Planificar democráticamente la economía: futuro republicano y horizonte socialista

En los próximos párrafos vamos a tratar de justificar una única tesis: que la planificación democrática de la economía, de toda ella, es la medida más consecuente que se puede reclamar tanto para responder a los ideales republicanos, como para avanzar en dirección al socialismo. A la vez, o precisamente por ello, sostenemos que reivindicarla es la más contundente forma de cumplir con la tarea histórica de la clase obrera como agente revolucionario capaz de dejar atrás el modo de producción capitalista. Lo sabemos, son palabras gruesas, algo envejecidas, dirán algunos; y, sin embargo, creemos poder hacernos cargo de ellas en las líneas que vienen a continuación[i].

La planificación como colofón del proyecto republicano

Empecemos por la continuidad que percibimos entre esta propuesta y los principios republicanos que se alumbraron en la aurora de la Modernidad. El célebre filósofo, y experto en la materia, Antoni Domènech resumía el ideario del republicanismo democrático en cuatro sencillos puntos[ii]: (1) la realización del binomio libertad/igualdad; (2) la democracia (fraterna) bajo la égida de la ley civil; (3) la necesaria transformación del sistema de propiedad de cara a la universalización de la libertad; (4) la unidad de la humanidad en una república cosmopolita. Pues bien, nosotros proponemos una interpretación relativamente libre —aunque no forzada— de estos puntos para respaldar nuestro enunciado inaugural.

La libertad, así como la igualdad, son atributos históricamente inherentes al productor de mercancías. El ser humano solo ha podido emanciparse de la arbitrariedad asociada a los vínculos de dependencia personal (esclavitud, servidumbre, vasallaje, clan, etc.) cuando su existencia ha comenzado a estar mediada por el producto de su trabajo constituido en «poder objetivo», independiente de voluntades particulares; cuando el nexo con el metabolismo social ha pasado a depender de los impersonales imperativos de la productividad y la rentabilidad. Ante el mercado, los hombres aparentan ser iguales entre sí, pues todos son tratados por igual, con igual despotismo, por las leyes de la acumulación del capital. Esta ilusión, no obstante, se desvela en el momento en que miramos atentamente a las figuras que convergen en la compraventa de la mercancía más importante, la única capaz de engendrar valor, la fuerza de trabajo. Ahí vemos que ciertos individuos personifican, a través de la propiedad, al capital, mientras otros, libres a la vez del yugo de los lazos personales y de la propiedad de los medios de producción, se ven obligados a vender cada mes su capacidad de trabajar. Esa es una brecha que quebranta la igualdad, y genera grados diferentes de libertad; una que, para suprimirse requiere, como apuntaba Domènech, de un cambio en la estructura de propiedad.

La propiedad privada es una de las formas jurídicas que asume la organización del trabajo en el modo de producción capitalista. Otra distinta sería la propiedad pública del Estado. En base a la frontera entre ambas se delimitan dos esferas diferentes de la vida social: aquella en la que una persona o grupo de ellas es soberana y aquella en la que la soberanía se haya repartida entre toda la población. La socialización de los medios de producción (en ocasiones llamada nacionalización), condición primera para la planificación económica, consistiría en la erradicación de la primera de esas esferas mediante la expansión irrestricta de la segunda. En ese movimiento se suprimiría la diferencia entre clases, dejando a toda la sociedad sumida en la condición de clase trabajadora, pues será mediante su trabajo que toda persona contribuirá a la satisfacción de las necesidades sociales. Esto implaría la superación de los resquicios de arbitrariedad particularista aun presentes y concentrados en la figura del capital privado, mediante el desplazamiento del conjunto de procesos que contribuyen a la reproducción social a la plaza pública. La condición de ciudadanía conocerá un nuevo nivel de desarrollo al verse todos sus participantes en el deber de hacerse cargo de las decisiones que les conciernen en tanto integrantes de la unidad política. Esa es la plasmación directa de las promesas de la Ilustración que la burguesía no puede cumplir más que dejando de existir.

Pero para que ese proceso se completase plenamente, debe dejarse atrás, tanto la mentada propiedad privada, como otro gran corsé que constriñe la expansión de los derechos políticos: el encapsulamiento de la ciudadanía en diferentes Estados. A pesar de su contenido mundial, la producción se encuentra hoy fragmentada no solo entre los capitales privados, sino también entre los distintos ámbitos nacionales de acumulación. Para que la ciudadanía pueda tomar en sus manos la gestión de la producción social y hacer frente a problemas globales (el cambio climático, por ejemplo), debe organizarse de manera global. Lo decimos sin ambages: es precisa la integración de la humanidad en un único espacio político mundial. Para ello, deben desarrollarse vínculos de solidaridad (palabra que preferimos frente a «fraternidad», precisamente por esquivar la referencia a los lazos de dependencia personal) a nivel internacional que sirvan para enhebrar el conflicto de clases más allá de las fronteras. Tan solo en ese punto, todo ciudadano o ciudadana, que en este punto sería igual que decir todo miembro de la clase obrera, se verá interpelado para participar en la deliberación sobre en qué condiciones se ha de conformar la sociedad futura.

Liberales —de derechas, pero también izquierdas— esgrimen ante estas propuestas dos argumentos principales: uno de carácter técnico, otro moral. En primer lugar, nos dirán que es imposible, por cuestiones de cálculo, que una autoridad central sea capaz de recopilar y procesar la información necesaria para poder responder eficazmente a las demandas. En relación a esta crítica, al no ser lugar este para replicar como se debiera, nos remitimos a los trabajos que de un tiempo a esta parte vienen desarrollando los compañeros de cibcom, con Maxi Nieto a la cabeza, en los que se argumenta consistentemente que, gracias a los medios técnicos de los que la sociedad se va dotando, resulta cada vez menos impensable que todos podamos participar directamente de la confección de planes eficientes de producción[iii]. La segunda crítica referiría no a la posibilidad sino a la deseabilidad de la planificación. Podría resumirse en la frase «¿quiénes son los demás para decirme qué tengo yo que producir o consumir?». Nuestra respuesta es clara: son ciudadanos, y en tanto que tales, pueden legislar sobre asuntos que van más allá de su ombligo (y que afectan al tuyo, al de todos). Ahí reside la radicalidad democrática de la planificación, en que es la única forma de extender el dominio de la rēs pūblica sin ninguna cortapisa.

La planificación como escalón en el camino al socialismo

No resulta sencillo decir qué es el socialismo, palabra que, siguiendo al propio Marx, empleamos como sinónimo perfecto de otras expresiones como «comunismo» o «asociación libre de productores»[iv]. De cara a los objetivos del presente documento nos contentaremos simplemente con verlo como un modo de producción en que los individuos gestionan de forma realmente libre, esto es, plenamente consciente, la producción social. ¿A qué nos referimos con eso? Lo cierto es que no podemos concretarlo pormenorizadamente. La conciencia enajenada, de la que hacemos gala como miembros de la sociedad capitalista, se ve muy limitada a la hora de imaginar las particularidades de una sociedad libre. Nos conformamos viendo al comunismo como una potencialidad, como el «movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual», atendiendo a las fuerzas que ya en nuestros días operan sobre nosotros. Expliquémonos.

El acicate de la acumulación, la esencia del capitalismo, es, sin duda, la producción de plusvalor, y de entre las formas de hacerlo, la más potente es aquella que Marx ubicó en la subsunción real del trabajo en el capital. Para valorizarse, es necesario que se incremente cada vez más la productividad del trabajo, y para ello se torna indispensable el desarrollo de formas de conciencia objetivas, científicas, que se apropien idealmente de su medio de cara a transformarlo. Para optimizar la dinámica capitalista se va haciendo cada vez más imperioso crear individuos capaces de insertarse en cualquier proceso productivo, que desarrollen un «trabajo científico general», así como de identificar y suprimir todo gasto superfluo. En otras palabras, nuestra sociedad avanza de manera paulatina hacia la universalización de un tipo muy particular aptitudes productivas: aquellas que hagan de cada individuo que las posea un agente capaz de hacerse cargo del conjunto del metabolismo social. El súmmum de esto sería una producción totalmente racional, directamente social, llamativamente contradictoria con el carácter enajenado de la producción. Esa es la contradicción absoluta del modo de producción capitalista[v].

El despliegue concreto de esta contradicción, huelga decirlo, no transcurre al margen de la lucha de clases. Esta última es una constante necesaria en todo el proceso de superación (también de reproducción) del modo de producción capitalista. En lo que aquí nos atañe, resulta evidente que la acción revolucionaria de la clase obrera resulta imprescindible para dar paso al medio en que la conciencia productiva de la que hemos hablado no encuentre límites a su dilatación a través del metabolismo social, ni fronteras intraspasables entre diferentes clases. En ese sentido, el conflicto tiene una relevancia crucial tanto a la hora de fundar la república democrática desarrollada que hemos descrito, como en su superación ulterior. Sería de una ingenuidad inaceptable esperar que el modo de producción capitalista, que hasta el día de hoy se ha desplegado a través de la contienda social, vea su ocaso tranquila y apaciblemente. Aunque no nos atreveríamos a ofrecer un recetario o vaticinio al respecto de su concreción venidera, no cabe duda de que el escenario que nos aguarda será turbulento.

En esas coordenadas, la planificación económica de carácter democrático debería ser una de las demandas en las que se condensen las potencialidades revolucionarias de la clase. A fin de cuentas, es el medio en que esta última se apropia, al menos formalmente, del conjunto de la producción social. Aspirar a intervenir de forma cada vez más directa en la toma de decisiones es una forma particular de exigir la expansión y la capacidad de reconocer como propio el metabolismo social, algo que tan solo puede consumarse cuando este se encuentra en su totalidad sumido en la esfera pública; cuando se difumina la (ya de por sí artificial artificial) frontera entre la conciencia productiva y la política. Radicalizar la democracia —expresión a la que dotamos de un contenido cualitativamente diferente de aquel que le otorgan Laclau y Mouffe— es, en consecuencia, un medio más a través del que se abre paso el desarrollo de las fuerzas productivas, y este entra en contradicción con las relaciones sociales de producción. No se trata tan solo ni principalmente de votar, se trata de someter a deliberación los asuntos comunes. Solo mediante una recurrente participación en la discusión pública puede el ciudadano empaparse del funcionamiento e implicaciones de la reproducción social.

A su vez, este progresivo incremento de la involucración en la gestión común reclama el aprendizaje de todo tipo de materias, disciplinas que hoy vemos desgajadas en diferentes facultades (de ciencias sociales, ambientales, etc.). Esta exigencia, encauzada presumiblemente a través de un sistema educativo público, universal y gratuito, es de las más importantes garantías democráticas. Sin ello, una parte esencial de la toma de decisiones quedaría monopolizada por los «tecnócratas», únicos capaces de elaborar el plan y ponerlo en marcha desde arriba. La proliferación de una conciencia científico-técnica amplia entre el conjunto de la clase trabajadora es la vía a través de la cual se van forjando los «hombres plenamente desarrollados»[vi]. Individuos realmente libres e iguales que, con el tiempo, serían capaces de organizar el metabolismo social sin enajenar sus potencias en un sujeto externo. Será el final del capital en todas sus expresiones y con todas sus implicaciones: también de las clases, incluso del Estado y, por ende, de la propia democracia, como forma política propia de la sociedad de productores privados de mercancías.

Consideraciones finales

Hemos tratado de argumentar brevemente que la planificación democrática de la economía es una medida en la que se engranan los objetivos republicanos con el porvenir socialista. Su consecución, si bien no significaría la desaparición del modo de producción capitalista, sí implicaría un avance significativo en este proceso, uno que tiene por seña de identidad la plasmación concreta de los más progresistas anhelos de la Modernidad. En este marco podemos entender que las pugnas por hacer avanzar la condición de ciudadanía, por materializar las más ambiciosas de las concepciones de los Derechos Humanos, tales como la defensa de la sanidad o la educación públicas, conflictos que tradicionalmente han sido desdeñadas por parciales o reformistas por una parte de la izquierda, pueden en realidad ser destellos de la más revolucionaria de las luchas obreras. Por ello, como militantes comunistas, es nuestro deber participar de estas reyertas, tratando siempre de llevarlas más allá, al punto donde deja de ser posible compatibilizarlas con la actual estructura de propiedad.

Jesús Rodríguez Rojo (@JesusR_Rojo) es investigador en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

Jesús López Giménez es estudiante de Filosofía en la UNED y miembro del colectivo cibcom (cibcom.org).

[i] El presente texto busca ofrecer una condensación y ampliación de los argumentos positivos, dejando de lado la polémica, vertidos en el artículo «Renta Básica, derechos y planificación económica» Revista Internacional de Pensamiento Político, nº 15, 2020 (disponible aquí). Así mismo, este contenido se verá ampliado en un libro que será publicado, si todo va como está previsto, en septiembre.

[ii] Domènech, Antoni. (2015). «Socialismo: ¿De dónde vino? ¿Qué quiso? ¿Qué logró?», pp. 71-124, en Bunge, Mario y Carlos Gabetta (comps.) ¿Tiene porvenir el socialismo? Barcelona: Gedisa.

[iii] Véase, por ejemplo: Cockshott, Paul y Maxi Nieto. 2017. Ciber-comunismo. Madrid: Trotta.

[iv] Chattopadhyay, Paresh. 2015. «El mito del socialismo del siglo XXI y la permanente relevancia de Karl Marx», pp. 69-104, en Musto, Marcelo (ed.) De regreso a Marx. Buenos Aires: Octubre.

[v] Marx, Karl. 1972. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política.2. Madrid: Siglo XXI, p. 222. Para un desarrollo más amplio en la línea que planteamos, muy inspirada en los desarrollos de Juan Iñigo Carrera y los demás amigos del CICP, véase: Rodríguez Rojo, Jesús. «Prometeo en Silicon Valley. Tecnología y emancipación más allá de mitos», pp. 305-328, en González del Pozo, Jorge y Javier Campelo Bermejo (eds.) Las cadenas que amamos. Una panorámica sobre el retroceso de occidente a todos los niveles. Valladolid: Páramo, 2021.

[vi] Marx, Karl. 1973. El capital. Crítica de la economía política. I. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, p. 434.

Fotografía de Álvaro Minguito.