Toni Cantó, Félix Ovejero y el postlenguaje

Lo progresista y lo revolucionario; nada menos que lo progresista, y nada menos que lo revolucionario: tal es para Toni Cantó la Monarquía. Así nos lo hacía saber el actor y diputado —apretando muy fuerte un puño— en un vídeo colectivo, iniciativa de la Fundación Libres e Iguales, en el que distintas personalidades de todo el pantone de las derechas españolas, más los sospechosos habituales del PSOE, manifestaban encadenadamente su apoyo al rey Felipe VI frente a una conspiración republicana a la que no hacía falta abandonar el mundo de las fantasías para preocupar seriamente al establishment setentayochista. Otro de los participantes en este manifiesto audiovisual, Félix Ovejero, nos participaba a su vez en su intervención de la prodigiosa paradoja por la cual, en estos días, vivar al Rey sería «el republicanismo de verdad». No una forma legítima de republicanismo —lo que ya merecería una larga explicación—, sino el verdadero republicanismo, siendo en cambio la electividad del jefe del Estado —se deduce— un republicanismo falso, fraudulento, fementido[1].

No soy monárquico, pero: muchas profesiones de fe monárquica ha introducido desde 1978, literal o elípticamente, esta muletilla, sillar maestro de la Cultura de la Transición y sus épicas de la renuncia, el cambio de chaqueta y el gato dado por liebre. Tampoco son algo nuevo las piruetas discursivas de exizquierdista para justificar virajes a estribor (yo no he cambiado, es la izquierda la que ha cambiado; no soy un traidor, sino el único leal, etcétera); que los Ovejero escriban sobre La deriva reaccionaria de la izquierda en lugar de hacerlo, con sinceridad descarnada de autobiografía británica, sobre la deriva reaccionaria de Félix Ovejero. No lo es que conservadores se avergüencen de serlo y pretendan maquillarlo con grotescos afeites de rebeldía e insurrección en lugar de ser honestos y acogerse a toda una respetable tradición de brillantes argumentos conservadores en contra de la idea de revolución, de Burke a Oakeshott pasando por el español Borrego, que decía que la revolución es como un huracán: purifica la atmósfera pero «nunca bajo su azote logran sazonar los frutos de la tierra»[2]. Pero algo más, o algo distinto, atraviesa estas dos intervenciones que hicieron las delicias de la mordacidad tuiteriana; algo no de régimen, ni de crisis de mediana edad, sino de época, con menos que ver con la desfachatez o el cinismo que con el Zeitgeist global de un convencimiento sincero de que se puede ser una cosa —y serlo auténticamente— siendo la diametralmente opuesta.

Ocurre, en estos días, con el lenguaje algo insólito de lo que la República coronada de Cantó y Ovejero es solo un ejemplo entre otros, no menos desopilantes: así, por ejemplo, el «golpe de Estado posmoderno» que hubo quien calificó a la reciente victoria electoral irreprochable del boliviano Movimiento al Socialismo, defenestrado por un golpe de Estado de verdad, o el Jon Juaristi que nos advierte sobre el nada menos que genocidio cultural y lingüístico [sic] que el demoníaco Gobierno Sánchez estaría perpetrando contra la lengua española[3]: portentoso genocidio éste, no solo sin muertos, sino que no parece mermar en nada la envidiable buena salud de la víctima. Son posibles semejantes sintaxis en el esperanto de nuestro siglo y de nada sirve apelar a las definiciones del diccionario; es perder el tiempo aseverar que ni torturando el DRAE con saña de carnicero pinochetista cabe la posibilidad de un progresismo estático o la revolución de defender el orden establecido. El lenguaje se ha vuelto postlenguaje como la verdad posverdad: lo que cuenta es el sentimiento, la emoción; el aura, la percepción o el deseo de verdad en lugar de la fría y obsoleta verdad cartesiana.

Cada era —cada modo de producción— tiene sus gramáticas. Las trasformaciones económicas conllevan siempre transformaciones lingüísticas. En el siglo XIX, la acumulación primitiva sobre la cual fue edificada la sociedad industrial corrió paralela, por ejemplo, a la especie de acumulación idiomática que fue la estandarización lingüística. Simplificación y sistematización de la heterogeneidad de patois no ya regionales, sino comarcales, aldeanos; de las fronteras porosas y graduadas en lugar de abruptas entre lenguas colindantes, etcétera, que habían sido propios del feudalismo y en realidad la naturalidad antropológica, Ernest Gellner la asociaba lúcidamente a la necesidad, para la producción capitalista, de un cuerpo de ciudadanos homogeneizado que, hablando un mismo idioma, pudiera recibir las mismas órdenes, comprender los mismos manuales de instrucciones, estudiar los mismos libros de texto de carreras científico-técnicas, etcétera[4]. Ello es que, hoy, un capitalismo distinto nos acomete; uno desregulado, financierizado, y hemos pasado a hablar un desregulado idioma que fisiona las palabras desenganchando los significados del patrón oro de los significantes y permite que floten en el éter, amarradas a nada más que al humo de la confianza bursátil. Hay un mercado semiótico como lo hay sexual, armamentístico, de órganos o de la droga: cualquier cosa puede hoy significar cualquier cosa si alguien la vende y alguien la compra. Un mercado literal es éste que fabrica gramáticas de usar y tirar, y es así que puede suceder que el mismo partido —el de Cantó y Ovejero: Ciudadanos— que ha hecho de la sensatez, la moderación y demás palabros del campo sinonímico de la mansedumbre sus mantras discursivos se presente, en otro momento y a conveniencia, como feligrés de una revolución. Un mercado en el que también se generan devaluaciones, inflaciones, burbujas. El cómico estadounidense Louis C.K. aludía a esto en uno de sus desternillantes monólogos (y lo recogemos en inglés, pues como suele suceder con la comedia, es razonablemente imposible traducirlo al español sin que pierda la esencia):

I was listening to these two guys, and one of them used a word that really pissed me off, because it was how he used it. He used the word hilarious. That’s one of those words that we use, that we don’t care what it means. We go right to the top shelf with our words now. We don’t think about how we talk. We just say, right to the fucking top: «Dude, it was amazing!». Really? You were amazed? You were amazed by a basket of chicken wings? Really? What are you going to do with the rest of your life now? What if something really happens to you? What if Jesus comes down from the sky and makes love to you all night long and leaves the new living Lord in your belly? What are you gonna call that? You used amazing on a basket of chicken wings! You’ve limited yourself verbally to a shit life![5]

Pero hay también un momento Polanyi del lenguaje; una reacción espontánea a esta mercantilización, paralela a aquélla por la cual, tal como nos explicara el sociólogo austríaco en La gran transformación, la sociedad agredida por la puesta en práctica de la utopía del mercado universal y permanente genera espacios, instrumentos y mecanismos espontáneos de salvaguarda[6]. En este caso, emerge por todas partes un cierto clamor por el hablar claro, por el llamar al pan pan y al vino vino, por la contancia y sonancia de un lenguaje tasado, insecuestrable. Frente a la era descafeinada diseccionada por Žižek (una era que fabrica café sin cafeína, alcohol sin alcohol, nata sin grasa… y también guerras sin bajas o la política sin política de los tecnócratas)[7], hay una pulsión concomitante de recafeinización; de algo parecido a un fenómeno que Esteban Hernández describe en El tiempo revertido: la derecha y la izquierda en el siglo XXI. Se refiere allá el periodista de El Confidencial y ensayista a cierta instrumentalización del hecho gastronómico por parte del posmofascismo: contra «las comidas estetizadas, los emplatados atractivos para la vista, la cocina creativa o los superalimentos, que no son más que formas de refinar la escasez», que «mezclan la exquisitez con una cantidad exigua» y que las élites acogen como «una señal tanto de elegancia como de autocontrol», hacer «apología de todo lo teóricamente devaluado: beber cerveza, las barbacoas, la comida basura, ver deporte por la televisión, la grasa, los bares de siempre, todo aquello que las clases globales consideran signos de falta de disciplina»; exhibir «orgullosos un buen chuletón en lugar de un plato de comida creativa»[8]. La ultraderecha mundial viene aprovechando este clima con algún éxito —del Nigel Farage que se fotografía bebiendo pintas de cerveza en pubs ingleses estereotípicos a los voxers que en nuestro país se pasaron una semana devorando Conguitos—, y lo mismo ocurre con el lenguaje. También se pide algo así como chuletones semióticos; palabras y discursos que conserven su grasa, su cafeína, su alcohol; que sean lo que parecen y parezcan lo que son. Y el fascismo contemporáneo satisface esa demanda transversal a su característica manera mendaz: vende chuletones a los horrorizados por las hamburguesas veganas y los cachopos de seitán, pero chuletones no menos mentirosos; apariencias de chuletón. En lo que respecta al asunto idiomático, habla claro, pero —como escribe Enrique del Teso en uno de sus magníficos artículos en La Voz de Asturias— esa claridad es la de la mentira o la claridad pretendida de que el dibujo infantil de un triángulo superpuesto a un cuadrado represente tan fidedignamente una casa como una dibujada por Hergé[9].

Es tarea pendiente de la izquierda fabricar una oferta ética para esta demanda; hablar claro hablando verdadero, como lo hacía un Julio Anguita. Decir la verdad, pero no la verdad mema, falsa, neoliberal, de los datos y los fact-checks, pretendidas verdades rocosas, esféricas, frente al grisú de la posverdad que, sin embargo, pueden engañar tanto como mentiras si devienen el árbol que impide ver el bosque proverbial (bástenos el botón de muestra de la ocasión en que un fact-check dictaminó que era mentira la aseveración de Irene Montero de que 33 de las 35 empresas del IBEX-35 no pagaban impuestos en España: eran 34)[10]. La verdad verdadera es la verdad socrática, deliberada en el ágora de la polis; sólida, pero no como un meteorito que cayera sobre nosotros procedente de un inaprehensible confín del firmamento de las ideas, sino como una escultura colectiva, tallada en arcilla fresca por la plebe soberana, y solidificada solo después; o, mejor, como un tapiz tejido por el procomún, que sucesivas generaciones que lo hereden puedan ampliar o modificar a voluntad, para adaptarlo a sus propias necesidades. La réplica al éter de los significados volátiles no ha de ser necesariamente una semántica autoritaria, inmutable, grabada en Tablas de la Ley. Sólido no es sinónimo de monolítico aunque lo monolítico sea sólido; lo sólido bien puede ser flexible: República, sin ir más lejos, no ha significado siempre lo mismo desde que el vocablo fuera acuñado por los derrocadores de Tarquinio el Soberbio en el siglo VI antes de Cristo; cada sociedad ha adaptado el ideal republicano a sus formas y preocupaciones, manteniendo incólume tan solo —pero manteniéndola, y aquí es donde no vale el ovejeriano tocomocho de la República borbónica, que debe de estar haciendo a Robespierre el Incorruptible revolverse en su tumba venerable una innegociable disposición de ánimo contra los poderes únicos y vitalicios.

La lengua —podríamos parafrasearle al presidente Allende— es nuestra, y la hacen los pueblos. Que no nos la roben.

Pablo Batalla Cueto (@pbcueto) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca. Dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de El Cuaderno. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

Notas

[1] Viva el Rey. El vídeo de Libres e Iguales, 12 de octubre de 2020, disponible en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=NdNOeH1bsTE

[2] Burdiel, Isabel. (2011). Isabel II: una biografía (1830-1904). Barcelona: Random House Mondadori [cotejado en línea en una versión sin paginación].

[3] ABC, 21 de noviembre de 2020, portada.

[4] Gellner, Ernest. (2008). Naciones y nacionalismo. Madrid: Alianza (2.ª ed.).

[5] Louis CK: Hilarious (2016).

[6] Polanyi, Karl. (2016). La gran transformación: crítica del liberalismo económico. Barcelona: Virus.

[7] Žižek, Slavoj. (2005). Bienvenidos al desierto de lo real. Madrid: Akal, p. 15.

[8] Hernández, Esteban. (2018). El tiempo revertido: derecha e izquierda en el siglo XXI. Madrid: Akal [cotejado en línea en una versión sin paginación].

[9] Teso, Enrique del. (20 de abril de 2019). Hablar claro. La Voz de Asturias. Recuperado de: https://www.lavozdeasturias.es/noticia/opinion/2019/04/19/hablar-claro/00031555693912816441808.htm

[10] Maldita.es / eldiario.es. (18 de abril de 2019). Es falso que “hay 33 de las 35 empresas del IBEX 35 en España que no pagan impuestos en España”, como dice Irene Montero. eldiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/eldetector/ibex-espana-impuestos-irene-montero_1_1592127.html

Fotografía de Álvaro Minguito.