Paso a paso, raíces en un lugar llamado Tierra

Cierro, con este artículo, la trilogía que empecé en octubre de 2020. Palmo a palmo[1], pulso a pulso[2] y, en esta ocasión, paso a paso quiero argumentar que los cuerpos, el tiempo y el espacio son referentes que constituyen una parte ineludible de nuestra existencia. En los dos anteriores artículos, acompañándome de las metáforas, he revindicado que el cuerpo vuelva al calor de su carne y que el tiempo recupere el valor de su pulso humano. En esta ocasión, defiendo que el espacio debe ubicarse en el lugar en el que hundimos nuestras raíces y al que llamamos planeta Tierra.

No es lo mismo el espacio que el lugar y no debemos confundir la Tierra con un planeta. Aunque hemos descubierto el Universo, aún nos queda por descubrir la Tierra en la que habitamos, aún somos incapaces de reconocernos como lugareños del espacio más vasto que compartimos porque lo hemos sustituido por espacios ajenos a nuestras raíces. No podemos asumir reto ecológico alguno sin antes compartir la identidad de terrícolas y no alcanzaremos dicha identidad sin hacer de los espacios que nos rodean lugares habitables para los cuerpos. El primer paso es convertir los espacios en lugares (ser lugareños), el segundo cultivar nuestras raíces en el planeta tierra (ser terrícolas).

Primer paso.

Los lugares ideales son espacios con cuerpos; allí donde se ausentan los cuerpos aparecen espacios inhumanos como las ruinas, que son los escombros de un lugar. Por más que exista un gusto romántico por las ruinas, su esencia es post-humana y, por tanto, más espacial que carnal. Al menos se me ocurren dos tipos de lugares sin cuerpos: los fantasmagóricos y los laberintos. En los primeros han muerto todos los árboles, pero aún se puede oír el rumor de la hojas –siguiendo la fórmula de Juan Rulfo en Pedro Páramo–. Un desierto encantado, poblado de una flora fantasmal sería un buen lugar para contemplar y pensar el cambio climático. Por su parte, en los laberintos los cuerpos están, pero no se puede contar con ellos porque se han perdido. Por eso son el lugar perverso por antonomasia. La erección de laberintos constituye la máxima expresión de una incapacidad para edificar lugares habitables por cuerpos.

Necesitamos revolucionar las lógicas actuales del espacio para construir lugares políticos. Generalmente pensamos que los ciudadanos están en las ciudades, pues anclamos la identidad política sobre un espacio, pero podemos subvertir está lógica y pensar que las ciudades están debajo de los ciudadanos, a sus pies, hundidas en sus huellas. Hace falta encontrar ciudadanos para poder decir que existen las ciudades. Las ciudades sin ciudadanos están pobladas de turistas o, en el mejor de los casos, de viajeros. La pseudo-ciudad de paso o turística se transita o se visita y hace al viajero o al turista, pero es el ciudadano el que hace la ciudad política. Al viajero y al turista lo localizaremos cuando nombremos el espacio que visitan. Sin embargo, con las ciudades la lógica es inversa, solo podemos identificarlas como lugares si las ponemos a los pies de sus ciudadanos. Los viajeros o los turistas estarán sobre un espacio, los lugares o las ciudades siempre estarán debajo de los lugareños o ciudadanos.

De cuando estudiaba ciencia política recuerdo aquella idea formulada por Charles Tiebout (1924-1968) de que los ciudadanos pueden votar con los pies. Es decir, pueden asentarse a su antojo allí donde encuentren las políticas públicas que más les convienen. Como si los ciudadanos tuvieran libertad absoluta para la movilidad. Bajo esta perspectiva la movilidad constituye la esencia de la ciudadanía. Sin embargo, allí donde Tiebout ponía la movilidad yo pondría la fijeza, pues solo el compromiso con el asentamiento hace del espacio un lugar. La ciudadanía estable es la que inunda de política la ciudad. El paisanaje hace el paisaje y los lugareños el lugar.

Segundo paso.

 Yi-Fu Tuan en su libro Space and Place, The Perspective of Experience (1977) dice que una de las características de la capacidad simbólica del ser humano es que puede sentirse parte de lugares que ocupan un espacio vastísimo. Efectivamente, nos vinculamos a lugares sobre los que tenemos una experiencia directa bastante limitada. El ejemplo más claro es la idea de Estado-nación. Existe, sin embargo, un espacio del que no es tan común sentirse parte y del que nuestra capacidad simbólica no ha sido capaz de generar un lugar: el planeta tierra.

Recomiendo la lectura del artículo In Praise of the Terrestrial Condition[3]del sociólogo español Antonio Campillo por la trayectoria intelectual que perfila para analizar el fenómeno de la alienación del mundo, que fue reconocido por Hannah Arendt en La condición humana y que alude a ese extrañamiento del ser humano hacia lo mundano o terrenal. No obstante, a raíz de su lectura lo que más me sorprende no es la incapacidad humana para haber sido capaz de forjar una condición terrícola o una identidad terrestre, sino que se hayan elucubrado toda una serie de artefactos intelectuales que han logrado desprendernos de nuestros vínculos con el planeta tierra. Arendt alude al punto de Arquímedes para referirse al hecho de que hallamos seleccionado un punto de referencia exterior a la Tierra para comprender la vida. El punto de apoyo que el célebre siracusano pedía para poder mover el mundo comparte su ubicación fuera del planeta Tierra pero dentro del universo con la pretensión «de actuar sobre la Tierra y en la naturaleza terrestre como si dispusiéramos de ella desde el exterior» (Arendt; p.289).

Es curioso, pero resulta más fácil explicar qué procesos nos han llevado a tener la cabeza entre nubes y estrellas que intentar explicar por qué no hemos sido capaces de identificarnos con el espacio en el que tenemos puestos los pies: el planeta tierra. De hecho, me cuesta creer que exista una causalidad entre una exo-perspectiva científica y filosófica y un desapego con el planeta tierra. Creo que es compatible tener alas en las espaldas y raíces en los pies y me resulta más convincente para explicar la alienación del planeta tierra aludir a una falsa conciencia de liviandad y a una fantasía de volatilidad. Creernos livianos nos consolaría e incluso nos exculparía de nuestra responsabilidad en procesos como el cambio climático. Esta creencia ampara a todo aquel que considera el cambio en el clima un proceso ajeno a la intervención humana. Por su parte, la fantasía de volatilidad se correspondería con el síndrome del astronauta del que nos habla Yayo Herrero en su artículo Ausencia de gravedad y extravío del equilibrio[4]. Resulta tentador fantasear con librarnos del peso del cuerpo y de las ataduras de la tierra, pues el cuerpo requiere cuidados y la tierra compromisos.

Existe una metáfora bastante compartida que no es inocente desde el punto de vista del fenómeno de la alienación del mundo: la metáfora de la nube. Su uso se ha extendido para referirse a las nuevas formas de almacenamiento digital y alude a una preferencia por dejar flotando los archivos frente a otras alternativas, como la de esconderlos en la tierra como si fueran raíces. Entre las nubes y las raíces, como polos metafóricos opuestos, existe una dialéctica que nos desvela un afán extraterrestre. Las nubes son esponjosas como cojines y, por tanto, cómodas, mientras que las raíces son ásperas. Las nubes están accesibles a la vista, se pueden ver desde casi cualquier lugar, pero las raíces están ocultas y requieren de un trabajo de excavación para ser descubiertas. Las nubes son móviles y parecen acompañarnos, porque las seguimos viendo incluso si nos movemos. Sin embargo, las raíces quedan inmóviles y se alejan conforme nosotros nos desplazamos. Por último, de las nubes nos podemos despreocupar, mientras que a las raíces tenemos que atenderlas, cuidar el mantillo en el que se hunden. En definitiva, la proliferación de la nube como metáfora se debe a que nos resulta más tentador lo confortable, lo accesible, lo visual, lo móvil y lo despreocupado frente a lo áspero, lo oculto, lo que está anclado y requiere cuidados, pero ¿podemos prescindir de las raíces y quedarnos colgados de una nube? No, no podemos vivir embelesados de las nubes y descuidando las raíces.

Si no queremos que se descuiden las raíces, debemos revindicar su idiosincrasia. Así, revindicaremos también la identidad terrícola. Existe una copla que reza así: En la raíz de un olivo/ yo escondí toda mi ciencia /y se la vino a encontrar una gitanilla vieja. No se me ocurre mejor forma de revindicar la naturaleza radicular de la condición terrícola, pues alude a unas raíces que son cultivadas para portar una sabiduría al alcance del pueblo. Pensando en estas raíces, nos sentimos invitados a cuidar nuestra tierra, dejándola cultivada y viva para disfrute de los demás. Estas raíces no serán tan cómodas como las nubes, pero se nutren por y para los terrícolas.

Revindicar las raíces que nos unen a la tierra tiene una dimensión política que aún está por cultivar.No existe una manifestación clara de las identidades que se pueden forjar en torno a la identidad de terrícola en oposición a la de extraterrestre. Sin embargo, sí que existen identidades nacionales que se apoyan sobre lógicas de pertenencia cruzadas en las que los lugares en los que se enraízan los ciudadanos se convierten en objeto de conflicto. Creo que la falta de evidencia entre el conflicto terrícola y extraterrestre y la sobre exposición de los conflictos entre identidades nacionales dificulta la identificación de los problemas derivados de la degradación del planeta tierra.

Debemos reconocer que entre los humanos existen unos que viven como si fueran terrícolas y otros que lo hacen como si fueran extraterrestres. Los terrícolas se saben del planeta tierra y son conscientes de los cuidados que requiere, mientras que los extraterrestres creen en la liviandad y la volatilidad, descuidan el lugar donde tienen puestos los pies porque creen que viven en las nubes y, además, creen dominarlo.

Aún no se ha conocido humano que no pise el suelo, pero existen distintas formas de caminar. Andar como si cultivásemos la tierra es una buena alternativa y se debería convencer para que hundan los talones en la tierra a los que se creen que andan de puntillas. Soy una astilla de tierra que vuelve/ hacía su antigua raíz mineral, cantaba El Cabrero. Más nos vale emprender ese camino de regreso a las raíces de la Tierra.

Javier Vega es lector, padre y empleado público de la Administración General del Estado.

[1] Vega, Javier. (8 de octubre de 2020). Palmo a palmo, emancipación e ideología del cuerpo. Revista laU. Recuperado de: https://la-u.org/palmo-a-palmo-emancipacion-e-ideologia-del-cuerpo/

[2] Vega, Javier. (13 de mayo de 2021). Pulso a pulso, una alternativa ideológica al tiempo capitalista. Revista laU. Recuperado de: https://la-u.org/pulso-a-pulso-una-alternativa-ideologica-al-tiempo-capitalista/

[3] Campillo, Antonio. (Diciembre de 2021). In Praise of the Terrestrial Condition. HannahArendt.net, 11(1). Recuperado de: https://www.hannaharendt.net/index.php/han/article/view/453

[4] Herrero, Yayo. (16 de julio de 2021). Ausencia de gravedad y extravío del equilibrio. CTXT. Recuperado de: https://ctxt.es/es/20210701/Firmas/36675/gravedad-equilibrio-decrecimiento-suficiencia-reparto-cuidado-Yayo-Herrero.htm

Fotografía de Álvaro Minguito.