Seamos conservadores: ¿qué hacer cuando la revolución es reaccionaria?

Hay una revolución en marcha, pero no la estamos haciendo nosotros. Hay una revolución en marcha, porque la revolución, decía De Maistre (un contrarrevolucionario, pero no hay como leer a los reaccionarios para entender la revolución, porque, como decía Benjamin, nadie como el ahorcado comprende la soga y la madera), no es un acontecimiento, sino una época[1]. Hay una revolución en marcha cuyos revolucionarios hacen análisis concretos de la realidad concreta, cambian de táctica con desparpajo cuando una se revela fallida, dan dos pasos adelante y uno atrás, hacen entrismo, saben emitir por igual mensajes complejos y simples, son maestros de la agitprop, copian las añagazas exitosas del enemigo, guardan piezas, las sacrifican por un bien mayor, atesoran la paciencia de Mao y la clarividencia de Lenin, leen a Gramsci, tejen solidaridades internacionales muy fluidas, aprovechan el Parlamento como altavoz mientras trabajan contra él, tienen la resuelta insolencia de quienes sienten a su favor el viento de la historia. Los revolucionarios, hoy, son ellos. Su revolución, un asalto planetario contra el Estado del bienestar, no para superarlo en sentido socialista, sino para abolirlo; un nacional-thatcherismo cuyo ondear furibundo de estandartes nacionalistas camufla el propósito de disolver las instituciones que protegen al procomún.

Hay una revolución en marcha, pero una revolución siniestra (o, mejor dicho, diestra), que urge detener. Y la izquierda ya enarbola contra ella, espontáneamente, el lenguaje del orden y la conservación: la defensa de los servicios públicos amenazados, de conquistas morales en peligro, como el aborto o los derechos LGTB, etcétera. Nos hemos vuelto conservadores al tiempo que la derecha se ha hecho revolucionaria y tal vez no haya que avergonzarse de ello, sino abrazarlo con desenvoltura y, contraintuitivo como pueda ser, devolver el golpe volcándose a extraer lecciones (lecciones tácticas, no ideológicas), no de la literatura revolucionaria, sino de la contrarrevolucionaria, y no de la progresista, sino de la conservadora; leer desprejuiciadamente a los reaccionarios y conservadores lúcidos de las últimas dos centurias y aprender de sus intuiciones. Hacerlo comprendiéndolos, en primer lugar, a ellos, frente a la caricatura a la que acostumbramos a reducirlos.

Dos lecciones, también contraintuitivas, serían las primeras de ese aprendizaje: contrarrevolución y conservadurismo —sería una— no son la voluntad de detener el progreso, sino un progreso alternativo al planteado por la revolución, e incluso una alternativa revolución. El conservador tipo —sería la segunda— no es una persona apegada al pasado, ni es exactamente la revolución un ansia de futuro, sino todo lo contrario: el conservador celebra el presente y no teme el futuro que se derive de él, y es la revolución quien se obsesiona con un pasado áureo a recuperar. «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado», escribía Marx al inicio de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, pensando en la fascinación grecorromana de los revolucionarios de 1789 o la veterotestamentaria de las huestes de Cromwell[2].

Vive le Roi, malgré tout

Cuando, hoy, la izquierda abandera un discurso conservador, ello no significa que el orden existente se perciba como ideal, pero nunca quiso decirlo para ningún conservador stricto sensu. El conservador es consciente de —parafraseando un título de Chestertonlo que está mal en el mundo: lo que no acepta es que el orden existente sea radicalmente ignominioso y deba ser dinamitado sin piedad. Abandera un progreso ordenado, prudente. «Ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo lejano, lo suficiente a lo sobreabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa del presente a la dicha utópica», escribía Oakeshott, pero puntualizando que «en el corazón de todo modo de vida tradicional existe espacio para la libertad y la creatividad» y que el conservadurismo es «gratitud por lo que está disponible», pero no «una mera idolatría de lo que ha pasado y ya no está», sino «también una manera de acomodarnos a los cambios»[3].

Frente al revolucionario, el conservador puede llegar a abanderar una insurrección propia, muy furibunda y violenta, imitativa de las formas y fraseologías de su adversario: la contrarrevolución es ella misma una revolución, y no la mera preservación de un edificio en ruinas, sino la combinación de la lucha contra quienes quieren arrasarlo y una reforma ambiciosa que conjure los problemas que desencadenaron la revolución para empezar. De Maistre defendía el Antiguo Régimen y el orden aristocrático no acusando de su demolición a los protestantes o los masones, como sus correligionarios más obtusos, sino a la degradación de la aristocracia: «La nobleza francesa —escribía— no debe culpar de sus desgracias más que a sí misma; y cuando se convenza de esto, habrá dado un gran paso»[4]. Más aún, alababa a la revolución como un agente involuntario de regeneración, y lo hacía por tal motivo: los estragos del asalto obligan a reconstruir el edificio, que resurge más fuerte de lo que era antes. Los peones de la Revolución lo han sido en realidad, sin saberlo ni quererlo, de la Restauración, para la que han cumplido la misión de «fundir los metales para vaciar después la estatua»[5].

El Nuevo Antiguo Régimen es distinto del revolucionario tanto como de aquel contra el que los jacobinos se alzaron. Los soldados de la contrarrevolución —muchas veces proletarios que rechazan a los liberales porque quieren arrasar usos y costumbres arcaicos que representan derechos valiosos (como, por ejemplo, los pastos comunales amenazados por la desamortización)— se alzan en defensa del Rey, no porque lo veneren de manera acrítica, sino porque encarna un orden que, aunque imperfecto, prefieren a su alternativa; y también exigen que su sacrificio no sea gratuito y se traduzca en una renegociación a su favor del pacto tradicional. Exclaman, como Cheateaubriand: «¡Salvad al Rey, a pesar de todo!»[6]. Hoy nos sucede, debe sucedernos, lo mismo con la democracia socioliberal: bien sabemos cuán imperfecta es, cuántas leguas dista de ser arcádica, el altísimo número de sus fallos, carencias e ignominias; pero también que, con todo, es mejor que la alternativa de la revolución lepenista. Frente a ella, reivindicamos, debemos reivindicar, las virtudes que el statu quo encarna pese a todo y la posibilidad de una mejora progresiva; ello sin dejar de estar dispuestos para una insurrección defensiva si esa revolución adversaria se lanza finalmente al asalto de los pastos comunales de nuestro tiempo, ni para exigir, si vencemos, que nuestro sacrificio no sea gratuito y la victoria dé paso —como lo dio en 1945— a una democracia mejorada.

Papeles invertidos

La revolución —recordemos— no es un acontecimiento, sino una época. Y nuestra era revolucionaria comienza en realidad en 1989, exactamente dos centurias después del estallido de la Revolución francesa, con la toma de la Bastilla del derribo del Muro de Berlín y su, al caer, aplastar a sus dos lados: el soviético, pero también el del consenso socialdemócrata de la Europa occidental posbélica, que alumbró el Estado del bienestar a fin de conjurar la posibilidad de una revolución sovietizante. La ultraderecha de nuestros días es a aquella revolución neoliberal lo que el bonapartismo fuera a la revolución liberal: una renovación y expansión de aquella insurrección tras su fracaso parcial debido al Termidor representado por los socialismos del siglo XXI, el movimiento antiglobalización o los tipo Occupy o 15-M. La alt-right, cada uno de sus caudillos, es un Bonaparte que renuncia a las dimensiones más subversivas de la revolución original y asume formas y ceremoniales del Antiguo Régimen a fin de reanudarla: si Napoleón las monárquicas y católicas, la ultraderecha de hoy un recio discurso comunitarista que, sin embargo, no se hace incompatible con el capitalismo neoliberal, sino que aun lo acelera, cual Bolsonaro las motosierras que deforestan la Amazonía.

El futuro recordará tal vez a Bernie Sanders, Jeremy Corbyn, Jean-Luc Mélenchon o Pablo Iglesias como los últimos estertores de un alzamiento de izquierda clásico, tras el cual advino un ciclo marcado ya claramente por la inversión de papeles hasta aquí esbozada, y de la que llega a ser entretenido buscar manifestaciones macro y micro. Los sans culottes se llamaban así porque llevaban pantalones largos en lugar de los cortos que portaba la nobleza, a la que los revolucionarios, presentándose como hombres de acción que llamaban pan al pan y vino al vino, despreciaban como amanerada y decadente de un modo no muy distinto a como, hoy, la ultraderecha se recrea en demonizar el libertinaje sexual del establishment globalista, sus simpatías hacia el movimiento LGTB o los melindres de la cortesía woke y el lenguaje inclusivo. La derecha era en tiempos conservacionista, el Palacio Valdés de La aldea perdida o el Tolkien que envía a sus ents a devastar la industrial Isengard, frente a una izquierda entusiasta de la industria y que, cuando hizo su revolución, llenó de chimeneas, embalses y torres de alta tensión los emblemas de sus repúblicas populares; pero también aquí se han invertido hoy los papeles y es la izquierda ecologista frente al drill, baby, drill y las trovas al automóvil que se vocean en la trinchera de enfrente. Incluso la masonería de hoy son ellos: creyentes en un pensamiento —afortunadamente— impopular o perseguido y que lo comparte discretamente o en un secreto de logias digitales y saludos codificados; la dogwhistle politics de los nazis[7].

Los revolucionarios liberales abanderaban, y los revolucionarios neoliberales abanderan hoy, un sistema simplificado frente a la tortuosa maraña de regulaciones del Antiguo Régimen. Y ese sistema simplificado era entonces, como lo es es hoy, un atroz libremercado que precarizaría a capas populares protegidas por los viejos usos, pero partía de un diagnóstico certero: ciertamente la legislación del Antiguo Régimen era tortuosa y a menudo arbitraria, y necesitaba una reforma que los ilustrados ya habían intentado iniciar, pero podía ser la que se hizo u otra distinta, más justa. Los reaccionarios entenderían después de la Revolución que no podían restaurar aquella legislación tal cual, sino que debían racionalizarla. En nuestros días, el neoliberalismo alzado contra el consenso socialdemócrata abandera un proyecto perverso, horrífico, pero parte de un diagnóstico certero sobre las marañosidades y arbitrariedades del régimen actual, ante el cual las fuerzas del bien debiéramos ofrecer nuestra propia alternativa justa.

La revolución de hoy mira al pasado, como Marx decía que lo han hecho todas. Vetera instauramus, nova non produimus,decían los erasmistas[8]. Jacobo Bermúdez de Castro se burlaba así en 1869 de la infatuación grecorromana de los jacobinos:

No podían inspirarse de las sagradas páginas esos revolucionarios franceses, ateos en general y materialistas; pero, acosados por un fanatismo clásico y un pedantismo excusable cuando más en colegiales, estaban prontos á remedar á los Griegos y Romanos, cuyos nombres imponían á sus hijos, en vez de los consignados en el calendario. Así, objetos eran de su entusiasmo los homicidas Harmodio y Aristogiton, Timoleon el fratricida, Bruto y Manlio, verdugos de sus propios hijos, la madre feroz de Pausánias, en una palabra, cuantos crímenes rechaza la conciencia humana, con tal que estos crímenes fuesen narrados en griego ó en latín[9].

Hoy una sublevación antiprogresista, no pudiendo inspirarse en la fraseología revolucionaria de la que es atea, pero acosada por un fanatismo hispánico, remeda a los conquistadores y los Tercios; se entusiasma con crímenes que la conciencia humana rechaza, pero son narrados en el castellano viejo de los cronistas de Indias; llama a sus hijos Pelayo, Covadonga, Guzmán, Mencía, Rodrigo, Jimena, Beltrán, Hernán u otras onomásticas de héroes venerados o áspero sabor medieval o siglodorino. Y frente a ella, se impone una vindicación adversaria del pretérito como la que Miguel Martínez propone en Comuneros: el rayo y la semilla (1520-1521): un historicismo emancipador que convoque a los «colosos antediluvianos» sobre los que Marx también escribía a librar una comunería nueva; un nuevo Villalar en el que en esta ocasión venzan los buenos. Los comuneros, demuestra Martínez, ofrecen otro ejemplo de cómo son paradójicas las revoluciones y las contrarrevoluciones; y en aquel caso, de cómo una insurrección popular e incluso republicana con todas las de la ley puede arroparse del lenguaje de la obediencia y la conservación del pasado: los comuneros, de cuyos miembros más radicales —porque siempre hay varias revoluciones dentro de la Revolución— Martínez enumera trazos documentales de una imaginación rebelde que fabula explícitamente el fin de la Monarquía y la aristocracia, vindicaban al Rey para debilitarlo o incluso destronarlo tal como, en nuestros días, los revolucionarios de la Ilustración oscura vindican la democracia mientras laboran por disolverla, y alumbran democracias iliberales con elecciones y parlamentos meramente decorativos[10].

Reivindicarnos abiertamente como conservadores, abanderar el lenguaje de la moderación y la reforma prudente, podría devolver el golpe que para nosotros es que, adoptando a su vez el lenguaje del vértigo y la aventura, el enemigo esté sustrayéndonos efectivos: izquierdistas derechizados, no en la forma de sus tácticas, sino en su contenido ideológico; reaccionarios con pátina retórica bolchevique, jacobina o socialdemócrata ante los que bien haríamos en asimilar cierta advertencia de Challemel-Lacour, otro conservador lúcido, que se burlaba de «estas personas siempre dispuestas a enrolar bajo su bandera al primer llegado que casualmente pronuncie su santo y seña»[11].

Pablo Batalla Cueto (@pbcueto) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca. Dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de El Cuaderno. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

Notas

[1] Compagnonm Antoine. (2007). Los antimodernos. Barcelona: Acantilado, p. 119; Benjamin, Walter. (2021). Calle de sentido único. Cáceres: Periférica.

[2] Karl Marx: El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (ed. Juan R. Fajardo), en Archivo Marx Engels, 2000. Disponible en: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm

[3] Oakeshott, Michael. (2017). Ser conservador y otros ensayos. Madrid: Alianza, pp. 27, 99, 164, 167.

[4] Compagnon: o. cit., p. 119.

[5] Dawson, Christopher. (2015). Los dioses de la Revolución. Madrid: Encuentro, p. 179.

[6] Cit. en Compagnon: o. cit., p. 97.

[7] Cf. Ragland, Cason. (27 de abril de 2018). «How to recognize the rhetorical dog whistles of the modern fascist», StudyBreak. Disponible en: https://studybreaks.com/thoughts/fascist-dog-whistles/

[8] Rodríguez de la Flor, Fernando. (2012). Mundo simbólico: poética, política y teúrgia en el Barroco hispano. Madrid: Akal, p. 68.

[9] Bermúdez de Castro, Jacobo. (15 de marzo de 1869). «Del fanatismo religioso y político», Revista de España, tomo 7, núm. 25, p. 28.

[10] Una entrevista a Martínez en El Cuaderno, 17 de junio de 2021. Disponible en: https://elcuadernodigital.com/2021/06/17/vertigo-y-luz-en-las-arterias-del-relampago-entrevista-a-miguel-martinez-autor-de-comuneros-el-rayo-y-la-semilla-1520-1521/

[11] Compagnon: o. cit., pp. 100-101.

Fotografía de Álvaro Minguito.