Fukuyama en Wuhan: predicciones en tiempos de pandemia

«No se puede vivir siempre resistiendo. Hace falta florecer».
Belén Gopegui, El lado frío de la almohada

 Tras haber pasado décadas instalados en el fin de la Historia, las crisis existenciales se empiezan a acumular a un ritmo difícil de asimilar. Al desgaste del neoliberalismo como forma específica del capitalismo se le suman, entre otras muchas cosas, la crisis climática y pandémica, verdadera venganza de la llamada «externalización del coste medioambiental». También se acumulan las predicciones de todo signo sobre qué consecuencias tendrán estas crisis para el sistema y para nuestras vidas. Sin embargo, incluso en medio de estas convulsiones sentimos una gran reticencia a ver la posibilidad de una victoria en el horizonte. ¿Somos cautelosos gracias a nuestra experiencia anterior o simplemente hemos interiorizado de manera irreversible el papel de sujetos pasivos? El miedo a predecir equivocadamente es comprensible, pero quizás nuestra mayor derrota haya sido olvidar que el único valor de las predicciones políticas consiste en los efectos que ayudan a provocar.

1. El hecho de que buena parte de la izquierda haya dedicado los últimos treinta años a refutar las tesis de Francis Fukuyama no es un signo de su derrota, sino de su gigantesca victoria. Las tesis de un autor se refutan claramente cuando se olvidan o se convierten en el objeto de estudio de un pequeño grupo de especialistas. Cuando son criticadas una y otra vez de forma casi patológica está ocurriendo otra cosa que seguramente merezca la pena estudiar.

La recepción popular de las tesis de Fukuyama es un lugar común en la izquierda, que podría resumirse así: el colapso del comunismo demuestra que las democracias liberales y capitalistas son el punto final de la evolución política humana. Hemos llegado al ocaso de las ideologías y a la era del cálculo económico, la gestión técnica, la satisfacción del consumidor. No es que vayan a dejar de pasar cosas, puede que incluso haya algún retroceso temporal, pero la Historia con mayúsculas ha terminado; vivimos en el mejor mundo posible y más acorde a nuestra naturaleza. Fukuyama añadía a este estado poshistórico algunas notas melancólicas, que suelen olvidarse: al final de su ensayo de 1989 habla del fin del arte y la filosofía, sustituidas por el eterno cuidado del museo de la historia humana, de la nostalgia que ya siente por el tiempo que termina. Frases que podrían pasar fácilmente por una reflexión crítica de Mark Fisher sobre el pastiche irónico y posmoderno que hoy es tan prevalente.

Al principio casi nadie en la izquierda puso en duda que Fukuyama se equivocaba. En una reseña de El fin de la Historia y el último hombre para la London Review of Books del 23 de julio de 1992[1] (el mismo año de publicación del libro, que extiende su ensayo de 1989) ya se daban algunos ejemplos para demostrar la persistencia de la Historia: la guerra de los Balcanes, las revueltas en Los Ángeles, el fracaso de la Cumbre de Río. Guerras imperialistas, la opresión de las llamadas minorías, el medioambiente, temas que serán recurrentes en el eterno pronóstico del renacer histórico, ya sea como vehículos de ese renacer o como villanos que distraen del verdadero motor de la historia, que sigue olvidado en un rincón, renqueante pero nunca apagado del todo; imposible, se lo sigue alimentando.

Otro lugar común es que en algún momento Fukuyama se retractó de sus postulados. Lo hizo de una forma que resulta muy contemporánea: sus advertencias contra el identitarismo, el populismo o la admisión de que algunos postulados de Marx eran ciertos («¿debe volver el socialismo?», le pregunta un periodista; «depende de lo que quiera decir usted con eso», contesta él[2]) son a la vez banales y encajan fácilmente con sus tesis iniciales, que eran lo suficientemente flexibles como para admitir este tipo de retrocesos y amenazas a la poshistoria. Lo importante es que por fin él mismo acepta su error, por fin finaliza el fin de la Historia. Siempre tuvimos razón, y él nunca la tuvo.

Hay otra forma menos triunfalista de leer todo esto. El ensayo y el libro de Fukuyama supieron capturar y reforzar a la perfección el espíritu de su tiempo. Como heredero involuntario de la decimoprimera tesis sobre Feuerbach, Fukuyama fue capaz de transformar el mundo mientras dejaba a sus críticos el trabajo innoble de interpretar su libro. Sus tesis se convirtieron en una fuerza material equivalente a muchas divisiones de tanques; fue capaz de «adueñarse de las masas». Por cada ingenioso artículo que lo refutaba el FMI realizaba algún ajuste estructural, algún sindicato o partido obrero agonizaba. Incluso sus advertencias melancólicas sobre la cultura poshistórica se hacían realidad, hasta el punto de que hoy en día es un cliché hablar del presentismo cínico y de la falta de horizontes sociales emancipadores. Por muy evidente que fuese que sus teorías no podían ser ciertas para siempre, que tenían parte de ficción ideológica, fueron una ficción que ganó y arrasó durante décadas.

2. Como explica Andrew Liu en un maravilloso artículo para n+1[3], lo más interesante del virus COVID-19 es lo poco especial que es en realidad su historia. Wuhan, la ciudad en donde comienza todo, es una imponente metrópolis de más de once millones de habitantes, un hub regional y un importante centro de manufactura de la industria automovilística. Sin embargo, para los estándares de la China contemporánea solo merece ser considerada con el frío calificativo de «ciudad de segunda categoría». El origen del virus en un mercado de animales exóticos vivos no representa la supervivencia de una cultura ancestral en una zona poco sofisticada del país. Al contrario, comer pangolines o murciélagos es un signo de distinción y de ostentación que se ha normalizado muy recientemente; que lo haya hecho incluso en esas llamadas «ciudades de segunda categoría» representa la muy moderna y reciente pujanza económica de toda China. La expansión del virus por todo el mundo en cuestión de semanas no se debe a un cúmulo de casualidades desafortunadas; la presencia en Wuhan de turistas norteamericanos, representantes del petróleo iraní, empresarios del automóvil europeos o amigos expatriados en Japón de visita es la muestra de la profunda interconexión económica y social de buena parte del planeta.

El COVID-19, por lo tanto, explota todas las debilidades de la era neoliberal. Las prácticas agrícolas y ganaderas del capitalismo generan un virus que se extiende por todo el mundo a velocidad de crucero y con billete low-cost. Golpea primero aquellos lugares más conectados entre sí por la globalización, y con mayor dureza a aquellos con sistemas sanitarios más precarios tras años de austeridad, con gobiernos más ineptos y desinteresados por la gestión pública, con menos experiencia en lidiar con este tipo de enfermedades o cualquier problema social. Las medidas que se toman tienden a converger: cuarentenas más o menos voluntarias para todos excepto para los «trabajadores esenciales», que pasan en cuestión de días de no ser nadie a ser, a su pesar, héroes nacionales; testeos masivos y segregación de los enfermos donde es posible, incredulidad ante la incapacidad de fabricar test donde no lo es; parálisis, en general, de buena parte de la vida cotidiana. Los resultados, por ahora, los conocemos todos: angustia y semanas difícilmente olvidables para la mayoría. Centenares de miles de muertos en todo el mundo, que posiblemente acaben pasando con holgura del millón.

Los efectos a largo plazo de la parálisis del polo mundial de acumulación y consumo son inciertos, pero a corto plazo son espectaculares. «¡Esta crisis lo cambia todo!», aúllan los titulares, y se suceden varias noticias históricas al día. El Financial Times llama a reinventar el capitalismo, The Economist se pregunta si no es tiempo de nacionalizar a la BigTech, los bancos centrales de todo el mundo se lanzan a nuevas orgías monetarias para rescatar a los bancos y a las grandes empresas. Los líderes de todo el mundo tiran de metáforas bélicas y, en una confusión febril entre pre y posguerra, se insinúan nuevos New Deal y Planes Marshall. Los datos de desempleo rompen las gráficas. Las previsiones en las caídas del PIB son prácticamente inéditas. Medidas que hace semanas eran risibles ahora se debaten con toda seriedad: la renta básica universal o el papel central del Estado en la economía cada día suenan más a sentido común que a ocurrencia trasnochada. Ocurra lo que ocurra parece inevitable que al menos a corto plazo el Estado se hará cargo de buena parte de la reproducción misma de la sociedad; el modo de producción capitalista en su modalidad del laissez faire no es viable si la mayor parte de la clase trabajadora se ve incapacitada para vender libremente su fuerza de trabajo en el mercado. La mejor estrategia para sobrevivir al virus, de hecho, es aislarse todo lo posible de las relaciones de producción capitalistas, y eso apunta al corazón del problema.

3. Es fácil imaginar esta crisis como la Caída del Muro de Berlín neoliberal. Si el crack del 2008 fue su Chernóbil (¿o su primavera de Praga?: la austeridad como huida hacia adelante en perjuicio propio, igual que aquellos tanques del Pacto de Varsovia…), un primer gran aviso, ahora estallan todas las contradicciones y la «verdad» y la debilidad del sistema se muestran a la vista de todo el mundo. La imaginación se agarra mejor a la realidad si defendemos que la alta edad neoliberal de hecho ya había terminado. En 2017 el flujo de comercio mundial todavía no había vuelto a sus niveles de 2008 (era, aproximadamente, un 65% inferior[4]). En 2016 el referéndum del Brexit, la victoria de Trump, todas las anteriores y sucesivas victorias de los llamados «populistas de derechas», las guerras comerciales y arancelarias, la crisis climática como espada de Damocles… Por supuesto, la victoria de este «neoiliberalismo», Behemoth rabioso contra el Leviatán globalizador, no era ni mucho menos definitiva. El sentimiento generalizado al empezar este año era en el mejor de los casos de incertidumbre, muy lejos ya del triunfalismo de los años noventa del siglo pasado.

Los anuncios apresurados de la muerte del neoliberalismo son fáciles de hacer y, tomados individualmente, tienen poco valor. En ese sentido son idénticos a los anuncios que nos aseguran que a pesar de todo nada cambiará, o que si lo hace sin duda será para empeorar. Y aquí nos reencontramos, por fin, con el viejo Fukuyama, y descubrimos con cierto horror que ahora nuestras almas le pertenecen. Hemos interiorizado hasta tal punto el fin de la Historia que las predicciones de grandes cambios las asociamos a la ingenuidad, a la falta de experiencia, al optimismo infundado. Quizás sea la costumbre de hablar sobre todo para nosotros mismos, algunas veces hasta parece que nos preocupa más enfriar los ánimos de los nuestros que encender los de algún extraño. Las predicciones por sí mismas no valen mucho, como ya dijimos, pero hay cierto ensimismamiento en pensar que nuestro gran problema es predecir con demasiada alegría la derrota inminente de nuestros enemigos. Es al revés: el problema es que imaginamos poco, o nada, que solemos predecir cuando ya se nos ha caído el tejado sobre la cabeza y, sobre todo, que nuestro pesimismo es funcional al convencimiento de que, en el caso de que quedase en activo un sujeto de la historia, sin duda no seríamos nosotros.

¿Es posible entonces imaginar alguna salida en positivo? Ya he descrito la manera frenética en la que los gobiernos están olvidando la ortodoxia económica que defendían hasta hace pocas semanas. No es el fin del capitalismo, pero después de mucho tiempo el papel productivo del Estado en la economía saldrá reforzado, su papel de garante de la austeridad podrá volverse démodé. Ante el fracaso manifiesto del mercado para asegurar nuestra supervivencia más elemental puede que se vaya forjando una suerte de «economía moral de la pandemia», en la que el derecho a la subsistencia pese más que el derecho al beneficio privado. Las grandes convulsiones suelen traer cambios profundos, muchas veces impredecibles. La planificación económica durante la primera guerra mundial dio tanta credibilidad al programa socialista como docenas de tomos de teoría marxista, para gran desgracia de los gobiernos en ambos bandos. La especulación informada puede convencer a unos pocos, pero la propaganda del hecho es la que convence siempre a la mayoría.

El COVID-19 va a demostrar que el Estado, si lo necesita, puede movilizar recursos ingentes y organizar directamente la producción de valores de uso esenciales. Será difícil volver a convencernos de que no es posible hacerlo antes de las catástrofes, difícil convencernos de que algo como el Green New Deal no es un programa de mínimos, irrenunciable ante la amenaza existencial de la crisis climática. En contra de los intentos de cierre de crisis reaccionarios y chovinistas debemos exigir la cooperación internacional solidaria, una redistribución gigantesca de recursos y poder en nuestro beneficio. Trabajar menos, trabajar mejor y no en trabajos de mierda (bullshit jobs), sino en la construcción de un mundo diferente. Trabajar si fuese posible no en un sentido capitalista, sino en el sentido de la relación necesaria y necesariamente sostenible entre el ser humano y la naturaleza, separados analíticamente pero nunca de hecho.

¿Quién conseguirá todo esto? El proceso de formación de la nueva clase trabajadora seguirá su curso, su ritmo nunca es exactamente el ritmo de las crisis[5]. A su núcleo de precarios, jóvenes, mujeres y migrantes que antes estaban en los márgenes de la sociedad ahora quizás se pueda añadir un gran contingente de personas mayores que han visto con horror cómo algunos de sus referentes políticos se planteaban seriamente sacrificarlas en masa para evitar la paralización de «la economía». El cacareado conflicto generacional, en muchos lugares una mediación de la lucha de clases tan esencial hoy en día como otras mediaciones históricas, puede llegar a un punto de inflexión. Si es así, los que hasta ahora se resistían a ello aceptarán la hegemonía de esa nueva clase trabajadora[6], abriendo la puerta a una reestructuración de la renta y la propiedad que no se veía desde hace mucho tiempo.

Nada de esto es una certeza, no hace falta decirlo, y esto no intenta ser una predicción, intenta ser el esbozo de un proyecto político plausible. Como recordaba Manuel Sacristán, las hipótesis revolucionarias no se pueden demostrar, solo podemos argumentar que son posibles, para después luchar por ellas. No hay certezas, desde luego nunca para bien, pero tampoco para mal, una fuente de esperanza que no siempre sabemos apreciar. De lo que no cabe duda es que todavía tenemos la capacidad de hacer nuestra propia historia, aunque sea en circunstancias no elegidas por nosotros mismos. La verdadera superación del legado de Francis Fukuyama, más allá de su enésima refutación teórica, consistirá en abandonar de una vez por todas el pesimismo finhistórico; predecir para convencer y convencer para transformar, para empezar a desmantelar su fin de la Historia, mientras comenzamos a construir la nuestra. Les dejaremos muy gustosos el papel de observadores impotentes. Nosotros llevamos décadas confinados y ya no esperaremos más para volver a las grandes alamedas.

X. López (@SeoirseThomais) es miembro de Contra el diluvio.

Notas

[1] Burnyeat, M. F. (23 de julio de 1992). Happily ever after. London Review of Books. Recuperado de: https://www.lrb.co.uk/the-paper/v14/n14/m.f.-burnyeat/happily-ever-after

[2] Eaton, George. (17 de octubre de 2018). Francis Fukuyama interview: “Socialism ought to come back”. New Statesman. Recuperado de: https://www.newstatesman.com/culture/observations/2018/10/francis-fukuyama-interview-socialism-ought-come-back

[3] Liu, Andrew. (20 de marzo de 2020). “Chinese Virus”, World Market. n+1. Recuperado de: https://nplusonemag.com/online-only/online-only/chinese-virus-world-market/

[4] Lund, Susan et al. (Agosto de 2017). The new dynamics of financial globalization. McKinsey Global Institute. Recuperado de: https://www.mckinsey.com/industries/financial-services/our-insights/the-new-dynamics-of-financial-globalization

[5] López, X. (28 de marzo de 2019). Lucha de clases sin clase en el antropoceno. laU. Recuperado de: https://la-u.org/lucha-de-clases-sin-clase-en-el-antropoceno/

[6] Winant, Gabriel. (23 de marzo de 2020). Coronavirus and Chronopolitics. n+1. Recuperado de: https://nplusonemag.com/online-only/online-only/coronavirus-and-chronopolitics/

Fotografía de Álvaro Minguito.