Al recibir el horario de este curso me percaté de que me ha tocado ser el primer docente universitario con el que va a tener contacto, en el aula, un grupo de estudiantes. No debería darme ningún vértigo y, sin embargo, me lo da. Después de bastantes clases y seminarios impartidos, de múltiples presentaciones en congresos, incluso después de una defensa de tesis, estoy nervioso por qué primera impresión daré a esos —en su mayoría— jóvenes, no de mí, sino de la universidad.
Es absurdo. Por experiencia propia sé de lo inmerecido que es el halo místico que recubre esta institución: años de asignaturas, algunas inconexas o mal impartidas, de estudio, a los que siguieron otros tantos de investigación, todos y cada uno de ellos con un horizonte de precariedad e incertidumbre. Y, pese a todo, cuando me despisto, sigo escribiendo su nombre con mayúscula: Universidad.
Durante la carrera del joven investigador, uno se pregunta muchas veces qué demonios hace con su vida. A veces son duras conversaciones con uno mismo, en mi caso, durante largas horas antes de conciliar el sueño, cuando te inquieres una y mil veces por qué no decidiste opositar. Otras veces, cuando puedes, dialogando con compañeros en una situación similar: no creo que olvide algunos cafés con Manu en la Alameda o con Eu en los descansos de la beca (si merece ese nombre) que compartíamos. Tampoco olvidaré cuando Astrid, una referente, me dijo: “Mi madre dice que soy profesora universitaria, eso mola, lo que no dice es que no llego a los 700 euros al mes”. Más tarde lo corroboré: el prestigio, a los docentes, se nos detrae del salario.
Pero aquí estamos, como partícipes de una relación tóxica, inquietos, cavilando cómo salvar la cara a una estructura que nos descuida por sistema.
Por si fuera poco, todo profesor es consciente de que la universidad dista de funcionar como el “ascensor social” que se le presupone. No lo fue con muchos de quienes estamos sobre la tarima, ni lo es con quienes nos escuchan desde las sillas. Habrá quien diga que solo la certificación de haber atravesado exitosamente un circuito plagado de pequeños compromisos, algún trabajo en grupo (más que en equipo), muchos temarios que vomitar sobre exámenes y ejercicios que premian más la capacidad de aparentar saber que la de encarar críticamente aquello que se lee o escucha.
Tras darle no pocas vueltas, creo que si hay algo que pueda ponerse al otro lado de la balanza, algo por lo que romper una lanza por la universidad, eso debe ser su capacidad de producir y reproducir el conocimiento. El conocimiento científico en particular. Desde luego que la universidad no es el inmaculado templo del saber que dibujan sus incombustibles apologetas. Seguramente nunca lo fue. Pero también es verdad que lo más parecido que tenemos a una institución ilustrada, capaz de comprender la sociedad —y, en ello, comprenderse a sí misma— de un modo tan riguroso, es la que hoy reúne estudiantes y docentes en las aulas. Se podrá argüir lo que se quiera, pero es un hecho encomiable y por el que felicitarse que cada vez sean más los adultos con estudios universitarios. Esa masividad de la que se quejan los nostálgicos de la academia de notables, el hecho de que millones de trabajadores puedan dotarse a sí mismos y a sus hijos de un conocimiento más depurado del mundo, es una trinchera conquistada por la lucha obrera que tenemos que seguir defendiendo frente a los planes de los enemigos de siempre y las ocurrencias de los nuevos.
Si se tiene un compromiso político progresista, todo el asunto en este punto tiene una vuelta más de tuerca. Al parecer, toda la ambición de quienes tratamos de participar de la docencia universitaria es formar parte de los “aparatos ideológicos del Estado” (Althusser) o entrar en una estructura de “saber-poder” (Foucault). La educación superior pasa a ser vista como un pabellón de adoctrinamiento o de subordinación. Ya en este punto, al escuchar estas pamplinas, uno no está para ser complaciente.
Poco se puede esperar de los postmodernos. Hablamos de una brigada de demolición del saber objetivo que, puesta a deconstruir, a la que te descuidas te “deconstruye” la posibilidad misma de conocer. Caterva de oportunistas que aborrecen la ciencia en papers publicados en prestigiosas revistas de impacto; que comparan las instituciones educativas con los centros penitenciarios al tiempo que reciben su salario como docentes. Criptoliberales, relativistas e irresponsables. No puedo pensar más que eso de una tribu urbana a la que he tenido el dudoso placer de conocer de cerca. Dudo que alguna vez consiga borrar de mi memoria cuando, en los seminarios del programa de doctorado en ciencias sociales de la Universidad Complutense, mis compañeros de clase me decían que la ciencia era “una religión más”, que, en definitiva, no había diferencia sustantiva entre aquellas lecciones y las que se impartieran en las escuelas islamistas basadas en la sharía. De esos, algunos de los cuales a buen seguro hoy serán profesores, insisto, no esperaría mucho más.
El panorama es más complejo en los entornos militantes comunistas y, sospecho, anarquistas. Estos aceptan de buen grado el conocimiento científico, lo que facilita el diálogo, pero reniegan de la universidad realmente existente. No les faltan razones. La academia no es, ni por asomo, la única fuente de conocimiento científico. Qué duda cabe de que se puede hacer investigación de gran calidad por fuera de ella. A veces no queda otra, pues esta se cuida de ser poco permeable a ciertos discursos que resultan incómodos. Pero de ahí a encontrar más solventes los desarrollos, como a veces hacen, de la plataforma wordpress de turno que en las publicaciones académicas hay un abismo. El repudio al “academicismo” o al “intelectualismo” no pocas veces deriva en un cerril dogmatismo con devoción por textos sagrados. Aunque escueza, si se quiere comprender el capitalismo contemporáneo, es más coherente leer los textos de Shaikh o Guerrero que los de Hilferding o Luxemburg. Es la única conclusión materialista posible: los primeros han dispuesto de más recursos, temporales y materiales, y han podido apropiarse críticamente de lo desarrollado por los segundos.
No sé si esta labor de autoexploración, y también de desahogo, me deja en mucho mejores circunstancias para abordar la clase en cuestión. Tal vez todo esto se salde con un discursito, espero que no demasiado soporífero, sobre la importancia del conocimiento crítico o tal vez las protocolarias presentaciones e introducción a la asignatura sean el alfa y el omega de un episodio que probablemente no resulte en absoluto trascendente en la vida de los estudiantes. Seguiré pensando.
Jesús Rodríguez Rojo (@JesusR_Rojo) es doctor en Ciencias Jurídicas y Políticas. Es profesor, investigador y coordinador del seminario Marx y El capital en el mundo contemporáneo.
Fotografía de Álvaro Minguito.