Cuando la crítica se confunde con los paseos. Apuntes de un polemista pasmado

Me encantaría disponer de una etnografía del mundo intelectual español, o quizá mejor un manual que sirviera de guía para corresponsales, hispanistas y otros forasteros que se atrevan a adentrarse en lo que Gregorio Morán ha acertado en llamar un bosque de letrados. Sospecho que un manual así me hubiera ahorrado bastantes meteduras de pata y quién sabe si algún disgusto. Incluiría al final, como es costumbre en este tipo de libros, un glosario de términos clave. Figurarían allí palabras como negro (“persona que escribe anónimamente, mal pagada, para que otro, de más renombre y menos talento, incremente su capital cultural y económico [ver también: políticos con doctorado]”), fusilar (“plagiar [ver también: políticos con doctorado]”) y crítica literaria (“juego social [ver Bourdieu, jeu] fundamentado en la publicación de textos breves e insustanciales cuyo autor finge haber leído un libro que valora positiva o negativamente según sus amistades, los favores que debe, o los intereses empresariales del medio; puede consistir en no escribir texto alguno [ver ninguneo]”). Y me parece que debería también figurar la voz paseo (“invocado para desactivar una crítica pintándola como injusta, arbitraria y excesivamente violenta [ver guerracivilismo]”). La verdad es que yo no conocía este uso del término hasta que lo empleó Andrés Trapiello para encabezar su réplica a una reseña mía de su libro Las armas y las letras. (La reseña y la réplica se publicaron en Ínsula en 2014; una contrarréplica mía salió en Puentes poco después.)

Bromas aparte, las normas no escritas del habitus intelectual español merecen una reflexión. De hecho, en meses recientes el tema se ha convertido en objeto de discusión, sobre todo a propósito del ensayo La desfachatez intelectual del politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca y de los debates que ha suscitado. Aunque no concuerdo con todas sus premisas y conclusiones (algunas de mis dudas se recogen en un texto coescrito con Noelia Adánez), el libro de Sánchez-Cuenca tiene el mérito de bosquejar una primera tipificación del comportamiento del intelectual público español, o al menos de una subespecie del fenómeno. Pone el foco en particular sobre los literatos: opinadores públicos cuyo prestigio cultural (al menos el inicial, su start-up capital, digamos) se fundamenta sobre su labor literaria como novelista, poeta, ensayista o dramaturgo. Sánchez-Cuenca identifica el problema como un desfase entre pericia, por un lado, y poder, visibilidad y prestigio por otro. Los que más prominencia pública tienen, los que más fácilmente acceden a la tribuna —argumenta— no son los que más saben o mejor comprenden. Con toda seguridad esto es parte del problema. Pero la verdad es que se extiende más allá de los literatos y más allá de la incongruencia entre solvencia y visibilidad.

Según Sánchez-Cuenca, los literatos que opinan con cierta regularidad en la esfera pública española (curiosamente, apenas habla de mujeres, como bien señala Isabelle Touton en una reseña de próxima publicación en Mélanges de la Casa de Velázquez) se distinguen por tres o cuatro patrones de estilo y comportamiento. Primero, tienen cierta fijación con un puñado de temas sobre los que vuelven una y otra vez (la unidad de España, por ejemplo) mientras que ignoran otros (las causas mundiales de la crisis económica, por ejemplo). Segundo, su argumentación suele depender más del “buen estilo” que de pruebas propiamente dichas fundamentadas en un mínimo de investigación. Tercero, encajan mal la crítica razonada, que suelen interpretar como un ataque personal y a la que responden o bien con silencio, o bien con ataques ad hominem, una conducta que Sánchez-Cuenca asocia con lo que Diego Gambetta llama “machismo discursivo”. Para Sánchez-Cuenca, estos rasgos, en combinación con la abrumadora presencia mediática de las figuras que los manifiestan, empobrecen la calidad del debate público en España. Entre otros efectos nocivos, arguye, cohíben el intercambio libre de puntos de vista. Señala, por ejemplo, que las críticas, si se dan —y menciona como ejemplo el manifiesto El intelectual melancólico de Jordi Gracia— se suelen mantener en un plano vago y general: rara vez los críticos se atreven a mencionar nombres concretos, por miedo —según Sánchez-Cuenca—a probables represalias.

En una admirable voluntad de predicar con el ejemplo, el propio Sánchez-Cuenca rompe con esta norma no escrita: en lugar de limitarse a valoraciones genéricas como lo hacía Gracia, resalta nombres y textos muy concretos: entre otros, critica a Jon Juaristi, Félix de Azúa, Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas. Y como si de un taimado experimento se tratara, el atrevimiento de Sánchez-Cuenca ha servido de cebo para que los objetos de su crítica hayan manifestado, uno tras otro, la conducta exacta que el crítico les atribuye: han interpretado su crítica razonada como ataque personal y, si han respondido, lo han hecho por alusión, con argumentos espurios o ad hominem, y con bastante mala leche.

Así, por ejemplo, Juaristi escribió una columna en ABC que se dedicaba a desprestigiar a Sánchez-Cuenca, pintándolo como una persona movida por puro oportunismo e interés propio (“fue mamporrero del presidente Rodríguez, al que suministró pretextos para pactar con ETA cuando la banda se iba a pique”). Savater, a su vez, dedicó una columna en El País Semanal al libro de Sánchez-Cuenca, curiosamente sin mencionar ni una vez al autor. Se dirige a Sánchez-Cuenca como “enemigo” que busca, ante todo, callarlo. Que Sánchez-Cuenca observe que los intelectuales españoles no suelen responder bien a la crítica lo lee Savater no como una invitación a un debate más despersonalizado sino, extrañamente, como una catch-22 pensado para dejarle inerme: “usted enseguida nos reprocha no ser capaces de encajar bien las críticas. Nótese la rara astucia del reo: si para desmentirle en ese punto te callas, otorgas en todo lo demás; si llamas al que cocea y rebuzna por su nombre, eres demasiado picajoso. Prometo no quejarme más que lo justo”. Savater lee el libro de Sánchez-Cuenca como base de un nuevo índice inquisitorial, una especie de juicio final que burdamente divide la intelectualidad española en dos campos enfrentados (“Su libro pertenece a los de la ilustre estirpe del padre Ladrón de Guevara, cuya lista de Novelistas malos y buenos tanto divirtió mi adolescencia”).

Cercas, en el mismo medio y con la misma táctica de Savater, responde al libro de Sánchez-Cuenca con impaciencia e irritación, también sin mentar título o autor, retratándole como “tonto culto” empeñado en leer de una forma tan literal que se le escapan todas las sutilezas propias del discurso literario: “a menudo estos bárbaros obligan a perder el tiempo explicando lo evidente, que su literalidad de dómines los incapacita para detectar una ironía, distinguir una idea de una boutade o descifrar el significado de una metáfora o una provocación, atrofiando así el pensamiento hasta el límite del enanismo”.

Es curioso que los objetos de la crítica de Sánchez-Cuenca insistan en acusarlo de leerles mal cuando son ellos los que se empeñan en el malentendido: donde hay una crítica razonada ven ataque personal; y el crítico se convierte en enemigo, censor o inquisidor, cuyos móviles no pueden ser otros que la envidia, el oportunismo y la venganza. (José Antonio Zarzalejos, ex director de ABC, tildó el libro directamente de “ajuste de cuentas”.) A mí me ocurrió algo así con Trapiello, que confundió mi crítica dura pero argumentada con un “paseo” motivado por el sectarismo político (“Mi primer impulso” —escribió— “fue pasar de réplicas y dejar libre el campo al señor Faber al frente de su Brigada Lincoln y de su pelotón de fusilamiento”) y el temor por perder un monopolio profesional (“por supuesto” —afirmó—, “no le preocupa lo más mínimo la inclusión, sino lo que él juzga como la exclusión del paraíso académico de algunos escritores canonizados de los que tenía en exclusiva la franquicia de explotación, y que profesores como él, que vivían en sus Crimeas universitarias, no puedan seguir disfrutando como hasta hoy de la derrota de la guerra civil”).

Le pasó algo similar a David Becerra, cuya lectura menos que elogiosa de algunas novelas recientes sobre la Guerra Civil Española fue tildada de “siniestra” por nadie menos que Arturo Pérez-Reverte, que confesaba que Becerra le parecía “inquietante” y “maligno” porque le recordaba —cómo no— a la guerra: “Leyéndolo —sobre todo la lista de novelistas que desgrana, marcándolos con salivazos de rencor— es imposible no recordar, para los que sí sabemos, sí hemos leído y sí hemos vivido, a todos aquellos presuntos intelectuales que en ambos bandos, con camisa azul o con mono de miliciano, pero todos con pistola al cinto, paseaban por los cafés de retaguardia con listas de nombres en el bolsillo, cebando con su rencor y su vileza paredones, cunetas y fosas comunes: tumbas de la infamia que el bando vencedor desenterró en la posguerra y los hijos y nietos de los vencidos intentan, legítimamente, desenterrar ahora”.

Desde luego, estas reacciones entre chulescas y estrafalarias no han sido inusuales, sino todo lo contrario: han sido el modo más común de polemizar en la España democrática. En abril de 2016, por ejemplo, la revista Contexto publicó una entrevista en que el historiador Pablo Sánchez León sometía la generación intelectual “del 78” a un análisis riguroso, resaltando el poder institucional cuasi monopolístico que varios de sus representantes ocupan desde hace varias décadas a expensas de generaciones más jóvenes. Uno de estos representantes, el también historiador Santos Juliá, invitado a una réplica por la redacción, se limitó a enviar un texto entre burlesco y cínico, negando la mayor y pintando las críticas como motivadas por una “algo enfermiza y no poco obsesiva fijación” con su persona de parte del entrevistador (yo) y del entrevistado (Sánchez León).

Pero si Juliá ocupa un lugar central en la crítica a su generación no es por ninguna fijación sino sencillamente porque ocupa un lugar central en la cúpula intelectual de la España postfranquista. Esa posición, sin embargo —que es una posición de prestigio y por tanto de poder, manifestado entre otras cosas en un acceso prácticamente ilimitado a la esfera pública— es la que les cuesta reconocer a los que la ocupan. Ésa era precisamente una de las críticas principales de Sánchez León: de que los miembros prominentes de la generación intelectual del 78 se niegan a reconocer —y por tanto de responsabilizarse por— el poder que llevan desde hace tanto tiempo ocupando. Irónicamente, el desdén hacia los críticos que rezuma ese propio acto de negación ilustra la realidad de ese poder, un privilegio asumido con total naturalidad.

En fin, el mundo intelectual español parece decidido a confirmar, uno por uno, los síntomas descritos por Sánchez-Cuenca. Pero si Sánchez-Cuenca acierta en la descripción de esos síntomas—tan arraigados que hasta el señalarlos los provoca, como cuando le dices a una persona que deje de gritar y te escupe “¡NO ESTOY GRITANDO!”—, su explicación del mal que les subyace es menos convincente. La española, dice, no es una cultura “analítica” como las norteñas, más respetuosas del “método científico” con sus pruebas y argumentos que del estilo y prestigio, que son los que determinan el éxito en culturas latinas como son las ibéricas. La española, para Sánchez-Cuenca, es una cultura “holística” que valora más el “buen decir” que los argumentos sólidos y, como tal, “fomenta la aparición del intelectual prepotente, que mira con desdén a quien no es conocido o no tiene vínculos con él y sus pares”.

No me convence este argumento por dos razones: es reductivo y se fundamenta sobre una concepción demasiado esquemática de lógicas disciplinarias que además privilegia la metodología de las ciencias naturales y sociales sobre la de los campos humanísticos. Más útil me parece buscar una explicación práctica e histórica. En realidad hay dos preguntas diferentes. ¿Cómo es que autores como Cercas, Savater o Juaristi —que no son tontos ni tampoco faltos de talento— llegan a escribir textos tan malos? Y —más enigmático todavía— ¿cómo es que medios tan importantes como El País los publican una y otra vez? En ambos casos hay que constatar una obvia falta de filtros: algo no funciona del todo bien. Tengo para mí que, más que hipótesis culturales, debemos considerar un factor más sencillo: costumbres establecidas.

He notado que, cuando envío colaboraciones a medios españoles, casi nunca se me tocan los textos antes de que salgan publicados. En medios norteamericanos, británicos y holandeses estoy acostumbrado a comentarios, sugerencias y críticas que forman parte de un proceso de edición que incluyen (1) verificación de datos, (2) revisión de estilo y, muchas veces, (3) recortes y cambios sustanciales. Yo mismo, como editor de la revista trimestral de los Archivos de la Brigada Lincoln, me siento con total libertad para intervenir en los textos, para el beneficio del lector y para cuidar la calidad de la publicación, pero también, desde luego, para proteger a los autores de sí mismos. En una revista como The New Yorker, este proceso de edición es de lo más riguroso. Y lo importante es que no escapa nadie a él, ni siquiera los autores más prestigiosos (incluidos los literarios que allí publican relatos de ficción). A ningún autor que se mueve en estos medios se le ocurriría ofenderse por ello.

Basándome en mi propia experiencia, pero también en conversaciones con editores amigos, me consta que esta no es una práctica que exista de esa forma en España. De hecho —me aseguran— los filtros son cada vez menores, por dos motivos: el incremento de la velocidad y la falta de fondos. Apenas hay dinero para pagar a los autores, ni mucho menos a un equipo que revise los textos y verifique datos. Había más control en épocas de vacas gordas, cuando se pagaba mejor y empresas como PRISA iban viento en popa. Pero incluso entonces era poco común que a los autores más prestigiosos se les pidiera revisar o reescribir sus textos.

Así se explica que las reacciones de Trapiello, Cercas, Savater y Juaristi ante la crítica transmitan, ante todo, pasmo. Es como si les pillara de sorpresa su asistencia obligada a un acto formal cuando, esa misma mañana, se hubieran vestido de chándal y chancletas. Que alguien les lea con detenimiento y con ojo crítico, y que además se atreva a publicar esa lectura parece que, ante todo, les sorprende. Es evidente que, al redactar sus textos, no contaron con esa posibilidad. Nada más visceral que la indignación ante la crítica de quien se cree por encima de todo cuestionamiento. De allí su enojo descontrolado e irracional, su visión extrañamente distorsionada que confunde críticas con ataques, reseñas con paseos, y ve a colegas medianamente exigentes como si fueran censores, inquisidores o, peor, asesinos a sueldo. El enojo visceral del intelectual criticado parte de una noción de privilegio basado en una serie de presupuestos equivocados: que el prestigio ganado sea garantía de calidad constante; que ese prestigio constituya una jerarquía inamovible en la cual la crítica, si se da, solo puede darse de arriba hacia abajo; que haya textos e ideas tan buenos que no son susceptibles a críticas o enmiendas; y que asumir cualquier crítica o enmienda sea signo de debilidad.

Lo que informa y confirma estos presupuestos es, sospecho, la experiencia diaria: el mundo de la alta cultura española, así como el universitario, no son precisamente los más abiertos. “[L]a universidad española tardó demasiado en democratizarse, si es que realmente ha llegado a hacerlo hasta la fecha”, escribe Sánchez León en su contribución al debate en Contexto; “Los intelectuales de la transición y de después saltaron pues a las tribunas de la prensa y la televisión sin un entrenamiento en las maneras del diálogo, la deliberación colectiva y la promoción del bien común antes que el particular o partidista … El académico español es además un espacio en el que se ejerce mucho poder sin ostentar cargo alguno, a través de facciones, clientelas, autoridades personales —normalmente heredadas de la época de fuerte adscripción ideológica del profesorado en la transición— nunca sometidas a escrutinio crítico ni a rendimiento de cuentas, pero de las que depende el acceso, la estabilidad o la promoción”. El problema, diagnostica Sánchez León, es una profunda falta de talante democrático entre las élites intelectuales de la España postfranquista. Más que democratizarse, dice, el intelectual en España “se ha oligarquizado: además de volverse elitista, ha perdido el vínculo sustantivo con la ciudadanía, y esta finalmente ha pasado a señalarlos”. “[L]os mandarines, los académicos que desean mandar”, escribía Carles Sirera hace poco, “son gratos con el poder y así escalan rápidamente posiciones y como el poder no quiere debates, quiere consensos, el mandato de los mandarines es silenciar la discrepancia”.

De ahí que la solución al problema no sea necesariamente la que propone Sánchez-Cuenca: que los intelectuales que opinen en público adopten métodos más “científicos” de razonar y escribir. El camino hacia la mejora pide cambios harto más prácticos, basados, como señala también Sánchez León, en el principio de rendimiento de cuentas. Para empezar, cabría modificar los procedimientos en las redacciones de los medios y establecer protocolos de edición y evaluación más claros y exigentes, como sugirieron hace poco Jorge Gaupp, Isabelle Touton y Ana Luengo, y organizar espacios más prominentes de debate y discusión, dándoles más prominencia y espacio, por ejemplo, a las secciones de cartas al director. Son estos cambios —una especie de ejercicio de humildad y rigor que sirve para minimizar los privilegios del prestigio— los que, con el tiempo, pueden mejorar la calidad del debate público en España.

Eso sí: son cambios que exigen dinero y tiempo. El tema por tanto va ligado a otros cambios estructurales que garanticen la existencia y viabilidad en España de medios de comunicación fiables, transparentes e independientes —tal y como estipula la Constitución, por otra parte— gestionados por periodistas y editores justamente compensados por su labor. Serán esos profesionales a los que les toque revisar, criticar y —si hiciera falta, rechazar— lo que les envíe el o la intelectual de turno, que no tiene derecho a un trato menos exigente que cualquier otra ciudadana. A esos profesionales también les tocará gestionar los debates que generen esas intervenciones y asegurar que prevalezcan los argumentos razonados sobre los fantasmas guerracivilistas. No se trata de ninguna utopía. Voluntad hay. Y por fortuna, como demuestran nuevos medios como Contexto, La Marea y tantos más, en el mundo intelectual español hay de todo menos falta de capacidad y talento.

 Fotografía de Álvaro Minguito. "Animales nocturnos", de Juan Mayorga. El Aedo Teatro.