-Württemberg– y se planteaban como la alternativa al modelo fordiano, en Japón se fue consolidando una alternativa propia que se fue extendiendo rápidamente, el Toyotismo. Un modelo basado en un sistema organizativo en el que la producción se amoldaba a la demanda de productos diferenciados y más variados, huyendo de la producción en masa. Éste buscó construir una fábrica mínima, adelgazada y ligera, eliminando las existencias y el personal de sobra, en definitiva, acabar con todo tipo de “despilfarros”, incluida la mano de obra. El objetivo principal era reducir el número de trabajadores por máquina, además de suponer la des-especialización de los obreros profesionales y la creación de tareas simples y polivalentes. En definitiva, no sólo fue una herramienta fundamental para la intensificación del trabajo, también supuso un ataque al trabajo cualificado y al poder de negociación de los trabajadores. Su difusión se produjo gracias de la obra de J.P Womack, La máquina que cambió el mundo (1992), que se convirtió en el libro de referencia de muchos empresarios, gestores y ejecutivos, y centro del debate sobre las formas de organizar el trabajo y la producción empresarial. Popularizó el modelo, posteriormente conocido como producción ligera, llegando a posicionarse como el one best waya nivel mundial. Un modelo fragmentado y atomizado donde la cadena de producción se ajustaba en una estructura piramidal de distintos niveles de empresas subcontratadas en las que se delega una parte del proceso de producción.

A partir de la década de los noventa, el grado de transnacionalización de la producción fue aumentando rápidamente y los modelos se fueron amoldando a un nuevo esquema de producción ligera en un contexto globalizado. La división y fragmentación del proceso fue superando los límites de la fábrica para instalarse en el conjunto de una cadena de producción global, donde no sólo existen relaciones de poder entre capital y trabajo, sino también entre empresas. Una forma de dividir el trabajo y des-especializarse en todos sus niveles. Una estrategia que responde no solo a la reducción de costes laborales y la mejora de competitividad, sino también a la transferencia del riesgo ante variaciones en la demanda.

En un escenario como este, la posición ocupada en la cadena de producción tiene unos efectos determinantes en la estructura económica de un país. En el caso de España el segmento de especialización productiva -en términos generales- se caracteriza por una producción de gama media baja, de escaso contenido tecnológico y muy intensivo en mano de obra. Esta realidad nos sitúa en una posición periférica dentro de la producción regional, determinando así el tipo de estrategia de rentabilidad, basada principalmente en la reducción de costes permanente para ser más competitivos, y que en última instancia tiene efectos sobre las condiciones laborales y salariales.

Las propias características del modelo exigen la adaptación de la mano de obra a los cambios constantes de la demanda. Para ello se aplican distintos tipos de medidas de flexibilización laboral -externa, interna y salarial- que acaba incidiendo sobre los trabajadores y las condiciones –físicas, psíquicas y económicas– a las que están expuestos. Lo cierto es que, en términos generales, existe una tendencia generalizada que vislumbra un empeoramiento de las condiciones laborales y salariales de la clase trabajadora.

Basta con ver los últimos estudios realizados para darse cuenta que la precarización y empobrecimiento de la clase trabajadora se normaliza. La pérdida de poder adquisitivo se ha ido consolidando, y a raíz de la crisis parece haber venido para quedarse. Los datos ofrecidos por la OIT muestran una caída de los salarios reales de un 1,8% en 2017, y según las previsiones de la Comisión Europea, esta tendencia seguirá persistiendo al menos hasta 2020. La crisis ha abierto la puerta a cambios estructurales de gran calado, a pesar del elevado coste que supone en términos de pobreza y desigualdad para la sociedad.

En definitiva, la intensificación del trabajo, la flexibilidad salarial, el ajuste de mano de obra mediante la contratación temporal, eventual o a través de nuevas formas fraudulentas derivadas de la mal llamada economía colaborativa, así como la utilización de los ERE temporales o de extinción, son mecanismos que usan las empresas para adaptarse a las necesidades cambiantes del capital. La dinámica del propio modelo de organización productiva exige la aplicación de éstas, incidiendo en la salud física y psíquica, en la capacidad adquisitiva y recursos económicos de la clase trabajadora.

A pesar de haber transcurrido más de un siglo desde la aplicación de los principios de Taylor, no resulta un anacronismo retomar algunos de ellos que, a día de hoy, parecen seguir vigentes en la organización de la producción actual. En concreto, cuestiones tales como la división de tareas, la eliminación de tiempos muertos, así como la fragmentación de trabajos o la medición de tiempos y movimientos, siguen estando vigentes en el modelo actual. Estos principios son intrínsecos para abaratar costes de mano de obra y obtener un mayor control sobre el trabajador, percibiendo a este último como una máquina más del proceso de fabricación. En definitiva, un empeoramiento de las condiciones laborales y salariales de la clase trabajadora.

Más que nuevas formas de organizar el trabajo y la producción, nos parece otra vuelta de tuerca a las dinámicas laborales de siempre. La esencia de todos estos principios, como el individualismo y el obrero parcelado, han ido calando y perdurando hasta la actualidad, impulsando la des-especialización de las empresas y trabajadores, así como la fuerte descualificación de funciones, y en última instancia, un empeoramiento de las condiciones de trabajo y de vida de la sociedad.

Por tanto, no podemos definir la situación actual como un hecho aislado que se deriva de la crisis. Si bien ha ejercido como un catalizador que ha supuesto un deterioro importante de las mismas, lo cierto es que el diseño actual de los modelos de organización del trabajo y producción, así como la posición periférica que ocupa España en las cadenas globales de producción, han supuesto un deterioro continuado de las relaciones laborales.

Ante esta situación, asimétrica y jerárquicamente estructurada, la crisis no ha hecho más que fortalecer las dinámicas del miedo y la amenaza, así como la individualización y desarticulación de la clase trabajadora. Como resultado nos encontramos ante un escenario complejo y adverso, donde el deterioro de las condiciones laborales y salariales se han ido normalizando e institucionalizando. Desgraciadamente, todo ello no es solo el resultado de una terrible crisis como la actual, sino del apuntalamiento de un sistema que nos asfixia y ahoga sutilmente, que con el tiempo consigue que asumamos y asimilemos esta precaria situación como si fuera fruto de nuestras propias circunstancias.

El tablero de juego deja un escaso margen de maniobra. No sólo la coyuntura es adversa, sino que los elementos estructurales obstaculizan cualquier cambio en la pugna distributiva. Sin embargo, superar los mecanismos que nos individualizan y fragmentan ayuda a fortalecer el marco de negociación colectiva y el poder sindical. Buscar espacios de coordinación y lucha que sumen las causas individuales para convertirlas en colectivas, empoderar la posición de la clase trabajadora. El camino no es fácil -ni mucho menos- y la movilización colectiva no es garantía del éxito, sin embargo, como hemos podido ver en diversos ejemplos -como Coca-Cola, ISS, Amazon, Alcoa, La Naval, personal sanitario, estudiantes, taxistas…- la unión y la lucha de la clase trabajadora es el único camino para concienciar y avanzar en este largo y tortuoso camino.

Mariu Ruiz Gálvez (@GniaMariu) es economista.

Fotografía de Álvaro Minguito.