Tiempos turbulentos: entre la crisis del PCE y la fundación de IU (1982-1989)

Este texto es un adelanto de El torbellino rojo: Auge y caída del Partido Comunista de España (Pasado & Presente, 2022).

El 22 de abril de 1985, Santiago Carrillo Solares recibió una carta certificada en su domicilio de la plaza de los Reyes Magos de Madrid. El remitente era «D. PCE»[sic], domiciliado en la calle Santísima Trinidad, 5, de la misma ciudad. La referencia al contenido rezaba: «Comunicándole resol[ución] del CC [Comité Central] del PCE de 19-4-85 que le excluye del CC». El acuse de recibo fue firmado por su esposa, Carmen. La expulsión tuvo cierto aire de familia: con el padre, también fue excluido el hijo, Santiago Carrillo Menéndez[1].

El eufemismo utilizado para justificar la medida fue «autoexclusión»: el interesado, junto con todos los que integraban la corriente que había cristalizado en torno suyo, había sido invitado a rectificar sus posturas en el plazo de quince días, a contar desde el 30 de marzo, y a expresar de manera explícita e individual su acatamiento a los acuerdos y estatutos del partido. En caso contrario –como ocurrió– el Comité Central confirmaría su salida de los órganos de dirección. Este paso era un señalamiento franco de la puerta de salida.

Con Carrillo fueron expulsados los miembros del Comité Central Adolfo Piñedo, secretario de la Federación del Metal de CCOO; Julián Ariza, fundador de CCOO, miembro del Comité Ejecutivo; Tomás Tueros, líder histórico de las CCOO vascas; los secretarios generales de los PPCC de Euskadi, Galicia y País Valenciano y así hasta diecinueve miembros del Comité Central y del Ejecutivo. En sucesivas oleadas, salieron del PCE dirigentes territoriales de Andalucía y Asturias; las direcciones regionales de Madrid, País Vasco, Valencia, Galicia y las direcciones provinciales de Valladolid, Albacete, Granada y Almería[2]. Hay que destacar que en la votación de los sesenta miembros del CC hubo matices cualitativos de repudio: si bien la mayoría (55-56) votaron por la exclusión de todos los integrantes de la corriente, alguien tuvo miramientos con Ariza (53), pero hubo quien quiso mostrarse implacable con Carrillo (57) y aplicarle la misma medicina que, como recordaba el acta en que se acordó su sanción, él aplicó durante su mandato: «conductas de mucha menos trascendencia terminaron con la expulsión y todos recordamos que el propio S. Carrillo siempre se mostró inexorable frente a cualquier indisciplina o acto de fraccionalismo»[3].

En los cuatro años transcurridos entre la legalización del PCE y su X Congreso (1981), el partido de los doscientos mil militantes había perdido sesenta mil[4]. El PCPE se llevó consigo a otros diez mil afiliados[5] y cuatro miembros del Comité Central acompañaron a Jaime Ballesteros que, «al frente de sus 100 pulgarcitos, avanza[ba] por los bosques siguiendo el rastro de miguitas de pan que le ha[bía] dejado Ignacio Gallego»[6].Los que secundaron a Carrillo superaron, según valoración propia, la cifra de tres mil[7]. Siguió un continuo adelgazamiento de las filas que, en las dos primeras décadas del siglo XXI, se estabilizó en torno a los ocho mil carnés[8]. Aquella variante de despido por motorista supuso para Carrillo el punto final a la presencia en los órganos de dirección de un partido en el que llevaba ocupando cargos ejecutivos desde 1944, y a una militancia que había comenzado en los días del asedio de Madrid en noviembre de 1936. Era el acta de clausura de la etapa del PCE «histórico». Como dijo Vázquez Montalbán, el partido que alcanzó a presidir Dolores Ibárruri durante cuatro años más, hasta su muerte en 1989, era ya la solución de continuidad del que ella había contribuido a fundar[9].

La hemorragia que drenó las venas del PCE histórico se extendió por el periodo comprendido entre tres congresos: el IX (1978), el X (1981) y el XI (1983). Los dos primeros se saldaron con la victoria –pírrica, en el segundo de los casos– de las posiciones de Santiago Carrillo. El último fue el prólogo de su expulsión. En el intervalo, el PCE sufrió una dramática debacle que condujo casi a su autoliquidación política. Además de la pérdida de músculo militante –en octubre de 1982, los afiliados se habían reducido a unos 70.000–, hubo un desplome en las urnas que llevó de 1.709.890 votos a 846.515. Fue un periodo de fuga del electorado, de crispación de las bases y rebelión de los cuadros[10]. Por debajo de la logomaquia entre «tocinillos» (mote colgado a los renovadores), «afganos», carrillistas, leninistas y «zorrocotrocos» (el calificativo dedicado a los prosoviéticos) latía el hartazgo general ante el bochornoso espectáculo de la fronda interna[11].

Carrillo dimitió una semana después del batacazo electoral de octubre de 1982. Le sucedió Gerardo Iglesias, un candidato que parecía ideal, según los nuevos cánones de la mercadotecnia: joven, fotogénico y leal a Carrillo, aunque de retórica escasamente brillante. Si alguien pensaba que el secretario saliente se marchaba a echar de comer a las palomas, se equivocaba de medio a medio, el propio Vázquez Montalbán incluido: «Es de destacar que un hombre respetado por algunos príncipes de la tierra se haya sabido adaptar a la ruina relativa de su negocio y a ese modesto puesto de portavoz de una modesta minoría parlamentaria comunista»[12]. La intención del veterano dirigente, lejos de ejercer un patriarcado bonancible, era convertirse en la sombra del padre de Hamlet, empeñado en ordenarle a su heredero lo que debía hacer para vengar una muerte política que él consideraba como una transitoria catalepsia. Lo reveló el propio Iglesias ante todo el Comité Ejecutivo cuando las relaciones entre ambos eran ya envenenadas: «En la primera reunión o encuentro que yo tengo con Santiago después de ser elegido Secretario General, tras haber pasado la gripe en Asturias, Santiago me plantea ya con toda claridad que las cosas irán bien entre él y yo si yo entiendo que aquí habrá una dirección bicéfala». Carrillo no solo no le desmintió, sino que justificó su postura: «Es verdad que hablé con Gerardo de una dirección bicéfala, claro que sí, pero camaradas, si en el Partido Comunista de España lo más normal ha sido la dirección bicéfala»: José Díaz y Dolores Ibárruri; Dolores Ibárruri y el propio Santiago Carrillo. Y no solo en el PCE; también en el PCF hubo dupla Maurice Thorez y Jacques Duclos, o en el PCI, Palmiro Togliatti y Luigi Longo[13]. Lo que no decía era en qué polo recaía el poder efectivo en cada caso e Iglesias sospechó, con fundamento, que en un tándem así él no iba a ser el actor decisivo.

Las cosas apuntaban a que el viejo líder no iba a dejarse suceder fácilmente. En su afán por marcar perfil propio, Iglesias se apoyó en Nicolás Sartorius para diseñar una nueva estrategia que permitiera reconstruir el partido reuniendo sus pedazos y consolidarlo como fuerza alternativa en alianza con los sindicatos, otras fuerzas de izquierda, los ecologistas y el feminismo. Era el embrión del proyecto de Izquierda Unida (IU). La política de convergencia, aprobada por la mayoría, se convirtió en la nueva bandera de discordia para la corriente carrillista, que la denostó como liquidadora de las señas de identidad y del propio partido.

El dirigente que había hecho del pragmatismo su vitola se lanzó por una pendiente de radicalización que culminó en el mitin celebrado en el cine Europa de Madrid el 2 de octubre de 1983. Convocado como un homenaje a Marx en el centenario de su muerte, Carrillo pronunció un discurso plagado de retornos ideológicos. El hombre que había pretendido enterrar la momia de Lenin parecía dispuesto ahora a excavar con sus propias manos en la tumba del cementerio de Highgate para exhumar al inquilino. Justificó la dictadura del proletariado en el caso de las revoluciones en países subdesarrollados (Vietnam, Cuba, Nicaragua, El Salvador, Guatemala) porque «no es posible imaginar que se vayan a establecer sistemas de tipo democrático occidental […] Tienen que ser formas de dictadura de las fuerzas revolucionarias, de dictadura de la mayoría del pueblo contra la minoría explotadora que además en el caso de esos países está evidentemente vinculada al imperialismo». Auguró una ola revolucionaria que, procedente del Tercer Mundo, anegaría Europa, donde el reformismo estaba perdiendo posiciones a ojos vistas, según demostraban los menguantes votos a la izquierda en Francia o la derrota de la socialdemocracia alemana. A diferencia de los comunistas italianos, que acababan de sentenciar el agotamiento del impulso de la Revolución de Octubre, Carrillo enfatizó que el proceso revolucionario mundial había comenzado con ella, estaba plenamente vigente y profetizó que no tendría fin. Acabó reivindicando el leninismo, afirmando que «el eurocomunismo no es una separación, un distanciamiento de Lenin y de otros pensadores revolucionarios». Cuando todos estos contenidos extemporáneos le fueron reprochados en una reunión posterior de los órganos de dirección, don Santiago se marcó un desplante y dejó un aviso:

Camaradas, si la ola revolucionaria no va a retornar a Europa y si el reformismo no ha fracasado, decidme, pues marchemos todos, y el secretario general el primero, al Partido Socialista Obrero Español […] No voy a ser candidato a la Secretaría General del Partido en ningún momento, vivir tranquilos. Ahora, yo no soy candidato a desaparecer como un líder de este partido, de este Partido marxista revolucionario y el que quiera hacerme desaparecer va a tener la vida dura[14].

El XI Congreso (diciembre de 1983) fue el escenario de la lucha final entre la troika integrada por Gerardo Iglesias, Nicolás Sartorius y Enrique Curiel y la corriente nucleada alrededor de Santiago Carrillo, que todavía contaba con la lealtad sentimental de una parte de las bases y un sector de los cuadros que promovió durante su mandato, materializada en el 30% de los votos del Comité Central. Pero la tradicional cultura de partido y el apoyo de la mayoría de los comunistas del sindicato, comenzando por su secretario general, Marcelino Camacho, contribuyeron a que Iglesias ganara el congreso. Algunos observadores pensaban que el apoyo de los líderes de CCOO a Iglesias no tenía tanto que ver con una cuestión de identificación con su línea política como con el deseo de acabar cuanto antes con las luchas intestinas en el partido y reducir así la posibilidad de que la bronca se trasladase al seno del sindicato y sufriese una fragmentación similar[15].

El congreso resultó un fiasco respecto a la deseable pacificación de las tensiones internas. Ignacio Gallego, el sempiternamente autotitulado «líder agrario», dio la espantada para crear un nuevo partido, el PC –coloquialmente conocido como «PC punto»–, que en unión con los comunistas catalanes del PCC, las Células y otros grupúsculos prosoviéticos formaron en enero de 1984 el Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE). El nuevo partido recibió el respaldo del PCUS, que envió a un miembro de su Comité Central al congreso fundacional e incluso intervino en el mitin de clausura celebrado en el Palacio de los Deportes de Madrid. Al abandonar el PCE, Gallego había declamado: «Mi identificación con los principios del marxismo-leninismo y del internacionalismo proletario, se enfrenta con lo que la mayoría de vosotros denomináis estrategia eurocomunista»[16]. El proyecto ortodoxo carecía de sofisticaciones ideológicas: consistía en recuperar las viejas esencias del comunismo enarbolando los elementos simbólicos de una identidad fácilmente reconocible. Sus señas se basaban en la impugnación general de la política llevada a cabo por el PCE «carrillista» desde 1977. Al «revisionismo eurocomunista» opuso un esencialismo plagado de fórmulas estereotipadas que disonaban estridentemente en el contexto de una sociedad y una clase obrera en transformación, tomando como referente internacional un modelo a punto de colapsar. Un imaginario reconfortante para quienes lo profesaban, pero irremisiblemente condenado a la irrelevancia.

Como era habitual, y más en aquellos tiempos de rebrote de la guerra fría, los servicios norteamericanos procedieron a evaluar los posibles escenarios y la correspondiente repercusión en sus intereses. Una victoria de línea dura y la desaparición del PCE produciría un vacío político entre los ortodoxos y el PSOE que probablemente ni los unos ni el otro lograrían rellenar. Los socialistas, porque inclinarse a la izquierda para hacerse con ese 10% flotante del electorado supondría poner entre paréntesis su muy rentable idilio con los votantes de centro; los prosoviéticos, porque lo previsible era que condujeran al aislamiento al comunismo español, relegándolo a la condición de una manifestación residual de la subcultura política de extrema izquierda. El riesgo que acarrearía esta última opción sería el uso de su influencia en CCOO para emplear el sindicato como ariete contra cualquier gobierno que estuviera en el poder, al estilo de lo que los comunistas portugueses hacían con la CGTP-Intersindical. Los norteamericanos aventuraban que el espacio político resultante de una implosión del PCE sería ocupado por una mezcolanza de verdes y distintas coloraciones de izquierdistas entre los que se encontrarían, sin duda, exmiembros del viejo partido. En el peor de los casos, la consolidación de una secta prosoviética no tenía por qué ser motivo de preocupación para Washington: «El dominio del PC ortodoxo podría ser una buena noticia para Estados Unidos. El PC sería más opuesto a la cooperación española con la OTAN y Estados Unidos que el PCE, pero su mayor radicalismo haría del comunismo una fuerza política marginal y menos capaz de influir políticamente»[17].

Por su parte, Carrillo, enfrentado a una derrota sin paliativos –una situación inédita en su larguísima vida de miembro del aparato– se convirtió, como señala Martín Ramos, en lo que siempre había combatido: el opositor público a la política del partido y, en particular, a su secretario general[18]. Los documentos de su tendencia se tiñeron de  grandilocuentes tonos izquierdistas, con apelaciones a «reivindicar nuestra raíz en el movimiento obrero revolucionario y en la gran revolución socialista de Octubre»; consideraciones sobre la crisis estructural del sistema y la convicción de que «vamos a un periodo de agudización de la lucha de clases en los países de capitalismo desarrollado que puede crear, en el futuro, situaciones revolucionarias»; y la postulación, con ecos que evocaban la revolución cultural, de la «necesidad de una lucha ideológica en el interior del partido, tanto contra las ideas de derecha que consideran necesario otro partido, una nueva izquierda, como contra las tendencias dogmáticas y sectarias que llevan al asilamiento»[19]. Su furia nihilista llamó la atención de los americanos: era «casi como si estuviera tratando de hacer que todo el PCE se derrumbe sobre las cabezas de sus ingratos herederos. Su retórica ha llegado a extremos apocalípticos. Durante los últimos dos meses, ha llamado públicamente a los líderes del partido borrachos, revisionistas, travestis y fascistas»[20].

La paciencia de la dirección llegó a su fin en 1985. En el mes de marzo, Gerardo Iglesias y el Comité Ejecutivo presentaron un documento de debate para una próxima Conferencia Nacional en la que pulir las aristas de la política de convergencia y, de cara a los retos electorales a corto plazo –elecciones autonómicas, referéndum sobre la OTAN, elecciones generales–, pacificar al partido. Era hora de «poner fin aquí y ahora al PCE-espectáculo». La voluntad de integración llegó al punto de ofrecer a varios de los más significados carrillistas puestos en el Secretariado (Adolfo Piñedo) y en el Comité Ejecutivo (Julián Ariza), además de expresar el compromiso de garantizar a Carrillo una posición de salida en las futuras candidaturas nacionales[21]. No sirvió de nada: la autodenominada minoría manifestó su negativa a acudir a la Conferencia, calificó de escisión lo que estaba promoviendo la dirección y publicó una declaración en la que propuso al Comité Central «un voto de censura al Secretariado». El remedo caricaturesco del Gran Timonel ordenando a los Guardias Rojos «¡fuego contra el cuartel general!» confirmó la vigencia del primer párrafo de El 18 Brumario de Luis Bonaparte: «Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa».

El Comité Central fue convocado para constatar que los seguidores de Carrillo estaban procurando activamente que se materializase su hipótesis sobre la existencia de dos partidos dentro del PCE: el de izquierda, representado, por supuesto, por ellos, y el de derecha liquidacionista, afín a la dirección. Entre las pruebas de cargo se adujeron la asistencia de Carrillo, Piñedo y otros dirigentes a reuniones con organizaciones territoriales sin conocimiento de la Comisión de Organización, con la intención de  crear una estructura paralela; la existencia de unas finanzas propias; la celebración de reuniones inorgánicas que culminaban públicamente en ruedas de prensa; y la creación de una revista propia, Ahora, que «en permanente beligerancia contra la dirección del PCE y sus acuerdos, se distribuye en los locales del Partido, y es, de facto, el exponente orgánico de una fracción»[22]. El 19 de abril, casi a los seis años justos del Sábado Santo rojo, Carrillo fue excluido del partido que había dirigido con mano de hierro en guante de hierro desde 1959. Como no se cansó de repetir, aunque retirado de la primera fila, no estaba enterrado, así que creó un nuevo partido: la Mesa para la Unidad de los Comunistas –la invocación a la unidad era una constante en boca de todas las fracciones que se separaban, como en una parodia interpretada por Les Luthiers–[23], constituida en octubre de 1985 y que decía contar con cerca de dos millares de afiliados; y luego el Partido de los Trabajadores de España (PTE), hurtando las siglas post mortem a uno de los clásicos grupos maoístas de los años setenta. La escisión disgregó a familias de larga tradición militante, con lealtades divididas y una larga tradición de apego a las figuras de autoridad. Ángeles Fernández, viuda de Paco Filgueiras, histórico dirigente gallego, recordó que cuando Carrillo montó su nuevo partido, se fue con él porque siempre la visitaba cuando iba a Galicia y por su antigua amistad con Rafael Pillado, exsecretario del PCG. Su paso al PTE duró lo que los seguidores de Carrillo tardaron en pedir el ingreso en el PSOE[24]. Era algo que no podían entender los veteranos que, como Simón Sánchez Montero, habían asistido sorprendidos a la regresión identitaria experimentada por Carrillo en los últimos tiempos: «Celebraron un mitin, recién constituido, en la plaza de la Paja, en Madrid. Carrillo saludó con el puño cerrado –nunca lo había visto saludar así en España–, y con terminología también desconocida en él»[25].

Carrillistas y prosoviéticos se dieron cuenta muy pronto de que a la intemperie hacía mucho frío. Unos, porque no cosecharon el respaldo que le suponían a la figura carismática de su líder. Los otros, porque con la llegada de Gorbachov y el inicio de la perestroika el PCUS cortó el grifo a los «partidos hermanos». Fuentes del PCE estimaban en más de 150.000 dólares la ayuda que los soviéticos habían invertido en poner en marcha el PCPE. Después vinieron ayudas de países del bloque –especialmente de Checoslovaquia y Alemania Oriental– y, según la Embajada de los Estados Unidos, los soviéticos podían haber sufragado los 450.000 dólares para la adquisición de la nueva sede[26]. Al declinar la década de los ochenta, la sequía era ya pertinaz.

Con la sinuosidad que le caracterizaba, Carrillo encomendó a sus hombres de confianza, Julián Ariza y Adolfo Piñedo, que trabasen contacto con los «camaradas del PCPE». A principios de marzo de 1986 ambos grupos celebraron un mitin conjunto en Madrid a favor de la salida de la OTAN y por la unidad comunista. También apareció una declaración común firmada por Adolfo Piñedo y la antigua mano derecha de Carrillo en la secretaría de organización del PSUC, el veterano José Serradell («Román»). Era un llamamiento a la participación conjunta de todos los comunistas en las próximas elecciones como primer paso para avanzar «a la reconstrucción del gran Partido Comunista de nuestro país». Poniendo el carro antes que las mulas, las dos escisiones invitaron «a quienes detentaban las siglas oficiales del PCE» a participar «en las conversaciones en curso para impulsar la unidad que todos los comunistas de España reclaman». No parecía una buena forma de empezar.

Por su lado, la dirección del PCPE buscó fórmulas de confluencia con el PCE, a las que se mostraba proclive Gerardo Iglesias. No todos los dirigentes de este partido lo vieron de la misma manera. Sánchez Montero evocó desde una perspectiva crítica el proceso, que se inició con la reunificación de los comités provinciales de Madrid de ambos partidos:

Era el mes de agosto, seis meses después del Congreso. Las delegaciones se componían de cinco miembros cada una, elegidos por los respectivos comités provinciales […] Después de discutirlo ampliamente, se aprobó el documento de unidad de las organizaciones de Madrid y provincia de los dos partidos (PCE y PCPE). Cuando me dijeron quienes habían patrocinado el documento, comenté con Carmen: «Vamos a ver qué clase de documento han hecho». Me pareció inaceptable cuando lo leí. Al discutirlo en una reunión de la Comisión Permanente manifesté, después de exponer mis razones: «Yo no aprobaría ese documento aunque resucitase Lenin y me lo ordenase»[27].

El texto en cuestión suponía un cuestionamiento completo de la línea política, no ya durante la Transición, sino desde mucho más atrás. El partido de los comunistas de España, resultante de la fusión de PCE y PCPE, debía reivindicar su papel de «gran organización política de vanguardia y de masas» y reafirmarse en «los principios del marxismo, del leninismo y de todas las aportaciones del pensamiento y la práctica revolucionaria». Una recuperación del leninismo que se manifestaba en la revalorización de todos los componentes clásicos de la lengua de madera: el centralismo democrático, la prohibición de tendencias organizadas, el ritual de la crítica y la autocrítica. Se sentenciaba la «insuficiencia del parlamentarismo liberal» y se postulaba que el avance democrático al socialismo requería de unos imprecisos «saltos cualitativos»[28]. Vázquez Montalbán ya había previsto esta deriva:

Parte de los comunistas se van a los cerros de la dictadura del proletariado con la esperanza de o ganar las elecciones del año 2050 o conseguir asaltar el Palacio de Invierno en el otoño del 2150. En ninguna parte se está mejor que en la placenta materna, dicen los que tienen memoria a prueba de partos, y nada hay tan consolador como esos espejos que te devuelven la imagen de “menchevique” o “bolchevique” sin matices confusionistas[29].

Sánchez Montero presentó quince folios de enmiendas al documento de unidad. Criticaba que la trayectoria del PCE en la Transición fuera juzgada desde una sola óptica, la del PCPE, y que se diera por bueno que la crisis de la organización había sido resultado de la combinación de un abandono de los «principios» y del mantenimiento, sostenido en el tiempo, de una línea política errónea. Sánchez Montero, que había sido tan corresponsable de ella como Ignacio Gallego, respondió que la línea fue justa hasta 1978, y que, a partir de ahí, los errores que condujeron al desastre fueron consecuencia del dogmatismo y el sectarismo de una parte del partido. Los términos en que estaba redactado el texto suponían un retroceso de veinte años en la elaboración teórica del PCE: decir que «corresponde a la clase obrera el papel de sujeto emancipador» sin añadir que, en todo caso, sería el principal, pero junto con otros, era una refutación de la línea de alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura aplicada desde el VIII Congreso. Por último, Sánchez Montero creía «confuso y peligroso» que no se citara la necesidad de lograr mayorías parlamentarias y que el tema electoral quedara relegado a una condición «instrumental»: «Se introduce el concepto de “revolución política” sin saber muy bien a qué nos estamos refiriendo ¿Quiere decir que si conquistamos el poder vamos a hacer una revolución política? Es decir ¿vamos a cambiar el régimen político, la constitución, etc. y lo vamos a sustituir por qué?». El veterano dirigente, ausente de la reunión por motivos de salud, no confiaba demasiado en que se tuvieran en cuenta sus observaciones. Y tenía razón: ninguna de sus enmiendas fue aceptada. En todo caso, quiso hacer constar por escrito que era «firme partidario de la unidad de todos los comunistas en el PCE, intentando por todos los medios que no vengan por un lado y se vayan por otro»[30].

Cuando Gerardo Iglesias intentó convencerle de que se trataba solo de «un documento circunstancial, para conseguir la unidad», un dirigente andaluz intervino para corregirle: «No, yo no creo que sea un documento para conseguir la unidad. No es un documento para los camaradas del PCPE. Es también para nosotros. Es un documento que recupera el leninismo para todo el Partido y nosotros también lo necesitamos»[31]. Contra la desorientación política, el leninismo era la ingesta de ideología en dosis cuanto más puras, mejor.

La presión para la unidad de los comunistas continuó cuando Julio Anguita asumió la secretaría del PCE en febrero de 1988. El exalcalde de Córdoba recordaba como en la manifestación del 1º de mayo de ese año sintió «de pronto que venía mucha gente hacia donde nosotros, la dirección del PCE, estábamos. Eran Santiago Carrillo e Ignacio Gallego. La gente aplaudió y empezó a gritar “unidad, unidad, unidad” y caminamos los tres juntos durante un larguísimo trayecto de la manifestación». Ambos grupos, el de Carrillo y el de Gallego dirigieron misivas a Anguita para negociar el reingreso[32]. Anguita reconoció años después que, si bien la gente de Carrillo parecía, para una mayoría del partido, más cercana a las posiciones del PCE, él tuvo claro desde el principio que «si el PCPE, supuestamente más lejano a nosotros, compartía el proyecto de IU, que iba ser nuestra estrategia, entonces el PCPE era prioritario»[33].

Anguita no estaba dispuesto, por el contrario, a ofrecer ninguna facilidad a los seguidores de Carrillo. En el discurso de la fiesta del partido de aquel año hizo conscientemente una distinción a la hora de referirse a un partido y a otro. A los integrantes del PCPE les ofreció discutir «de partido a partido, de igual a igual». A los de Carrillo les ofreció, simplemente, un reingreso sin negociación: «Este es vuestro partido, podéis venir cuando queráis». En enero de 1989 tuvo lugar el congreso de unidad de los comunistas, y hasta ahí llegó el impulso unitario: «Con Santiago Carrillo ya tuve yo mucho cuidado en que no se produjese. La mayoría del ComitéCentral era partícipe de esta posición. Él facilitó las cosas». Anguita no ocultó que se trató de una apuesta personal:

Yo hice votos porque nunca haríamos la unidad con Santiago Carrillo. ¿Por qué? Desde luego puedo asegurar, al cabo de los años, que no había nada personal. Simplemente era que no reconocía el valor de Izquierda Unida, que pretendía que la dirección del futuro partido fuese trinitaria (es decir, tres secretarios generales), una cosa que está muy bien para la divinidad, pero que de tejas para abajo no sé cómo funciona, y porque, sobre todo, exigía recomponer la línea política del partido. Claro, esa fue unadecisión que no encontré difícil de llevar a cabo, porque Santiago Carrillo se encargó de facilitarme el camino[34].

Efectivamente, Carrillo captó el mensaje. Si por algún momento creyó en la posibilidad de retornar a su antiguo hogar, «es seguro que Anguita, desde la dirección de los restos del PCE y de IU no nos dejó otra alternativa». Su última maniobra fue acompañar a sus camaradas hasta las puertas del PSOE, con el que llegó a un acuerdo electoral, primero, y político, después. En la puerta de Ferraz dejaron aparcada toda la faramalla sobre el impulso originario de la Revolución de Octubre, la crisis estructural del capitalismo, la agudización de la lucha de clases y la ola revolucionaria tercermundista que barrería Occidente.

Una parte de los cuadros de la corriente carrillista alcanzó puestos de responsabilidad en parlamentos y administraciones socialistas donde, paradójicamente, se reencontraron con los antiguos renovadores expulsados por ellos y con los que se les habían anticipado en el salto a la socialdemocracia en 1977. Carrillo se quedó a las puertas, considerando que habría sido un último giro de guion demasiado sorprendente, incluso para él. Los más probable, sin embargo, es que encontrase serias objeciones por parte de la vieja guardia socialista. Todavía seguía en activo un sector en el que alentaba una memoria histórica muy poco proclive al retorno del hijo pródigo.  El propio Carrillo lo definió como el «factor K»: la actitud de algunos miembros del PSOE que seguían sustentando antiguos tics y mirando a los comunistas como adversarios. «A veces –dejó escrito es sus últimos retazos de memorias– pienso que aquello de la “casa común de la izquierda” era más bien una añagaza para cazar incautos»[35]. Quién lo hubiera pensado.

Fernando Hernández Sánchez (@FernandoHS61) es historiador, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de varios libros, entre ellos El torbellino rojo: Auge y caída del Partido Comunista de España, de inminente publicación en la editorial Pasado & Presente.

Bibliografía

Andrade Blanco, J. A. (2012). El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político. Madrid: Siglo XXI.

Anguita, J. & Andrade Blanco, J. A. (2015). Atraco a la memoria. Un recorrido histórico por la vida política de Julio Anguita. Madrid: Akal.

Carrillo, S. (2003). La memoria en retazos. Barcelona: Random House Mondadori.

Feal, J. & Varela, B. (2008). O mundo de Angelita. Unha vida de loita con nome de muller. Santiago de Compostela: Fundación 10 de marzo.

Hernández Sánchez, F. (2015). Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo. Barcelona: Crítica.

Martín Ramos, J. L. (2021). Historia del PCE. Madrid: La Catarata.

Sánchez Iglesias, E. & Aja Valle, Jaime. (2021). Después del diluvio. La estrategia de reconstrucción del comunismo español de 1996 a 2021. En: Un siglo de comunismo en España I. Historia de una lucha. Madrid: Akal, pp. 383-460.

Sánchez Montero, S. (1997). Camino de libertad. Barcelona: Temas de hoy.

Treglia, E. (2021). Convergencia, colapso soviético y sorpasso quimérico. Los comunistas durante la época socialista (1983-1996). En: Un siglo de comunismo en España I. Historia de una lucha. Madrid: Akal, pp. 325-382.

Vázquez Montalbán, M. (2005). Pasionaria y los siete enanitos. Barcelona: Random House Mondadori.

Vega, P. & Erroteta, P. (1982). Los herejes del PCE. Barcelona: Planeta.

Notas

[1] AHPCE, Comité Central, Caja 399/11.

[2] (Carrillo, 2003).

[3] AHPCE, Comité Central, Reuniones (1984-1985), Carpeta 426/6. Reunión 19/04/1985.

[4]  Solo en Madrid se pasó de 31.895 afiliados a 17. 500   (Vega & Erroteta, 1982, p. 24).

[5] (Treglia, 2021, p. 333). Vázquez Montalbán, «Irracionalidades», El País, 23/12/1984.

[6] Vázquez Montalbán, «Irracionalidades», El País, 23/12/1984.

[7] (Carrillo, 2003).

[8] (Sánchez Iglesias & Aja Valle, Jaime, 2021, p. 443).

[9] (Vázquez Montalbán, 2005, p. 149).

[10] (Martín Ramos, 2021).

[11] (Andrade Blanco, 2012, p. 373).

[12] Vázquez Montalbán, «Carrillo», El País, 04/06/84. Accesible en: https://elpais.com/diario/1984/06/04/ultima/455148001_850215.html

[13] AHPCE, Comité Ejecutivo, Reunión del 16 de marzo de 1983.

[14] AHPCE, Comité Ejecutivo, Reunión del 16 de marzo de 1983.

[15] Freedom Of Information Act (FOIA)/Central Intelligence Agency (CIA), «Spain; Communism in crisis»: https://www.cia.gov/readingroom/document/cia-rdp86s00588r000300270008-0

[16] (Carrillo, 2003).

[17] FOIA-CIA, «Spain; Communism in crisis».

[18] (Martín Ramos, 2021, p. 233).

[19] AHPCE, Comité Central, reunión de 6 y 7 de marzo de 1985, Carpeta 426/3, «Proposiciones que los firmantes hacen para recuperar la unidad del PCE».

[20] FOIA-CIA «Spain; Communism in crisis».

[21] AHPCE, Comité Central, reunión de 6 y 7 de marzo de 1985, Carpeta 426/3. El documento llevaba por título «Un solo partido, una sola dirección, una sola política».

[22] AHPCE, Comité Ejecutivo, Reuniones, 17/07/1989, carpeta 407/15.

[23]«El valor de la unidad. (Carnavalito Divergente)», sketch del show Humor, dulce hogar (1986), https://www.youtube.com/watch?v=xNMwmqF-ZMQ&t=195s

[24] (Feal & Varela, 2008, p. 167).

[25] (Sánchez Montero, 1997, p. 382).

[26] FOIA-CIA, «Spain; Communism in crisis».

[27] (Sánchez Montero, 1997).

[28] AHPCE, Comité Central, Caja 401/6, Documento de unidad PCE/PCPE, 16/11/1988.

[29] Vázquez Montalbán, «Euroizquierda», El País, 1104/1985, https://elpais.com/diario/1985/04/11/ultima/482018404_850215.html

[30] AHPCE, Comité Central, Caja 401/6, Reunión del CC, 25/11/85. Enmiendas de Simón Sánchez Montero al documento de unidad PCE/PCPE.

[31] (Sánchez Montero, 1997, p. 402).

[32] AHPCE, Comité Ejecutivo, Reuniones, 17/07/1989, carpeta 407/15.

[33] (Anguita & Andrade Blanco, 2015, p. 108).

[34] (Anguita & Andrade Blanco, 2015, p. 110).

[35] (Carrillo, 2003, p. 113).