¿Qué fue del neoliberalismo?

De un tiempo a esta parte, el neoliberalismo está muerto. Así lo proclaman un sinfín de académicos, periodistas y políticos. Según su interpretación, la crisis de 2008 forzó las costuras de este modelo de gobernanza. La de 2020, que ha requerido una intervención aún más extensa del Estado para estabilizar la economía internacional, ha dado la puntilla al mundo de ayer. Pero tal vez ocurra al revés. En la izquierda sigue siendo habitual despachar políticas públicas que desagradan –incluidas gran parte de las aplicadas desde 2020– como neoliberales. El funeral del neoliberalismo vendría a ser prematuro. ¿Quién tiene razón?

Lo que implica esta discrepancia es que no existe una noción común de lo que significa “neoliberalismo”. Eso y que el término contiene más aristas de lo que solemos pensar. Como la pregunta es pertinente, intentaré responder de tres formas. Primero voy a dar una definición más precisa del término. Después desmontaré algunos lugares comunes sobre el neoliberalismo. Finalmente, haré un balance de su trayectoria para concluir si goza o no de buena salud. El neoliberalismo ya se ha teorizado desde muchas disciplinas académicas y no pretendo ofrecer una definición global, sino ceñirme a una perspectiva que considero especialmente útil: la de la economía política comparada, en Europa y Norteamérica.

Mi punto de partida es el trabajo de Mark Blyth y Jonathan Hopkin[1], que definen el neoliberalismo como un régimen macroeconómico que se compone de instituciones centrales y objetivos políticos concretos. Este concepto se entiende mejor si contrastamos el régimen macroeconómico actual con su predecesor, el keynesianismo de posguerra, con frecuencia añorado como una edad de oro de la socialdemocracia. Las instituciones centrales entonces eran los Estados y sindicatos, que llegaban a acuerdos corporativos para gestionar la economía nacional. Su objetivo político era generar pleno empleo y redistribuir riqueza. Eso produjo un modelo de crecimiento favorable a las clases medias y trabajadoras de la posguerra europea: baja desigualdad, sindicatos fuertes, inflación moderada y un sector financiero relativamente débil.

Tras las crisis de los años 70, el neoliberalismo invirtió este orden de prioridades. El objetivo político pasó a ser mantener la estabilidad de precios. El protagonismo institucional pasó a los bancos centrales independientes y el sistema financiero internacional. El motor del modelo de crecimiento ya no sería la demanda agregada nacional, sino los mercados internacionales. El resultado es conocido: baja inflación, aumento de la participación del capital frente al trabajo en el PIB global, estancamiento de los salarios, sindicatos débiles, alta movilidad del capital, internacionalización de las cadenas de producción y un sector financiero hipertrofiado.

Los regímenes macroeconómicos también transforman los sistemas de partidos políticos. Durante la era keynesiana la organización política era el partido “atrapalotodo”, que hacía hincapié en la redistribución económica y la provisión de bienes públicos como componentes clave de su atractivo electoral. Esta orientación los llevaba a desarrollar vínculos profundos con otros actores sociales. Pensemos en movimientos vecinales, clubs de jóvenes, asociaciones de la sociedad civil o, en el caso de la democracia cristiana, parroquias y grupos religiosos. Aquí también destacaba el lugar que ocupaban los sindicatos. Eran los aliados más importantes para el centro-izquierda, porque además de contribuir a la gestión económica proporcionaban músculo electoral en forma de fondos y voluntarios.

Como señala la socióloga Stephen Mudge[2], este vínculo permitía a los partidos de centro-izquierda “cultivar no sólo políticas progresistas sino también identidades políticas progresistas”. La clave la proporcionaban los propios economistas keynesianos, que combinaban experiencia académica con una fuerte vinculación a sindicatos y partidos de centro-izquierda. Así, los “teóricos económicos”, como los llama Mudge, podían intermediar entre los mundos de la investigación académica, la política institucional y el trabajo organizado. Lo hacían para proporcionar a sus gobiernos instrumentos con los que conciliar las demandas de sus principales votantes con una gobernanza macroeconómica estable.

La crisis de los años 70 trasformó este orden de prioridades. Bajo el neoliberalismo, como señala Cornel Ban[3], la gobernanza económica se centra en hacer políticas públicas conformes a las expectativas de los mercados financieros, salvaguardar la competitividad económica y mantener una economía abierta. Los partidos “atrapalotodo” se adaptaron a esta situación de tres maneras. Discursivamente, adoptaron el mantra de Margaret Thatcher según el cual “no hay alternativa” al avance del libre mercado como motor de crecimiento económico. A nivel institucional, externalizaron gran parte de la formulación de políticas públicas: por ejemplo, blindando la independencia de los bancos centrales –y, en la zona euro, trasladando la soberanía monetaria a Frankfurt–, lo que ahorró a los gobiernos nacionales la responsabilidad de gestionar aspectos clave del ciclo económico. En el plano electoral, se distanciaron de otros actores y aliados sociales –como los sindicatos– para cultivar una imagen de solvencia en procesos electorales cada vez más híper-mediatizados.

El resultado fue lo que los politólogos Peter Mair y Richard Katz[4] bautizaron como “partidos cártel”, así llamados porque ponen límites a la oferta de políticas públicas y se reparten el mercado político en una suerte de oligopolio, donde la agenda económica que adoptan es relativamente similar. Volviendo a Mudge, la figura del teórico económico keynesiano se vio reemplazada por una tríada compatible con las prescripciones neoliberales: economistas de corte ortodoxo, tecnócratas expertos en políticas públicas (policy wonks) y asesores de comunicación expertos en producir un “relato” favorable al partido que gobierna (spin doctors). No es difícil identificar esta configuración cuando observamos los partidos de gobierno contemporáneos, especialmente los de centro-izquierda.

Todo lo anterior sirve para desterrar algunos lugares comunes sobre el neoliberalismo. En primer lugar, no es necesariamente un sinónimo de políticas económicas de derechas. Se ha vuelto común debatir sobre la crisis de la socialdemocracia tras la adopción de la “tercera vía” que representaron políticos como Tony Blair y Bill Clinton. Pero los partidos de centro-derecha, como desgranan los economistas Bruno Amable y Stefano Palombarini[5], también se enfrentan a divisiones en su base electoral cuando adoptan estas prescripciones (por ejemplo, en lo relativo a la cuestión del proteccionismo comercial).

En segundo lugar, no es un modelo de crecimiento que busca “menos Estado y más mercado”. Lo que hemos presenciado durante las últimas décadas no es una desaparición de los gobiernos nacionales, sino una reconfiguración de sus funciones. No es raro que –en países con modelos de neoliberalismo especialmente disciplinarios, como Estados Unidos[6]– la retirada del poder público en el terreno de la protección social venga acompañada de su redespliegue en el sector de la seguridad. Se trata, precisamente, de reprimir el malestar social que genera un abrazo incondicional del libre mercado.

La conclusión es que el neoliberalismo, como señala Quinn Slobodian[7], es una teoría del Estado antes que un paradigma económico. Por eso resulta más útil analizarlo como un paradigma político que como una doctrina económica coherente. De hecho, algunos de los elementos fundacionales del orden neoliberal –como el monetarismo en los años 70– dejaron de estar vigentes hace décadas, sin que el resto del régimen macroeconómico se haya desvanecido.

¿Dónde nos deja todo esto? La crisis de 2008 amenazó los supuestos del neoliberalismo y produjo las condiciones en las que podían triunfar partidos opuestos al statu quo. Pero la organización de fuerzas como Podemos adoleció precisamente de las mismas carencias que los partidos cártel: una débil implantación social y una sobre-dependencia en la comunicación política que lo llevó, tras un periodo de ascenso espectacular, a estancarse primero y después a retroceder. El giro “laborista” de Yolanda Díaz parece un correctivo necesario para el espacio político a la izquierda del PSOE. También ofrece salidas a la crisis de desintermediación[8] social identificada por académicos como Mair y Mudge.  Pero cabe recordar que otros movimientos similares –como las campañas de Bernie Sanders en EE. UU.– se volcaron en conectar con el mundo del trabajo y tampoco lograron imponerse sobre sus rivales de centro-izquierda.

En el terreno de la economía, el paisaje es más ambiguo. El retorno de la inflación, en parte promovido por el volumen de los estímulos fiscales adoptados para combatir el Covid-19, sugiere que el orden de prioridades está cambiando. Las tensiones EE. UU.-China, y después los confinamientos (con las inmensas fricciones comerciales que generaron) han puesto en entredicho la viabilidad de la globalización neoliberal. Hoy es común escuchar a políticos defender la relocalización de cadenas de producción, la importancia del Estado ante la lucha contra el cambio climático, el retorno de la política industrial y la necesidad de que la Unión Europea adopte autonomía estratégica en el plano económico. Son propuestas que hace cinco años se consideraban excéntricas o veleidosas.

Ya nos hemos adentrado en una época en la que los Estados intervienen de manera más explícita en nuestras sociedades. Pero las convulsiones que presenciamos no tienen por qué traer consigo una época más emancipadora. Los confinamientos pusieron sobre la mesa la capacidad de los gobiernos para regular esferas antes inimaginables de nuestras vidas sin que se haya producido una transformación económica comparable. El éxito o fracaso de la agenda económica de Joe Biden, la composición del nuevo gobierno alemán y las negociaciones para reformar las reglas fiscales europeas en 2022 nos indicarán hacia dónde nos dirigimos en Europa y Norteamérica. Si el neoliberalismo, como buena idea zombi, resurge tras un funeral precipitado, o si da paso a algo diferente.

Jorge Tamames (@Jorge_Tamames) es investigador en el Real Instituto Elcano, doctorando en University College Dublin y autor de La Brecha y los cauces. El momento populista en España y Estados Unidos (Lengua de Trapo, 2021).

Notas

[1] Hopkin, J., & Blyth, M. (2019). The Global Economics of European Populism: Growth Regimes and Party System Change in Europe (The Government and Opposition/Leonard Schapiro Lecture 2017). Government and Opposition, 54(2), 193-225. doi:10.1017/gov.2018.43

[2] Mudge, Stephanie L. (2018). Leftism reinvented. Western parties from socialism to neoliberalism. Harvard University Press.

[3] Ban, Cornel. (2016). Ruling ideas: how global neoliberalism goes local. OUP USA.

[4] Katz, Richard S., and Peter Mair. “The Cartel Party Thesis: A Restatement.” Perspectives on Politics, vol. 7, no. 4, [American Political Science Association, Cambridge University Press], 2009, pp. 753–66, http://www.jstor.org/stable/40407077.

[5] Amable, Bruno & Palombarini, Stefano. (2021). The last neoliberal. Macron and the origins of France’s political crisis. Verso Books.

[6] Tamames, Jorge. (10 de junio de 2020). Varuna en Minniapolis. Política Exterior. Recuperado de: https://www.politicaexterior.com/varuna-en-minneapolis/

[7] Slobodian, Quinn. (2021). Globalistas. El fin de los imperios y el nacimiento del neoliberalismo. Capitán Swing.

[8] VV. AA. (2021). EL futuro de la izquierda. Minerva (36). Disponible en: https://cbamadrid.es/revistaminerva/articulo.php?id=848

Fotografía de Álvaro Minguito.