Victimizar al victimario: una estrategia retórica reaccionaria

No tuvo suerte el diputado de Ciudadanos: la Cámara Baja rechazaba declarar como acontecimiento excepcional de interés público el centenario inminente, para el que él hubiera querido celebración oficial, de la carga del Regimiento Alcántara. Lamentaba entonces Guillermo Díaz que «no somos el país que trata mejor su historia» y se declaraba dolido por cómo «un episodio de similar relevancia, como es la carga de la Brigada Ligera inglesa, tiene películas estupendas, poemas y hasta una magnífica canción de Iron Maiden» a pesar de haber sido «una carga de caballería inútil». No lo fue —encomiaba— la carga del Alcántara, que «salvó muchas vidas cuando los españoles eran perseguidos y huían de los rifeños»: una carga «heroica», acometida por soldados «que sabían que iban a una muerte segura»[1]. A aquellos desdichados compatriotas, hostigados y liquidados por hombres sanguinarios a los que finalmente se enfrentaron en un arrebato de coraje kamikaze, oasis de bravura en medio de la humillante desbandada, con decenas de miles de muertos a manos de los guerrilleros del Rif, que la historia recuerda como Desastre de Annual; a aquellas víctimas levantadas contra sus agresores —venía a denunciar Díaz—, un Gobierno apátrida y desalmado tenía ahora la desfachatez de escamotearles el homenaje debido. No mencionaba el diputado en su panegírico, claro, el contexto mayor de aquella gesta, que tiñe la historia de muy diferentes tonos y hace menos aberrante que el Gobierno de España rehúse enaltecer con fastos oficiales a los soldados del Alcántara: nada menos que la guerra colonial que ostenta el pavoroso deshonor de ser la primera en que se gaseó a población civil desde aviones. Con fosgeno, difosgeno, cloropicina y gas mostaza cuyo uso comenzó a decidirse apenas unos días después del Desastre, cuando Dámaso Berenguer, alto comisionado de España en Marruecos, escribía lo siguiente en un telegrama al vizconde de Eza mientras el Heraldo de Madrid pedía «arruinar el territorio, exterminar la raza» en venganza contra los rifeños: «Siempre fui refractario al empleo de gases asfixiantes contra estos indígenas, pero después de lo que han hecho, y de su traidora y falaz conducta, he de emplearlos con verdadera fruición»[2].

No era víctima el Ejército español en el Rif, sino victimario, aunque de vez en cuando sufriese derrotas que cebasen a los buitres de Marruecos con cadáveres oriundos de Reinosa o Puente Genil, víctimas si acaso, también ellos, del imperialismo, de su recluta insaciable, del tributo de sangre que los pobres pagaban en la especie de sus hijos, pero del que las familias acomodadas sabían escaquearse. Y tal vez sí que hubiera que conmemorar Annual, pero celebrando a Abd el-Krim, el gran caudillo rifeño, como un eximio hijo de la hispanidad que, formado en Salamanca y en Melilla, ideó técnicas guerrilleras que más tarde influirían en las de Mao Zedong, Ho Chi Minh y el Che Guevara[3]. Pero un arte de birlibirloque se practica en nuestros días, en los discursos enfebrecidos de la reacción, por el cual puede pintarse sin sonrojo el fresco de un mundo en el que negros persiguen blancos, mujeres hombres, homosexuales heterosexuales, peatones y bicicletas coches, idiomas minorizados a las grandes lenguas mundiales; y también el invasor persigue el invadido y a la metrópoli la colonia. Uno encuentra un principio de explicación en el Daniele Giglioli que, en su espléndida Crítica de la víctima, escribe que

La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece[4].

Hay, en efecto, un orgullo de víctima que es uno de los fenómenos más fascinantes y distintivos de nuestra era; una jactancia victimal difícilmente concebible en el tiempo del Desastre de Annual, cuando el Zeitgeist enaltecía al civilizador, al caudillo militar victorioso, al libertador, al más fuerte de la inclemente ley darwiniana; cuando, con Nietzsche, se glorificaba la «intrepidez de la mirada», el «rasgo heroico hacia lo inmenso» de los «matadores de dragones» y la «orgullosa audacia» de volver «la espalda a todas las doctrinas de la debilidad»[5]. Si bien «en puridad —como escribe también Giglioli—, colmar victimistamente el propio defecto de subjetividad no es patrimonio exclusivo de nuestro tiempo», y, por ejemplo, no se puede decir «que no recurriera al culto de los mártires el nacionalismo decimonónico, que no hubiera una retórica miserabilista en el seno del movimiento obrero o que la autovictimización con fines de poder resultara desconocida, ay, para el Hitler de Mein Kampf», se trataba

de un color más entre muchos otros, sobre una paleta en la que predominaban los tonos de la agency, del impulso a transformarse uno mismo transformando el mundo […]: todo lo contrario que las ansiosas preocupaciones de consolidación identitaria que tanto angustian a nuestras sociedades contemporáneas. Un paradigma heroico […] que aguantó mal que bien hasta los años sesenta del pasado siglo. Después, algo cambió y tomó el control el paradigma victimista[6].

Sentadas estas bases —y seguimos citando a Giglioli—, la «ideología victimista es hoy el primer disfraz de los fuertes […] Si sólo tiene valor la víctima, si esta sólo es un valor, la posibilidad de declararse tal es una casamata, un fortín, una posición estratégica para ser ocupada a toda costa. La víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder»[7]. El principio de la defensa de las víctimas —escribe a su vez René Girard— «se ha convertido en el nuevo absoluto. Nadie lo pone en duda, no sirve siquiera nombrarlo, lo damos por descontado»[8]. Hoy —afirma el autor francés— «sólo se puede perseguir declarando que se está en contra de la persecución. Sólo se puede perseguir a los perseguidores. Uno debe demostrar que tiene por adversario a un perseguidor si quiere satisfacer su propio deseo de persecución»[9].

Padres de esta transformación hay varios, nobles algunos aunque sus consecuencias sean dañinas, menos honorables otros. Forma parte de los primeros una sociedad más compasiva, a la que el colapso del bloque soviético y las consiguientes revelaciones sobre el gulag y la represión perpetrada por las policías políticas comunistas, añadidas a lo ya sabido sobre los campos de exterminio nazis y demás atrocidades fascistas y las del imperialismo, pero también a la degeneración del sueño descolonizador en forma de espantosas satrapías y horripilantes guerras civiles como la ruandesa, terminaron por conducir a una suerte de fatiga utópica; de concepción amarga de la condición humana que redundó en un rechazo terminante de cualquier utilización de la violencia. Hoy somos pacifistas, pero ni siquiera ya del pacifismo combativo e irreverente de los apóstoles sesentayochistas de la noviolencia y la desobediencia civil, sino de uno resignado, pasivo; pacifismo de la sumisión en lugar de la insumisión; un manso dejarse llevar por la corriente; «credo humanitario, en apariencia fraterno» —escribe también Giglioli— que, sin embargo, «convierte en súbdito todo lo que toca», «mantiene inermes a los desarmados […] y deja intactos los arsenales de los fuertes»[10]. Y esa nueva sensibilidad es aprovechada resueltamente por un capitalismo neoliberal cuya eclosión y expansión encontró en la memoria antifascista que argamasaba el nuevo orden mundial pactado en 1945 un lastre o un obstáculo, y cuyos señores orientan sus poderosas maquinarias de producción simbólica a traducir aquélla en un totum revolutum en el que toda violencia es la misma y toda víctima homenajeable, al tiempo que en una mirada colectiva de sospecha y rechazo, igual de genéricos, hacia los arquetipos del militante y el combatiente.

Se milita siempre, siempre se combate, con otros, en pos de una causa de redención colectiva, y la antifascista no consistía en una mera negación del fascismo, ni en la retrotopía de reinstaurar el laissez faire liberal de la Belle Époque, sino que perseguía una sociedad alternativa con muchas y distintas formulaciones, pero un mínimo común denominador de valores como la solidaridad o la igualdad, en el que socialistas, comunistas, democristianos, gaullistas, socialconservadores, etcétera, podían encontrarse por encima de sus divergencias. Las Constituciones posbélicas convirtieron después este consenso elemental de la lucha contra el fascio en clave de bóveda de las nuevas democracias keynesianas, para desagrado de un liberalismo que en el combate contra el nazifascismo se había puesto, en demasiadas ocasiones, de perfil; y ello cuando no corrió con entusiasmo hacia el banderín de enganche de los haces y las esvásticas: el del Mussolini cuyo Estado corporativo sancionaba la iniciativa privada como «instrumento más útil y efectivo para el interés de la nación», no obligaba a los empresarios a pagar vacaciones anuales y les reconocía el derecho a alterar las horas de trabajo y decretar turnos nocturnos sin necesidad de consultar a nadie[11] o el del Tercer Reich cuyo código del trabajo definía al empresario como Führersbetrieb, «caudillo de la empresa», o Herr im Hause, «señor de su casa», y a los asalariados como Gefolgschaft, palabra que en origen designaba al séquito de un propietario feudal[12]. Y el mismo que, más tarde, haría a Margaret Thatcher amiga y defensora, y a Friedrich Hayek y Milton Friedman mentores y admiradores, de Augusto Pinochet.

No por casualidad, los años ochenta, además de los de la eclosión neoliberal, fueron los del Historikerstreit, una polémica historiográfica desatada en Alemania a raíz de la publicación en 1986, por el conservador Ernst Nolte, de un artículo («Un pasado que no quiere pasar») en el que proclamaba la equivalencia moral entre los crímenes nazis y los soviéticos y excusaba de algún modo al Tercer Reich como resultado perverso de un miedo legítimo a la Unión Soviética. Paralelamente, en Italia, Renzo de Felice y otros autores reivindicaban los supuestos aspectos positivos del fascismo, a este como más benigno que el nazismo alemán, e incluso la República de Salò como una empresa patriótica que ahorró males mayores a Italia: los que se hubieran derivado de convertir al país en una pieza del «sistema de poder mundial de la urss»[13]. Y en Francia se desataba igualmente una vigorosa ofensiva historiográfica de demonización del comunismo que alumbraba libelos como El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo xx, de François Furet, o El libro negro del comunismo, editado por Stéphane Courtois; ofensiva en cuya arremetida los mártires de la Resistencia llegaban a ser el niño arrojado con el agua sucia del gulag y la Stasi. Se alcanzó en aquel país el extremo de la publicación de otro libro, Le grand recrutement, escrito por el periodista anticomunista Thierry Wolton, que apoyándose en documentos oscuros o deliberadamente oscurecidos identificaba y descalificaba al gaullista Jean Moulin, héroe de la Resistencia enterrado en el Panteón, como un agente de Moscú. A este respecto, Ismael Saz escribe que

Hay algo de paradójico en el hecho de que el final de la guerra fría y la desaparición del comunismo haya supuesto el inicio de una formidable ofensiva anticomunista. Por supuesto, tal ofensiva es, hasta cierto punto, tan justa como necesaria, pero si se observa más el cómo y cuándo de la misma se podrá convenir con facilidad que el gran objetivo no eran tanto los comunistas como los amigos de los comunistas, no tanto la cultura comunista como la cultura del antifascismo[14].

En este contexto, como dice el historiador Francisco Erice, «la figura de la víctima viene muy bien, porque si uno desliga a la gente de la causa que defendió y rechaza discriminar motivaciones y contextos, lo mismo dan las víctimas fascistas que las comunistas, lo mismo dan los resistentes que los colaboracionistas, porque al fin y al cabo todos eran seres humanos»[15]. El neoliberalismo, consciente de la potencia emotiva de la memoria antifascista, no renuncia a ejercitar la suya propia, pero apresta una cuyos héroes y apóstoles no son ya los Jean Moulin y es compatible con practicar la damnatio memoriae contra un exprisionero de Buchenwald como Francisco Largo Caballero; un antifascismo antiviolento que prefiere a ídolos como August Landmesser, protagonista de una célebre fotografía en la que, formando parte de una masa de ciudadanos que alzan el brazo al modo fascista, no lo hace a su vez. Antifascismo individual, no colectivo, y estoico en lugar de combativo; y uno tan desconfiado de quienes lideraron el esfuerzo militar contra el nazismo como generoso con este miembro del partido nazi cuya indisposición con el Reich se debía, parece ser, a un agravio personal: el de haber sido expulsado del NSDAP por casarse con una mujer judía. Como apunta Daniel Bernabé, el gesto de Landmesser, su simbolismo, fue «muy poco útil a la causa antifascista en su momento»[16].

El lugar de honor del panteón del antifascismo neoliberal lo ocupan con todo, no los Landmesser, sino las víctimas judías del nazismo, la evolución del tratamiento de cuya memoria por el Estado de Israel desde su proclamación en 1948 es bien significativa al respecto de la transformación que nos ocupa. Los supervivientes del Holocausto arribados al primer Israel suscitaban el desprecio de los sabras, sionistas de primera hora que habían emigrado a Tierra Santa antes del advenimiento nazi. A su juicio, habían traido —escribe Idith Zertal— «la catástrofe sobre ellos por no escoger el camino correcto a tiempo, el camino del sionismo», y al conducirse con pasividad ni siquiera habían rescatado al menos una parte del honor nacional[17]. Los judíos habían ido a los campos de exterminio —se lamentaba mucho en aquellos tiempos, citando a Jeremías— «como corderos al matadero», y aun había habido judíos colaboracionistas que, a cambio de modestas prebendas, habían trabajado para los nazis como delatores, policías y hasta torturadores en los guetos y los campos de concentración. Solo el levantamiento del gueto de Varsovia salvaba mínimamente aquel veintenio ignominioso para la memoria nacional sionista, y a ella se consagraba el sesenta por ciento de la parte del libro de texto de primaria más popular de la época correspondiente al Holocausto[18]. El juicio público a Adolf Eichmann comenzó a modificar este estado de cosas al dar voz a las víctimas y arrojar luz sobre la inconmensurable vastedad de la maquinaria de exterminio nazi, lo que hizo comprensible para todo el mundo la parálisis y la resignación de aquéllas. Pero el cambio definitivo se produjo en 1967. Por un lado, la victoria relámpago en la guerra de los Seis Días infundió en la sociedad israelí un vasto orgullo que arrasó de golpe con todos los traumas. Además, la guerra proporcionó de repente —escribe Shlomo Ben Ami— «sentido religioso al Holocausto como la imprescindible catástrofe que debe preceder —de acuerdo con la ideología escatológica judía— a la salvación, a la llegada del Mesías».[19] Y, sobre todo, el Holocausto se convirtió en una inestimable herramienta propagandística para inmunizar al expansionismo israelí de toda crítica (y también para exigir cuantiosas indemnizaciones a Alemania y a los bancos suizos). Se dio inicio a lo que Norman Finkelstein, descendiente de asesinados en Auschwitz, llama la industria del Holocausto[20], y desde entonces, como escribía Tony Judt, «si uno critica a Israel demasiado enérgicamente, te advierten de que vas a despertar los demonios del antisemitismo; de hecho, te sugieren, criticar con severidad a Israel no sólo suscita antisemitismo. Es antisemitismo. Y con el antisemitismo la ruta hacia delante —o hacia atrás— queda abierta: a 1938, a la Kristallnacht, y de ahí a Treblinka y Auschwitz».[21]

Este clima de época también acabó llegando a España. Lo hizo en los años noventa y en forma de un desplazamiento sutil pero crucial en el discurso de la democracia instaurada en 1977 sobre sí misma, por el cual el Otro frente al cual aquélla construía su identidad como régimen democrático dejó de ser el franquismo o un genérico extremismo y pasó a ser la organización terrorista ETA. El vasto aborrecimiento social hacia la misma que en aquella década comenzó a sustanciarse en grandes manifestaciones de repulsa, especialmente a partir del secuestro de José Antonio Ortega Lara y el asesinato de Miguel Ángel Blanco, fue aprovechado con sagacidad por la derecha española para favorecer el citado desplazamiento semiótico, interesante para ella por cuanto significaba que, de rondón, se colasen en el discurso y la memoria públicos heroísmos, homenajes, implicaciones y sobreentendidos de difícil encaje en un marco antifascista al uso. Como escribe Eduardo Maura, por mor de este cambio, «personas que no estaban incómodas con el franquismo, o que nunca habían renunciado a sus valores, pudieron incorporarse de manera plena al campo democrático: si ser demócrata es ser antifranquista y antifascista, no está nada claro que lo fueran»[22]. La sacralización genérica de las víctimas del terrorismo que comenzó a hacerse desde las instancias públicas (genérica en su enunciación y, sin embargo, selectiva en su despliegue práctico, que abarca siempre a las del maoísta GRAPO y el catalanista Terra Lliure, pero rara vez a las del muy activo terrorismo ultraderechista de la Transición, el terrorismo de Estado de los GAL o el Estado terrorista que fue el franquismo) posibilitaba, por ejemplo, que la concesión de medallas y honores a título póstumo a todas las de ETA sin excepción se los otorgara lo mismo a los niños pequeños fallecidos en el atentado a la casa cuartel de Vic, en 1991, que a Carrero Blanco o al sanguinario torturador, conocido como el carnicero de Irún e instruido por la Gestapo nazi, Melitón Manzanas. Los atentados de ETA comenzaron a ser vía de acrítica e incontestada santificación mientras los homenajes públicos paralelos que la izquierda reclamaba hacer a las víctimas del franquismo eran rechazados con iracundia —por la derecha, pero también por sectores de la izquierda dinástica— como un reabrir heridas que era la manera socorrida de decir algo habrán hecho; de la consideración de estas otras víctimas como víctimas no inocentes y, por lo tanto, no enaltecibles. Más aún, el hecho de que este nuevo Otro de la democracia hubiera nacido como organización antifranquista facilitaba un cierto realce vindicador —uno subliminal, elíptico— del franquismo, validado como precursor y generador de la democracia que heredó sus enemigos en lugar de como su sepulturero y su negación. De ahí a que  la mismísima Fundación Nacional Francisco Franco y la familia del dictador se reclamen víctimas desamparadas de un Gobierno progresista por desenterrar al tirano del mausoleo faraónico que construyó para sí, legislar contra la apología de su dictadura y expulsar a su familia del pazo gallego del que se adueñaron con malas artes, y la derecha española en bloque les apoye, había un paso de hormiga.

Sobre el victimismo conservador, Corey Robin escribe en su ensayo La mente reaccionaria párrafos luminosos que sirven también para el disparatado victimismo de los Franco.  El conservador —diserta este autor estadounidense—

habla de un tipo especial de víctima: una que ha perdido algo de valor, a diferencia de los parias de la tierra, cuya principal queja es que nunca han tenido nada que perder. Los suyos son los desposeídos de manera contingente —el «hombre olvidado» de Graham Summer—, en vez de los preternaturalmente oprimidos. Lejos de reducir su atractivo, este tipo de victimismo otorga a la queja conservadora un significado más universal. Conecta su despojamiento con una experiencia que todos compartimos —la pérdida— y teje los hilos de esa experiencia en una ideología que promete que lo perdido, o al menos una parte de ello, puede ser restituido. La gente que no es conservadora a menudo no se da cuenta de que el conservadurismo se dirige a quienes han perdido algo. Puede ser una propiedad inmobiliaria o los privilegios de la piel blanca, la autoridad no cuestionada de un marido o los derechos ilimitados del dueño de una fábrica. La pérdida puede ser tan material como el dinero o tan etérea como el sentido de una posición. Puede ser una pérdida de algo que nunca se poseyó legítimamente; puede ser algo pequeño, con respecto a lo que retiene para sí un conservador. Aun así, es una pérdida, y nada se quiere nunca tanto como lo que ya no poseemos[23].

Escribía Benito Pérez Galdós en Miau que «poco a poco se gasta la vergüenza, como se gasta el diente de una lima, y las mejillas pierden la costumbre de colorearse»[24]. Y en lo que respecta a la prestidigitación reaccionaria de la victimización del victimario, sucede exactamente eso: va mellándose la vergüenza, van decolorándose los mofletes. En 2016 se alcanzó a este respecto un extremo difícil de superar; un probable non plus ultra de la cosa: nada más, y nada menos, que victimizar un imperio. El logro corresponde a María Elvira Roca Barea y a su superventas Imperiofobiadonde esta panegirista del Imperio español y su papel histórico fabula una «fobia a los imperios» que se atreve a equiparar al racismo y al antisemitismo. No existe —escribe—

diferencia apreciable entre la imperiofobia y el antisemitismo o cualquier otra forma de racismo. No obstante, dos notas particularizan el racismo contra los pueblos imperiales. Habitualmente el racismo en Occidente va contra grupos étnicos minoritarios, pobres o marcados por alguna diferencia que los convierte en periféricos, pero un pueblo imperial en modo alguno ocupa una posición excéntrica en un continente y el racismo contra ellos no nace de su debilidad ni para justificar el abuso que se hace de ese pueblo considerado inferior, sino justamente de lo contrario: de su eminencia. En realidad, son dos caras de la misma moneda: el rechazo de la diferencia, por arriba o por abajo[25].

Y es que qué violencia dantesca y espeluznante la del que propina un golpe de rostro a los nudillos de otro.

Pablo Batalla Cueto (@pbcueto) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca. Dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de El Cuaderno. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

Notas

[1] Díaz, Guillermo. [@GuillermoDiazCs]. (2 de diciembre de 2020). Recuperado de: https://twitter.com/guillermodiazcs/status/1334125322191691776.

[2] Sebastian Balfour: Abrazo mortal: de la guerra colonial a la guerra civil en España y Marruecos (1909-1939), Barcelona: Península, 2002, p. 171; Juan Pando: Historia secreta de Annual, Madrid: Temas de Hoy, 1999, pp. 262-263.

[3] Un estudio sobre la influencia de Abd el-Krim en Guevara, a través del republicano español Alberto Bayo, que había combatido en África, en Mevliyar Er: «Abd-el-Krim al-Khattabi: the unknown mentor of Che Guevara», Terrorism and Political Violence, núm. 29(1), 2015, pp. 137-159.

[4] Giglioli, Daniele. (2017). Crítica de la víctima. Barcelona: Herder, p. 11.

[5] Nietzsche, Friedrich. (2006). El nacimiento de la tragedia. Madrid: Edaf, p. 54.

[6] Giglioli, Daniele: o. cit., pp. 51-52.

[7] Ibídem, p. 12.

[8] Cit. ibídem, p. 45.

[9] Ibídem.

[10] Ibídem, pp. 21-23.

[11] Lozano, Álvaro. (2012). Mussolini y el fascismo italiano, Madrid: Marcial Pons, p. 223.

[12] Domènech, Antoni. El eclipse de la fraternidad: una revisión republicana de la tradición socialista. Madrid: Siglo XXI, pp. 436-438.

[13] Cit. en Saz, Ismael: «El objeto cercano: la dictadura franquista en la historiografía italiana», Ayer, núm. 31, 1998, p. 152.

[14] Ibídem.

[15] Erice, Francisco. (28 de noviembre de 2018). «Francisco Erice: “No es verdad que la historia la hagan los vencedores”». El Cuaderno. Recuperado de: https://elcuadernodigital.com/2017/11/28/__trashed-6/

[16] Bernabé, Daniel. (2018). La trampa de la diversidad. Madrid: Akal, 2018, pp. 146-147.

[17] Cit. en Hanna Yablonka: «The development of Holocaust consciousness in Israel: the Nuremberg, kapos, Kastner and Eichmann trials», Israel Studies, vol. 8, núm. 3: Israel and the Holocaust, 2003, pp. 1-24.

[18] Dan A. Porat: (2004): «From the scandal to the Holocaust in Israeli education», Journal of Contemporary History, núm. 39(4), pp. 619-636, 2004), p. 622.

[19] Shlomo Ben Ami: «La memoria del holocausto en la configuración de la identidad nacional israelí», Pasajes: revista de pensamiento contemporáneo, núm. 1, pp. 7-15, 1999, p. 11.

[20] Finkelstein, Norman. (2014). La industria del Holocausto. Madrid: Akal.

[21] Judt, Tony. (2015). Cuando los hechos cambian. Barcelona: Taurus [consultado en línea en una versión sin paginación].

[22] Maura, Eduardo. (28 de mayo de 2020). «La democracia y los hijos del terrorismo. Una propuesta para pasar de pantalla». CTXT. Recuperado de: https://ctxt.es/es/20200501/Firmas/32351/terrorismo-democracia-eta-antifascismo-cayetana-alvarez-de-toledo-pablo-iglesias-eduardo-maura.htm

[23] Robin, Corey. (2019). La mente reaccionaria: el conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump, Madrid: Capitán Swing, p. 81.

[24] Pérez Galdós, Benito. (2003). Miau. Madrid: Edaf, p. 194.

[25]  Roca Barea, María Elvira. Imperiofobia: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español. Madrid: Siruela, p. 120.

Fotografía de Álvaro Minguito.