Karl Polanyi en Pekín. Perspectivas para el conflicto Estados Unidos-China

La batalla comercial declarada por Donald Trump a China ha generado inquietud sobre la posibilidad de que se convierta en el primer episodio de un conflicto abierto entre Estados Unidos y el país asiático. Durante las últimas décadas la relación entre las clases dirigentes de ambos países ha sido de carácter simbiótico. Sin embargo, las crecientes contradicciones de los procesos de acumulación de ambas economías podrían acabar provocando una guerra por la hegemonía mundial.

Como es bien conocido, el proceso de apertura externa de la economía china fue aprovechado por las empresas transnacionales estadounidenses para trasladar parte de sus fábricas al país asiático. Gracias, entre otros factores, a esa entrada masiva de inversiones extranjeras, China se pudo convertir en “la fábrica del mundo”. La extensa explotación laboral de su fuerza de trabajo (principalmente, migrantes rurales) multiplicó las desigualdades internas. Igualmente, el proceso de deslocalización de la industria estadounidense provocó destrucción de empleo y contracción de los salarios del sector. En conjunto, el emergente empresariado chino pasó a compartir intereses con el capital norteamericano. A nivel macroeconómico esa simbiosis se tradujo en una dependencia mutua entre los dos países: mientras que China dependía de EEUU como su principal mercado de exportación, Estados Unidos necesitaba a China como financiador de su doble déficit, externo y fiscal, vía reciclaje de los superávit comerciales chinos en bonos del gobierno norteamericano. El discurso del conflicto entre ellos escondía una alianza entre el partido-estado chino y la democracia capitalista estadounidense.

El estallido de la crisis financiera global pareció poner en riesgo esa relación, pero los pilares de la misma se han sostenido hasta que, casi una década después, Trump entró en la Casa Blanca. Durante ese tiempo, China ha evitado caer en la recesión gracias a un plan de estímulo fiscal y monetario que compensó la reducción de sus exportaciones. Por su parte, debido también a lo más acertado de sus políticas monetarias y hasta cierto punto fiscales, Estados Unidos logró superar la crisis antes que la Unión Europea. Sin embargo, el estancamiento de los salarios, junto con la secular insuficiencia de la protección social estadounidense han impedido que la recuperación económica se haya visto acompañada de una reducción de los problemas de exclusión presentes en el país norteamericano. Esto ha ayudado a nutrir el caldo de cultivo que llevó a Trump a la presidencia y que está empujando su política exterior, la cual ha tomado a China como uno de sus chivos expiatorios preferidos.

Ya en 2007 el economista Giovanni Arrighi centró su última gran obra en explorar la posibilidad de un conflicto entre Estados Unidos y China. Con el provocador título de Adam Smith en Pekín: Orígenes y fundamentos del siglo XXI (Akal, 2007), Arrighi defendía que la particular expansión de las relaciones mercantiles en China (parcialmente al margen de la lógica del lucro; de carácter trabajo-intensiva; y evitando la tendencia imperialista seguida anteriormente por las potencias occidentales) crearía la oportunidad para una coexistencia pacífica entre el país hegemónico en decadencia (Estados Unidos), que conservaría su poder militar, y el país en ascenso (China), que se haría con el poder económico.

Esta tesis optimista de Arrighi generó un debate inmediato, con múltiples reseñasnúmeros especiales de revistas y simposios dedicados a la comprensión y discusión de lo planteado en el libro. En concreto, desde posiciones marxistas, Lucia Pradella y Claudio Katz llamaron la atención sobre la imposible disociación entre la extensión de las relaciones de mercado en la economía china y el creciente imperativo de rentabilidad sentido por el capital del país. Este vínculo convertiría en quimérica la posibilidad de eludir un tipo de expansión imperialista (con sus correspondientes conflictos externos) similar a la llevada a cabo por las anteriores potencias hegemónicas.

Giovanni Arrighi se defendió de estas críticas en una interesantísima entrevista realizada por David Harvey para la New Left Review. En ella explicó que su tesis se basaba, sobre todo, en la relevancia de los “problemas de gobernanza de un país como China”. Según este razonamiento, el alto grado de inestabilidad social presente en el país habría impedido históricamente a sus gobernantes mantener procesos de conquista externa, obligándoles a dar forma al control sobre otras naciones a través de relaciones fundamentadas en el vasallaje tributario y la dependencia comercial. Trasladando esa constatación a la actualidad, Arrighi argumentaba que las crecientes demandas redistributivas de la población podrían condicionar las relaciones internacionales del país asiático hasta el punto de impedir el desarrollo de una expansión imperialista como la llevada a cabo por la Inglaterra del siglo XIX o los Estados Unidos del XX.

A pesar de lo elaborado del razonamiento, Arrighi parecía obviar las conclusiones que se derivaban del carácter contemporáneo que existió justamente en EEUU entre “entre ser un centro fundamental de revuelta social” y, al mismo tiempo, “una potencia en ascenso”. A pesar de las marcadas diferencias entre ambos países, resulta difícil creer que China vaya a poder mantener su estrategia de ascenso pacífico en un contexto de crecientes problemas de gobernanza interna (con conflictos contra la expropiación corrupta de tierras de campesinos, huelgas laborales o protestas contra la instalación de fábricas contaminantes). No se trata tanto de que el conflicto interimperialista sea una consecuencia ineludible del proceso de expansión capitalista, sino más bien de que externalizar las contradicciones de este proceso puede acabar siendo la única manera de contener los conflictos sociales al interior del país.

En este sentido, más que Smith y quizás Marx, Karl Polanyi pueda ser la mejor referencia para comprender lo que está ocurriendo actualmente en China. En su libro La gran transformación, Polanyi explicaba que existe una lógica de “doble movimiento” en los países donde la lógica del lucro gana tanto peso que amenaza con crear “sociedades de mercado”. Los dos movimientos a los que se refería el autor austro-húngaro son, por un lado, la creciente ampliación (promocionada por el Estado) de la esfera de influencia de las relaciones mercantiles; y, por el otro, y como respuesta, un movimiento de autoprotección de la sociedad frente a los estragos que el avance de la utopía del mercado autorregulador genera.

Hace ya más de una década, la anterior generación de líderes chinos (encabezada por Hu Jintao y Wen Jiabao) comenzaron a impulsar distintas medidas redistributivas con el objetivo básico de lograr lo que denominaban una “sociedad armoniosa”. Reduciendo las desigualdades internas, esperaban asegurar la estabilidad social y, en último lugar, evitar el cuestionamiento del poder del Partido Comunista. Desde 2008 aprobaron, entre otras, una reforma laboral más protectora de los derechos de los trabajadores chinos; una ampliación de la cobertura básica en el ámbito rural; una ley de seguridad social con la que expandir las prestaciones por desempleo y las pensiones de jubilación; o incrementos de los salarios mínimos provinciales. Estas medidas han permitido disminuir parcialmente la desigualdad, pero se han encontrado enseguida con una oposición interna, especialmente de la industria exportadora. De hecho, la nueva generación de líderes, elegida en 2012 y liderada por Xi Jinping, ha frenado el avance del proceso de redistribución de la renta. Más aún, desde entonces ha emprendido una nueva etapa en la transición hacia la economía de mercado, dándole a ésta un papel “decisivo” y promoviendo la paulatina desregulación del sistema financiero chino (incluida la convertibilidad externa del yuan), hasta ahora controlado públicamente.

Es en este contexto en el que han llegado los ataques de los Estados Unidos de Trump. Como explica Gabriel Flores, detrás de ellos “hay un plan coherente de largo alcance destinado a reforzar y prolongar la hegemonía mundial estadounidense”. Ese plan se ha canalizado en forma de un incremento de aranceles a la importación. No obstante, tal y como apuntan las mismas declaraciones de la Casa Blanca, esas medidas apuntan en realidad hacia otro lugar: presionar para que China elimine la regulación que le ha permitido aprovechar mucho mejor que otros países la inversión extranjera que ha recibido. En efecto, el país asiático ha exigido cumplir dos condiciones a las empresas transnacionales que han querido invertir en su economía: formar una joint venture con una empresa china y transferir su tecnología a esa empresa local. Gracias a esta inteligente política y al importante esfuerzo realizado en forma de investigación y desarrollo (cuyo gasto supera el 2% del PIB del país) las empresas chinas están pudiendo incrementar el valor añadido de sus producciones y han comenzado a desarrollar capacidades tecnológicas propias en algunos sectores.

Aunque éste es un proceso de largo plazo, Trump tiene, probablemente, como principal objetivo obstaculizar el avance tecnológico chino para evitar que eso llegue a cuestionar la hegemonía estadounidense dentro del capitalismo global. No en vano, el análisis de los aranceles impuestos por EEUU muestra que buena parte de ellos están orientados a frenar del avance de la alta tecnología china (especialmente, como cuenta José Luis Carretero, las redes 5G, vinculadas, se afirma, al espionaje) y a debilitar la posición de China en las cadenas globales de producción. Más aún, la detención de Meng Wanzhou, la vicepresidenta de Huawei, con la excusa de haberse, supuestamente, saltado las sanciones impuestas por Estados Unidos a Irán, confirma que en último término nos encontramos ante una lucha por la supremacía tecnológica. De hecho, este caso se une a otros anteriores, como la prohibición de que las empresas estadounidenses vendiesen componentes a ZTE. El gobierno chino ha desvinculado la detención de Meng de las negociaciones comerciales y noticias recientes hablan de una tregua en esa batalla entre los dos países. No obstante, la perspectiva de un conflicto por la hegemonía mundial sigue en el horizonte.

A medio plazo es de esperar que el último impulso dado a la lógica mercantil en China acabe causando una intensificación del movimiento de autoprotección de la sociedad china frente a ella. Las mejoras de productividad, posibles gracias al ascenso de la industria china en la cadena de valor, puede ampliar los márgenes distributivos. Sin embargo, el partido-estado va a encontrar cada vez mayores dificultades para conciliar las demandas de las clases populares con las exigencias de rentabilidad de un empresariado chino que tiene un creciente poder tanto de mercado, como político. En ese contexto, la única manera que puede acabar teniendo el PCCh de asegurar la estabilidad social puede ser intentar captar una proporción creciente del excedente generado en la economía global. De hecho, hay diferentes vías por las que ya se está tratando de hacer: deslocalizando parte de las fábricas de bajos costes laborales hacia otros países asiáticos; controlando la provisión de materias primas provenientes de países africanos y latinoamericanos; e incrementando, como ya se ha explicado, el grado de competencia en sectores de alta tecnología frente a las economías de EEUU, la UE o Japón. Todo ello acompañado del desarrollo de instituciones multilaterales de su influencia (el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), o el banco de los BRICS (NDB)) y de la puesta en marcha de la denominada como nueva Ruta de la seda (la Iniciativa de la Franja y la Ruta).

De este modo, el trilema al que probablemente se acabe enfrentando China se va a concretar en la necesidad de elegir entre dos de las tres siguientes opciones: dar respuesta a las demandas populares, profundizando en los derechos laborales (especialmente de los migrantes internos rurales) y la protección social de la población; avanzar en la mercantilización de la economía china, garantizando la obtención de una creciente rentabilidad del capital industrial, comercial y financiero; o mantenerse fiel a los principios del ascenso pacífico, evitando el conflicto por la hegemonía en la economía mundial con Estados Unidos, aunque eso suponga renunciar al desarrollo de sus propias capacidades tecnológicas, algo que reduciría los márgenes productivos para contener el conflicto distributivo. Es decir, inestabilidad económica, social y política interna versus potencial pugna geoeconómica y geopolítica externa. Distintos analistas internacionales creen que Xi tiene más incentivos para ceder en la actual batalla comercial con EEUU. Sin embargo, es probable que, antes o después, las presiones internas derivadas del doble movimiento polanyiano dejen de poder permitírselo.

Ricardo Molero Simarro (@ricmolsim) es profesor de Estructura Económica Mundial en la Universidad Autónoma de Madrid.

Fotografía de Álvaro Minguito, Chinatown en NY.