Pensar lo común y transformar la política

Lo común, los comunes, los bienes comunes, el bien común, el procomún, lo comunal… diferentes y matizadas maneras de apelar a una actividad y a una gestión comunitaria que hoy resulta muy seductora para una buena parte de la ciudadanía y que ha llegado a adquirir una indudable relevancia política.

Pero, ¿en qué se traduce hoy esta aspiración secular que se enfrenta por igual a la omnipotencia del Estado y al salvajismo del mercado? ¿Qué presupuestos antropológicos y morales exige la definición y la gestión de lo común? ¿Qué tipo de transformaciones políticas tendríamos que abordar para hablar seriamente de un mundo en común?

Lo común apela a la necesidad de reconstruir los vínculos que nos liberan, a una filosofía relacional que interioriza tanto nuestra radical vulnerabilidad como la normalidad de la inter-ecodependencia; la dependencia de los demás y de la base material que nos da sustento. El clásico sujeto inmune y autosuficiente es ahora un sujeto que solo se concibe a sí mismo en su relación con lxs otrxs, en la experiencia compartida, contextual, afectiva, dialógica y narrativa.

Desde la filosofía de lo común nadie puede interpretar la historia de su vida personal si no es en relación con la de los otrxs. La propia definición de nuestras necesidades básicas —presupuesto antropológico de los derechos— puede hacerse únicamente en relación con la de los demás y la prioridad en su satisfacción no puede desvincularse ni del entorno social ni del ambiental. La misma idea de libertad individual, autoconsciencia o autoestima, no puede comprenderse ni realizarse más que en una vida social inspirada por un compromiso con lo común porque, como dice Nel Noddings, si nos separásemos radicalmente de nuestros vínculos particulares y vivenciales no podríamos mantener nuestra identidad, ni lograríamos adoptar un punto de vista moral, ni podríamos asumir la defensa de nuestros derechos individuales (Noddings, 1984; ver también: Nussbaum, 2014).

Por esta razón, entre otras, puede decirse que el proyecto neoliberal resulta tan dañino y (auto)destructivo, porque disuelve los cementos sociales y no nos permite reconstruirlos; porque ni siquiera nos permite ser conscientes de la despersonalización y el corrosivo individualismo que arrastra consigo.

En fin, dado que la filosofía de lo común parte de esta inter-ecodependencia estructural, lógicamente, hace visible y confiere valor público tanto a las actividades de cuidado como a las mujeres que las protagonizan, y exige que tales actividades se redistribuyan entre los diferentes miembros que componen la sociedad, sean hombres o mujeres. Si las personas no son autónomas y autosuficientes, sino dependientes y necesitadas, la actividad de cuidado ha de ser definida como una virtud cívica y como un deber público de civilidad por cuyo cumplimiento ha de velar el Estado.

De este modo, lo común se vincula íntimamente a la ética del cuidado, que es una ética feminizada y que enfatiza notablemente la cultura de la responsabilidad, una vez superada tanto esa vivencia lineal del tiempo que sobrevalora el presente como las barreras de la especie. Y es que esa responsabilidad se extiende hacia las generaciones futuras, se retrotrae al pasado (el deber de memoria, por ejemplo, tiene que ver con esto), e incluye a los animales no humanos en nuestro círculo moral.

Es importante señalar que aquí lo que nos hace responsables no es nuestra pertenencia a una comunidad delimitada (política, social o familiar) sino los vínculos que tenemos con lxs otrxs. Es decir, no es la comunidad conformada sino el elemento relacional lo que resulta relevante en esta aproximación, por lo que no cabe intento alguno de exclusión a partir de rígidas comunidades cerradas (como pretenden ciertos nacionalismos nacidos y renacidos en el espacio ideológico de las derechas).

Así que, resumiendo, cuando hablamos de lo común hablamos de vínculos, de intereses colectivos y difusos, de bienes comunes, y de necesidades generalizables. Hablamos de individuos vinculados, relacionados, no de agentes autointeresados, aislados, presociales y prepolíticos, que eligen de acuerdo con una voluntad autónoma, desde sí y para sí, su particular plan de vida. Hablamos de personas necesitadas y vulnerables, interdependientes y ecodependientes, que no pueden desligar el discurso sobre sus libertades y necesidades del discurso sobre sus relaciones, ataduras y afectos, porque tanto nuestra autodefinición como la definición de lo común es siempre consustancial a una determinada práctica relacional, y esta práctica tiene relevancia política, no solo social y psicológica.

En fin, la definición de lo común requiere asumir la sociabilidad humana como presupuesto antropológico y una concepción narrativa de la identidad. Supone concebir al ser humano inserto en una comunidad que comparte y (re)construye un relato común, así como el interés de llegar a un acuerdo sobre cuestiones comunes, y supone también identificar y articular ese relato frente a la fragmentación. Supone apostar por una racionalidad comunicativa, frente a una estrictamente estratégica, y por el valor de la empatía frente a una razón instrumental omnicomprensiva.

La idea misma de lo común, de hecho, es incompatible con el mito del egoísmo como presupuesto racional y del narcisismo como motivación para la acción y motor del bienestar. Y por eso mismo es incompatible también con los presupuestos antropológicos, morales y políticos en los que se apoyan las posiciones neoliberales.

A la vista de todo esto, puede decirse que lo común conecta con la tradición republicana y solo florece en un espacio radicalmente democrático en el que quepa encadenar intereses privados y colectivos, autonomía relacional, autodeterminación y autogobierno.

Como señalan Christian Laval y Pierre Dardot (2015), lo común es político precisamente porque surge de la participación activa y democrática en una misma tarea, sostenida y continua. Es esa actividad compartida la que funda la comunidad y no a la inversa, de modo que la pertenencia es la consecuencia y no la causa de la participación. Participar en la deliberación sobre lo común es lo que decide la pertenencia efectiva a una determinada comunidad. Son las prácticas relacionales y discursivas las que definen la membresía. En definitiva, puede decirse que lo común es político (en un sentido amplio) porque consiste en introducir el autogobierno (que no es solo autogestión) en todos los ámbitos de la vida.

Si asumimos tales puntos de partida, podemos pensar que una comunidad política para los comunes requiere bascular, como mínimo, alrededor de estos ejes: radicalidad democrática y nueva institucionalidad; distribución de la riqueza y justicia social; descentralización del poder político y autogobierno; identidad relacional y reconocimiento; feminización de la política.

a) La radicalidad democrática y la nueva institucionalidad exige superar los límites estructurales que padece la democracia representativa de partidos, optando por abrir más y mejores canales de participación ciudadana —pensemos, por ejemplo, en las restricciones que en España encuentra tanto el referéndum como la iniciativa legislativa popular, y que no se reproducen en otros países de Europa—.

Se trataría de articular mecanismos reales y efectivos de control que eviten la concentración del poder, que exijan transparencia y rendición de cuentas en la búsqueda de fórmulas de gobernanza para que la política institucionalizada sea más porosa, para que se vea obligada a dialogar con esa política no institucionalizada que se da en los movimientos, las asociaciones o los espacios de autogestión.

b) La redistribución de la riqueza y la justicia social requiere políticas dirigidas a satisfacer necesidades básicas y no al incremento del consumo (o a garantizar un acceso privado al consumo). Se dirige a evitar la concentración de la riqueza en pocas manos y a limitar la actividad especulativa. La política de lo común es incompatible con la lógica de la acumulación privada porque la definición y la gestión de lo común ha de recaer siempre en los destinatarios de dicha gestión, presentes y futuros, y no puede depender del mandato de ricos y poderosos.

Es momento de tomarse en serio que la propiedad privada solo es legítima cuando tiene una función social y se orienta a la protección del bien común, porque su fundamento es político (no pre-político) y su valor es instrumental (no moral). Esto es lo que quería decir Jean Jacques Rousseau (1993) en El Contrato Social,  cuando afirmaba: “[…] el derecho que tiene cada particular sobre su bien está siempre subordinado al derecho que tiene la comunidad sobre todos, sin lo cual no habría solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía”. En suma, si no se garantiza lo común no hay cohesión social ni representación democrática.

En fin, así como la democracia evita la dominación vertical, la distribución de la riqueza evita la dominación horizontal (que unos sean dominados por otros). Ambos procesos están vinculados a tal punto que no pueden garantizarse el uno sin el otro. Por eso en otros lugares he insistido tanto en la conexión inevitable que debe existir entre derechos políticos y sociales. Porque una sociedad igualitaria, con derecho a la educación, la sanidad o la vivienda, sin un proceso de radicalización democrática, es una sociedad clientelar, en la que los derechos no solo no empoderan a la población, sino que se utilizan, precisamente, para silenciarla y desempoderarla. Como ha sucedido, sin ir más lejos, en la España caciquil del nuevorriquismo en la que han proliferado las “políticas sociales” orientadas de este modo.

c) La descentralización y el autogobierno se traducen también en redistribución, en este caso, del poder político y las competencias administrativas. Delegar en instancias infraestatales tanto el control sobre el territorio propio como la definición y la gestión de los comunes locales, es ya un claro imperativo porque hace tiempo que el Estado dejó de tener la medida de todas las cosas y quedó atrapado entre fuerzas centrífugas y centrípetas tendencialmente contradictorias. Evidentemente, esto significa también que un proceso de internacionalización democratizada y en red es totalmente ineludible. Por eso creo que el momento de ultranacionalismo rancio que estamos viviendo en algunos países de Europa y en los Estados Unidos de Donald Trump, obedece más una contrarreacción histérica ante el cataclismo del Estado-nación que a una propuesta política que pueda sostenerse en el tiempo, aunque evidentemente hay que tomársela muy en serio habida cuenta de la cantidad de víctimas que este huracán puede generar.

d) Con identidad relacional y reconocimiento quiero decir que las prácticas comunes, los bienes relacionales (los vínculos que apreciamos) y los factores endógenos con los que una comunidad se autoidentifica, deben ser políticamente relevantes. Las narrativas comunitarias, el relato común y el discurso del (auto)reconocimiento, construidos desde abajo, y siempre en el marco de una sociedad democratizada, no han de leerse como anécdotas colaterales, ni tienen simplemente un valor psicológico, social o cultural.

e) Y, finalmente, cuando algunas feministas hablamos de feminización de la política nos referimos también a esta transformación integral que exige la política de lo común. No nos referimos únicamente a una política con presencia de mujeres (aunque no faltan quienes hablan de feminización y piensan, únicamente, en paridad), sino a una política organizada en torno a la interdependencia, la ecodependencia y el cuidado. Una política que ponga lo relacional en el centro y que se oriente a construir formas estables de lo común facilitando encuentros y sincronizando ritmos. Una política en la que el poder no se ejerza verticalmente sobre los otros, sino con los otros (Petra Kelly); que se apoye en un “liderazgo transformacional”, en el trabajo en equipo, la horizontalidad, la participación y el poder compartido. Y quienes defendemos esta idea, simplemente, consideramos que las mujeres, en femenino, son las que pueden garantizar este giro hacia un espacio relacional, dada su experiencia psicosocial y el aprendizaje moral que de ella han extraído.

El rol que las mujeres han venido desempeñando en el ámbito privado, familiar y doméstico, ha hecho que las relaciones interpersonales sean constitutivas de su identidad como mujeres, y les ha ayudado tanto a visibilizar a los más vulnerables como a valorar la importancia de la empatía y los afectos. Y es que no se reconoce la dependencia ni se asume la responsabilidad únicamente por medio de una reflexión teórica sino también y sobre todo a través de las experiencias y las actividades compartidas, y la evaluación de las alternativas que tales actividades imponen (MacIntyre, 2001: 160).

Por eso, en esta política feminizada, que yo identifico con la política de lo común, son relevantes las vivencias cotidianas y la experiencia relacional; una política de localización (Rich, 1987) construida desde abajo, así como toda la riqueza de los saberes situados (Haraway, 1995: 313-344; Braidotti, 2001: 15-16), que son esos saberes transformadores desde donde se elaboran hoy multitud de estrategias para subvertir los códigos dominantes [1].

Esta política de lo común, profundamente feminizada, es la que se apoya en una ética del cuidado y la responsabilidad entendida como ética femenina. Pero eso no significa que todas la mujeres compartan un mismo punto de vista ético, ni tampoco supone excluir a los varones de semejante punto de vista, sino que lo que nos indica es que son las mujeres las que están en mejores condiciones para adoptarlo y enseñarlo. Así que, insisto, en este caso, cuando se subraya la feminidad y lo femenino como un hecho diferencial, lo que se pretende es poner de relieve que las mujeres son las que mayoritariamente generan y viven lo relacional, sin obviar que hay mujeres masculinizadas, como varones feminizados que se han despojado voluntariamente de su aprendida virilidad [2]. Subrayo, pues, un hecho diferencial que no es biológico, ni esencialista, sino sociocultural. Y no me sitúo en ninguna forma de binarismo estructural aunque, desde luego, sí me distancio de las propuestas de un feminismo liberal que me resulta extremadamente estrecho y que, como única alternativa feminista, considero ya claramente contraindicado.

En fin, y por aterrizar, si pensamos en estos ejes y en la interrelación que entre ellos existe, no resulta extraño que haya sido el nuevo movimiento municipalista el que les ha dado su mejor articulación política (si bien la aspiración ha de ser siempre la de ir más allá del espacio municipal, entre otras cosas, porque los comunes no son solo locales). No hay duda de que esta nueva forma de entender la democracia local es la que está canalizando mejor la recuperación de lo público y lo común (y la resistencia al expolio), de la que dependen, sobre todo, los ciudadanos más pobres y vulnerables. Todos los procesos de remunicipalización que estamos viviendo en España, bien protagonizados por las fuerzas del cambio, bien al amparo del impacto (más o menos reconocido) que han tenido en otras formaciones políticas más convencionales, son un ejemplo claro de lo que digo. Y también lo es el modo en que la transversalidad de género se ha incorporado a las agendas municipales; la manera en la que se definen y se defienden los derechos sociales, como el de salud (comunitaria), vivienda (social) o educación (en la diversidad), y la claridad con la que esta defensa se conecta con pretensiones descentralizadoras y de autogobierno.

El nuevo municipalismo es seguramente el mejor laboratorio que tenemos hoy de lo que ha de ser la política de lo común porque es, por definición, un empoderamiento ciudadano desde la base que exige una cultura política relacional y una nueva institucionalidad vinculada a procesos de regeneración democrática, distribución de la riqueza y descentralización del poder.

Para finalizar, lo que parece claro es que una política de lo común exige una auténtica transformación cultural, de percepción y sensibilidad, y para lograr esta transformación, la política no puede tener solo la misión de educar y explicar cómo son y cómo podrían ser las cosas, sino que también debe ocuparse de alimentar lo relacional y de fortalecer el intersticio que hay “entre” nosotros fomentando el diálogo, el encuentro y las experiencias colectivas.

Notas

[1] “La función social del conocimiento exige reconocer al otro en su cotidianeidad, en su vida, tanto pública como privada, en su hacer y no sólo en su pensar […] Definiendo abstractamente al individuo pensante, se han podido dejar de lado las circunstancias concretas en las que se vive […] El “yo hago”, por el contrario, nos coloca indefectiblemente en el contexto en el que vamos creando y recreando nuestras vidas. Nada se puede hacer sin los objetos materiales, sin los bienes, con los que trabajamos en el continuum de relaciones sociales en las que estamos situados” (Herrera Flores, 2008: 197).

[2] Aquí tomé posición a este respecto: http://www.eldiario.es/zonacritica/Feminizar-politica_6_585901437.html

Bibliografía

BRAIDOTTI, Rossi (2004), Feminismo, diferencia sexual y subjetividad nómada, trad. G. Ventureira y M.L. Femenías, Gedisa, Barcelona.

DEL OLMO, Carolina (2016), “Los cinco cerditos y la vida buena”: Boletín Ecos de Fuhem ecosocial, 37. Disponible en: http://www.fuhem.es/ecosocial/articulos.aspx?v=10081&n=0 (mayo 2017).

HARAWAY, Donna (1995), Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, trad. M. Talens, Cátedra, Madrid.

HERRERA FLORES,  (2008), La reinvención de los derechos humanos, Atrapasueños, Sevilla,

LAVAL, Christian y DARDOT, Pierre (2015), Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI, trad. A. Díez, Gedisa, Barcelona.

MACINTYRE, Alasdair (2001), Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes, trad. B. Martínez de Murguía, Paidós, Barcelona.

NODDINGS, Nel (1984), Caring. A Femenine Approach to Ethics and Moral Education, University of California Press, Berkeley.

NUSSBAUM, Martha (2014), Emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia?, trad. A. Santos Mosquera, Paidós, Barcelona.

RICH, Adrienne (1987) “Notes towards a politics of location”, en: Blood, Bred, and Poetry: Selected Prose 1979-1985, Norton, Londres.

ROUSSEAU, Jean-Jacques (1993), El Contrato Social (1762), Altaya, Madrid.

 

"Reunión en la azotea del CS La Ingobernable". Fotografía de Álvaro Minguito, 2017.